Decía Chesterton que, desgraciadamente, cuando la gente deja de creer en Dios cree en cualquier cosa. Andaba cargado de razón. Y el siglo XX se ha encargado de demostrárnoslo. Se escapa del alcance y la extensión de este comentario las razones por las cuales los seres humanos somos, amén de racionales, seres religiosos. El hecho es que las creencias religiosas forman parte de naturaleza humana y, por tanto, labor del humanista es hacerlo constar y procurar comprenderlo.
No es ningún secreto que el socialismo, en sus dos variedades comunista y fascista, constituyó la gran fe laica del siglo XX. Los socialistas trocaron la creencia en un mas allá paradisíaco por la de un más acá de justicia y abundancia. Hasta en el amor por los iconos –la hoz y el martillo, la esvástica, las banderas rojas, las masa enardecidas– era calcado al que los fieles tienen por los símbolos propios de la religión tales como los crucifijos, la imaginería o los ritos. El problema es que el socialismo, que traficaba con una mercancía que tenía que devengarse en este mundo, no respondió a las expectativas creadas. Su paraíso en la tierra resultó ser un tanto criminal, miserable y calamitoso por lo que, con los años, los devotos de Marx y sus epígonos fueron perdiendo la fe y engrosando las filas de los izquierdistas escépticos, que son, a día de hoy, los más numerosos.
La dialéctica marxista, sin embargo, ha servido para reelaborar discursos paralelos no menos efectivos que el original. El que más éxito ha cosechado ha sido el ecologismo. Posee todo lo que una buena religión precisa tener para cautivar a las almas cándidas necesitadas de respuestas. Parte de un paraíso original en el que el hombre vivía en armonía con la naturaleza, un verdadero jardín del Edén del que fuimos expulsados cuando empezamos a dominarla, es decir, cuando inventamos la agricultura. Fue nuestra manzana. Desde entonces no hemos hecho más que reincidir en el pecado, extendiendo el dominio humano por todo el globo, industrializando nuestra producción, contaminando el aire y el agua.
Siguiendo el guión del evangelio ecologista, en estos momentos nos encontramos a las puertas del Apocalipsis, que se reviste de calentamiento global, de glaciación o de lo que venga al caso. Como en toda religión que se precie, la posibilidad de salvación existe. Está al alcance de la mano si abrazamos el credo único y nos aplicamos a él con la fe del carbonero, sin cuestionar el dogma. El que lo pone en duda es declarado hereje y puesto en la pira de los “enemigos de la naturaleza”, divinidad, por otro lado, de esta religión de nuestros días. Lo que esperan sus sumos sacerdotes es que, sin desviarnos demasiado del dogma único, sigamos pecando para que su presencia esté más que justificada. Pecadillos veniales como no reciclar el papel, o como coger el coche en lugar de la bicicleta, son suficientes para hacernos sentir la culpabilidad del día a día.
La realidad, los hechos contantes y sonantes, no importan. En ninguna religión lo hacen. Da igual que el dogma sea puesto en tela de juicio, es artículo de fe en el que, o se cree ciegamente o no se cree. En cuanto a las previsiones apocalípticas, no es inconveniente alguno que no se cumplan. Se actualizan y asunto zanjado. Hay que creer en ellas, eso es lo único importante.
Visto de esta manera, tomando al ecologismo como lo que es, y no como lo que asegura ser, es lógico que, de un tiempo a esta parte, el común de la gente crea sin sombra de duda que la Tierra está enferma por culpa nuestra, y que el fin de los tiempos está a la vuelta de la esquina. Pregunte, pregunte a su alrededor y verá.
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