Tengo la sensación de que nos hemos acostumbrado a la violencia y la toleramos, incluso la aprobamos dependiendo de quién venga. En Madrid padecemos desde hace unas semanas la huelga intermitente de los trabajadores de una empresa de autobuses interurbanos. Esta empresa conecta bastantes pueblos de la periferia de Madrid con la capital por lo que sus servicios son muy solicitados por un número cada vez mayor de ciudadanos que han decidido vivir lejos de los humos de Madrid. La tensa situación ha conducido a la policía a intervenir bien para obligar a los conductores a cumplir los servicios mínimos, bien para desalojar a los enfadados usuarios de las rampas de salida y entrada del intercambiador de transportes, hartos ya de tanto trastorno.
Las huelgas se terminan convirtiendo en un conflicto entre los sindicatos que las convocan y el empresario pero con el usuario, con el cliente, con el viandante como rehén del conflicto. Cuando a principios de noviembre los mineros del carbón asturianos negociaban las prejubilaciones y las ayudas públicas a su actividad, al no llegar a un acuerdo satisfactorio, se dedicaron no sólo a no realizar su trabajo, no sólo a encerrarse hasta conseguir sus objetivos, sino a molestar a los conductores de las carreteras cercanas, cortándolas a través del uso de la fuerza.
La violencia se convierte en una herramienta más para el huelguista, para el sindicato. Parece como si las condiciones de los trabajadores fueran equiparables a las del siglo XIX y por tanto las formas decimonónicas fueran las adecuadas. Los supuestos “derechos” de los trabajadores cobran un protagonismo inusitado hasta el punto de que los derechos de los demás, los verdaderos derechos pierden toda vigencia para estos activistas.
Y sin embargo, resulta habitual que el usuario, el viandante, el cliente, a pesar de verse perjudicado por la violencia de los que protestan, justifique la acción, incluso la destrucción de la propiedad privada y la pública (véanse los coches quemados, los escaparates rotos, el mobiliario urbano destrozado) asegurando que sólo de esa manera los trabajadores son capaces de hacerse oír. El sindicalista conoce esta faceta moral del ciudadano, este aspecto emocional y a él apela para justificarse. El totalitarismo suele entrar en el salón de casa de la mano del victimismo.
En el Título I, Capítulo Segundo, Sección Primera de la Constitución Española se puede leer:
Art. 28.2: Se reconoce el derecho a la huelga de los trabajadores para la defensa de sus intereses. La ley que regule el ejercicio de este derecho establecerá las garantías precisas para asegurar el mantenimiento de los servicios esenciales de la comunidad.
Es difícil que las situaciones descritas, habituales en los medios de comunicación, defienda los intereses de nadie. El derecho a la huelga se convierte en el derecho a la coacción, se convierte en un simple chantaje en el que el último sufridor es el ciudadano de a pie. Este ciudadano termina pagando cuando no puede dirigirse a su casa, a su trabajo, a su lugar de ocio. Este ciudadano termina pagando cuando habiendo contratado algún bien o servicio, no puede obtenerlo pese a que ya ha gastado su dinero. Este ciudadano termina pagando cuando los poderes público le arrebatan su dinero pero son incapaces de dar el servicio mínimo que prometen. Este ciudadano termina pagando cuando ve como sus impuestos sirven para mantener negocios sin ninguna rentabilidad que podrían destinarse a otros menesteres más provechosos. O lo que sería mucho mejor, dejarlo en los bolsillo de sus legítimos dueños.
El derecho a la huelga no es el derecho a la violencia. Existen mil maneras de protestar por un trato injusto o supuestamente injusto. Desde luego, la manifestación pacífica, sin cortes de carreteras ni de calles. Domingo sí, domingo también, venimos padeciendo en Madrid infinidad de reivindicaciones y muestras de apoyo popular. A pesar de ser molestos, es una manera mucho más civilizada de protesta. Pero es que desde el cese de la actividad hasta la huelga a la japonesa, existen muchísimos grados de actuación sin que se vean perjudicados terceros.
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