Nos encontramos con poblaciones muy rigurosamente “tabuladas” en grupos sociales, regidas por unas leyes aparentemente justas, interpretadas despóticamente por los jefes de turno.
Ya pueden imaginarse que voy a escribirles en torno a esta película de la trilogía de Verónica Roth, que debo reconocer he visto un poco tarde: después del estreno de la segunda entrega (Insurgente). Vaya por delante también que no les voy a resumir el argumento, la ficha técnica o los méritos del director Neil Burger; tampoco he leído los libros, ni el desenlace de la tercera parte: Leal (Alliegant). ¿Entonces? Simplemente quería contarles algunas impresiones que me produjo en torno a estas consideraciones que solemos hacer aquí sobre la legitimidad, el uso o los límites del poder político, desde una perspectiva liberal.
Como en otra serie famosa, Los juegos del hambre, nos encontramos con poblaciones muy rigurosamente “tabuladas” en grupos sociales, y regidas por unas leyes aparentemente justas, aunque luego son interpretadas despóticamente por los jefes de turno. Será que uno es cada día más susceptible a este tipo de relatos, en los que aparece un conflicto entre el pueblo y sus gobernantes…
Me llama la atención esta insistencia de los norteamericanos en plantear la hipótesis de un mundo que colapsa, en el que hay que reorganizar la vida humana. De entrada, podemos recelar de esa tentación de la ingeniería social: unos y otros nos proponen nuevas castas, clases sociales o estamentos “hábilmente” diseñados por alguna inteligencia superior. Sabemos que esto es una quimera… pero parece que al público le gustan esas historias. En el caso de Divergente hay cinco facciones en las que se agrupan los supervivientes de la ciudad de Chicago, después de la consabida catástrofe bélica. Con el riguroso y discutible criterio: faction before blood; y con el atractivo aliciente de que haya personas que no encajan en ninguna de ellas (en el fondo, a todos nos gusta ser un poco divergentes, aunque llevemos una vida rutinaria…). Bueno, esto lo he expresado mal: en realidad, los que no encajan en ninguna facción se convierten en una especie de parias sin hogar: los verdaderos divergentes serían los que participan de las habilidades/cualidades de más de una facción.
Otro aspecto que suele gustarnos es la persecución del divergente: parece claro que los jefes de la manada no van a tolerar individuos que decidan por su cuenta; esto resulta de una enorme cercanía y actualidad. Pensaba en la Escuela Austríaca de Economía: salvando las distancias (y sin que se enfade el profesor Huerta de Soto), ¿podemos decir que todas las personas que ponemos en duda la validez de los supuestos de la teoría neoclásica somos un poco divergentes…? Y por lo tanto, peligrosos.
La descripción de los “déspotas ilustrados” también resulta bastante conocida: son gente que decide que ellos tienen la verdad y la razón (incluso por encima de las leyes), y que deben imponerla al pueblo ignorante. En este caso, los ciudadanos sometidos tienen perfiles diferentes entre ellos: pero tanto los abnegados (Abnegation) como los cordiales (Amity) parecen incapaces de plantear cualquier postura de oposición. De manera que algunos divergentes pasan a ser insurgentes; sobre todo, para la jefa de los eruditos: ella ha decidido que hay que cambiar las reglas, y para eso no le importa llevarse por delante un montón de vidas humanas, ayudada por la energética facción de los osados (Dauntless): algunos por su voluntad y otros muchos manipulados.
Verdaderamente, en todas las épocas de la Historia nos encontramos con gobernantes de este tipo; y con sociedades incapaces de reaccionar con criterio propio. No puedo resistirme a mencionar las recientes elecciones andaluzas y esa incomprensible ratificación popular de unos políticos corruptos… ¿El pueblo no se equivoca? Esto que suele decirse después de un proceso electoral me parece una soberana tontería.
Volviendo a la cultura norteamericana, que genera ese tipo de guiones cinematográficos, la comparaba estos días con un estreno hispano-argentino: “Sexo fácil, películas tristes”. Verán que aquí seguimos con las mismas obsesiones del tardo franquismo… Por supuesto que en los States también producen un montón de bodrios infumables; pero algo de su inquietud fundacional por la libertad se mantiene en el espíritu de aquella nación. Justo releía hace poco la Declaración de Derechos de Virginia, suscrita por los “representantes del buen pueblo” en junio de 1776, donde se proclama que “todos los hombres son por naturaleza igualmente libres e independientes”; o que “todo poder reside en el pueblo y, en consecuencia… los magistrados son sus administradores y sirvientes, en todo momento responsables”.
También se declara que no pueden ser privados del derecho a la vida, junto a los medios de adquirir y poseer propiedades. Con ese añadido muy de la época sobre la “búsqueda de la felicidad”, que Bentham había expresado como “el mayor bienestar para el mayor número de personas”. Claro, sobre este asunto podemos añadir que Francisco Suárez ya escribió ciento cincuenta años antes que “omnis potestas a Deo per populum libere consentientem”. Tal vez no expresó con la claridad de Rousseau la división de poderes que recoge esta Declaración de Virginia (“los poderes legislativo y ejecutivo del Estado deben estar separados y distintos del judicial”); pero sí había precisado que las leyes no emanan de los gobernantes, como creía la líder de Erudition, sino del pueblo.
Recordemos, por cierto, que para aquellos representantes de Virginia la potestad ejecutiva y legislativa debería ser limitada en el tiempo, de forma que esas personas tendrían que volver siempre “a un estado civil” para “hacerles sentir las cargas del pueblo y hacerles participar en ellas, evitando el ejercicio de la opresión”…
¡Vaya!; igualito que la legión de aforados que campan por España.
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