En una ocasión un amigo mío me lanzó su enésima crítica al liberalismo. De haber triunfado desde el comienzo de la humanidad, me decía, no contaríamos con muchas de las grandes obras que conocemos y admiramos. Que han sido motivo de inspiración de poetas y literatos, que están asociadas a momentos de la historia que los cronistas de nuestro pasado reproducen con fruición y asocian a palabras como grandeza, esplendor o belleza. Se erigen en símbolos del poder del hombre, de sus conquistas sobre la naturaleza. Son victorias excelsas; y son victorias del Estado.
Por supuesto, mi amigo tenía razón. Si las sociedades humanas hubieran sabido mantener su libertad desde antiguo seguramente no existirían las pirámides de Egipto, ni las de Méjico. Ni el Taj Mahal, ni palacios como el de Versalles. Los ejemplos son innumerables, pueden llenar miles de páginas, porque las han llenado, y solo ilustran esta verdad esencial sobre el liberalismo.
Claro, que si miramos de cerca cada una de esas maravillas, si no nos cegamos con el brillo de su esplendor, lo que emerge es la brutal coacción a la sociedad por parte del Estado al servicio de sus más celebrados criminales. Las pirámides de Egipto las construyeron ejércitos de esclavos, forzados a dedicar sus esfuerzos a muros proyectados para cerrar el cadáver de sus amos. Cuando la sociedad se hizo más compleja, el esclavismo directo se fue sustituyendo por el más indirecto, que no fuerza a dedicar el esfuerzo personal a los deseos del Estado, pero sí los frutos del mismo, por medio de los impuestos.
¿Qué se hubiera producido si los antiguos, y después de estos quienes les seguimos, hubieran mantenido su libertad? Una familia habría podido comer carne una segunda vez al mes, otra podría haber reparado la casa, una tercera hubiera acumulado el ahorro necesario para una tierra y unos aperos que hubieran asegurado el futuro de la siguiente generación o un carro más que habría llevado los productos del lugar a otro más lejano, donde habrían sido bien recibidos a cambio de dinero. Miles de historias pequeñas que no merecerían la mirada de los poetas, el juicio elogioso de los arbitristas o el asombro de historiadores y artistas. Simples historias personales, que cambian la vida real de las familias y contribuyen a su progreso y el de sus hijos y no a los caprichos o a las necesidades “de Estado” de los dirigentes.
Todo ello no quiere decir que las sociedades libres, en creciente complejidad, no hubieran dado lugar a creaciones grandiosas. Pero en lugar de estar al servicio de reyes, cortes y políticos, estarían al servicio de los ciudadanos de a pie y de quienes han creado la suficiente riqueza como para elevarse sobre las necesidades más inmediatas y comunes.
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