Hace unas semanas tuve ocasión de visitar la exposición dedica al Bulli, que tiene lugar en el Espacio Telefónica de la Gran Vía madrileña. Además, lo hice de la mano de un guía excepcional: el mismísimo Ferran Adriá.
Confieso que no me atrae especialmente la gastronomía, ni mucho menos la nouvelle cuisine o los platos raros, como los que al parecer se ofrecían en El Bulli. Sin embargo, no hace falta entusiasmo especial, basta un mínimo interés, para disfrutar de la inmersión en áreas de conocimiento hasta ahora inexploradas, como era para mí el mundo del Bulli.
Mucha gente considera estas líneas de actividad vanguardistas como un desperdicio de los recursos de la sociedad. No solo en el ámbito de la gastronomía, sino en otros muchos: nos cuesta apreciar el valor artístico de la escultura y de la pintura moderna; no hay quien aguante determinadas películas de cine, y no digamos ya si se trata de una obra de teatro o algo que se haga llamar así.
Pero lo cierto es que sigue habiendo vanguardia, sigue habiendo emprendedores dispuestos a dejarse la piel por hacer algo nuevo, algo nunca visto, para los que el reto diario es precisamente la novedad. Entre ellos, el cocinero al que va dedicado este comentario.
Si la vanguardia fuera un desperdicio de recursos y no creara riqueza (o sea, la destruyera), entonces estaría empobreciendo a la sociedad. Si esto fuera así, ¿cómo sería posible que siguiera habiendo actividades de vanguardia? Me explico: que la actividad de vanguardia no cree riqueza implica que no hay nadie dispuesto a pagar por ella algo más que el coste de los recursos necesarios para llevarla a cabo. Por tanto, cada vez que el emprendedor vanguardista realizara la actividad lo haría consumiendo sus recursos sin esperanza de recuperarlos, y su viabilidad tendría un límite claro. La vanguardia sería poco más que una heroicidad y una locura (¿alguna vez no lo ha sido?).
¿Es (o fue) El Bulli un desperdicio de recursos? No hay demasiadas dudas. La teoría económica nos enseña que cualquier transacción libre crea riqueza, por lo menos a priori. Así pues, cada vez que alguien comía en El Bulli y pagaba cantidades astronómicas por esa comida extraña y vanguardista que muchos no entendemos, se creaba riqueza para la sociedad.
Los platos que se servían en El Bulli exigían para su producción procesos completamente nuevos, que a su vez demandaban nuevas herramientas, nuevos componentes alimenticios y nuevas formas de hacer las cosas, que llegaban a afectar a la disposición de las cocinas o a la gestión de los equipos de diseño y producción: cada plato era un nuevo reto que exigía múltiples innovaciones.
La exposición del Espacio Telefónica detalla muchas de estas innovaciones. Por ejemplo, se ideó un sistema de símbolos para clasificar los alimentos que facilitara su localización. Asimismo, para garantizar la adecuada proporción de cada componente en una receta (y evitar constantes broncas, según el propio Adriá) se utilizaban sencillas formas de plastilina de forma que el aspecto del plato real debía resultar similar al confeccionado con las figuritas.
En muchas ocasiones, la elaboración del plato exigía la fabricación de nuevos instrumentos nunca antes vistos en las cocinas. Por ejemplo, para acelerar el trazo de líneas de salsa y conseguir que fueran más delgadas se empezó a utilizar el típico bote sifón para el kétchup de los perritos calientes, algo hasta ese momento impensable en la alta cocina, que para tan delicada actividad solo consideraba a la cucharilla instrumento digno.
Otras veces, la innovación estaba en la forma de presentar el plato. Al parecer, fue en el Bulli donde se empezaron a usar bandejas de pizarra para el emplatado de carnes, algo que ahora está generalmente extendido.
La gran mayoría de sus innovaciones posiblemente no hayan tenido recorrido más allá de las cocinas del Bulli. Pero unas cuantas sí que han abierto brecha, como se ha explicado en los párrafos anteriores, y han contribuido a democratizar los procesos culinarios al hacerlos más eficaces y, por tanto, baratos. Además, las propias recetas han pasado al acervo social, pues era política de este restaurante poner a disposición de todo el mundo las nuevas recetas una vez terminada la temporada, en parte para obligarse a nuevas innovaciones de cara a la siguiente. Ferran afirma esto muy gráficamente cuando dice que cada seis meses abrían un nuevo Bulli.
Así pues, comprobamos que, efectivamente, la vanguardia es capaz de generar riqueza para la sociedad. Y también constatamos que esta riqueza puede ser brutal: la riqueza generada por tan solo una de los cientos de innovaciones creadas en el Bulli tal vez supere los recursos "desperdiciados" en experimentar con todas las demás.
Pero ¿siempre es así? Vienen a la mente esos cuadros, esas esculturas, esos edificios, esas películas u obras de teatro que nadie entiende. Es muy difícil imaginar de qué forma han creado riqueza muchas de estas actividades. ¿De qué depende que la vanguardia sea o no un desperdicio de recursos?
El Bulli tiene una vez más la respuesta: allí la gente iba a comer voluntariamente, luego la vanguardia era sostenida por las decisiones libres de los clientes del Bulli. Si luego el señor Adriá los desperdiciaba en base a innovaciones absurdas, era problema del señor Adría, no de la sociedad. Y si el señor Adriá desperdiciaba más recursos de los que obtenía del restaurante, entonces éste tendría los días contados. Ferran Adriá tenía todos los incentivos para que sus innovaciones de vanguardia fueran exitosas, aunque lo fueran en un porcentaje muy pequeño, porque en caso contrario no podría sostener su actividad de vanguardia.
Cuando el 30 de julio de 2011 cerró el Bulli con una versión libre del Peach Melba, el plato número 1846 allí servido, lo que significaba era que ni siquiera el alto precio pagado por cada menú era capaz de compensar los costes de la vanguardia. A quien sorprenda esta afirmación, que recuerde que los costes son subjetivos y de oportunidad, no son los precios pagados por los alimentos. Dicho de otra forma, llegó un momento en que el famoso cocinero se hartó de pegarse palizas en la cocina (¿quizá ya no era un reto para él conseguir cosas nuevas en la gastronomía?) y prefirió dedicar su tiempo a otros menesteres más rentables para él.
Mire ahora el lector interesado si esas obras citadas más atrás y que nos parecen absurdas han sido financiadas por la gente voluntariamente, o más bien lo han hecho con sus impuestos, y encontrará cómo diferenciar la vanguardia creadora de riqueza de la que la consume. Pocas dudas hay, tanto a priori por ser libres las transacciones de los comensales del Bulli, como a posteriori por las innovaciones trasladadas a la sociedad, de que la del Bulli y Ferran Adriá fue una vanguardia del primer tipo. Y constituyen el mejor ejemplo de que cuando la vanguardia es sostenida libremente, genera una riqueza inmensa para la sociedad.
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