No interesa. No es que lo nieguen, como intentaron al principio, achacándolo a la propaganda capitalista. Ni que traten de excusarlo, como hicieron después, basándose en las exigencias de la lucha de clases. Es que, simple y llanamente, la esclavitud planificada en masa perpetrada durante tres cuartos de siglo en el Paraíso del Proletariado no interesa.
Justo después de la Revolución de Octubre, Lenin ya abrió los primeros campos del GULAG, Glavnoe upravlenie lagerei, la Dirección General de Campos. En 1950 el sistema de campos ya contaba con dos millones y medio de reclusos. Con Gorbachov, en los ochenta, algunos campos seguían a pleno rendimiento. Pero a nadie le ha parecido que semejante hito de vejaciones masivas merezca una Lista de Schindler, una Gran evasión o un La vida es bella. En 2001, se abrió en Moscú una muestra sobre el GULAG, el primer día no recibieron ni una sola visita. Obviamente, en otras muchas capitales mundiales jamás se ha abierto una exposición sobre tal asunto.
Por descontado, tampoco ha tenido unos juicios de Nuremberg. Ni una campaña como las de Pinochet o Milosevich para que se lleve a Tribunal Penal Internacional alguno.
Varias causas convergen para explicar este desinterés.
A diferencia de Hitler, Stalin no sólo no fue derrotado en la Segunda Guerra Mundial, sino que salió de ella fortalecido y arropado por los acuerdos con los dirigentes occidentales. ¿Quién iba a criticar a un aliado? ¡Al bueno del Tío Joe, como le llamaron algunos! Si el buenazo de Roosevelt y el intransigente de Churchill podían fotografiarse sonrientes con él, no podía ser tan malo.
Otra diferencia capital radica en el apoyo descarado que la intelectualidad occidental, de forma casi unánime, dio a la ideología marxista durante (¡y después de!) la era del terror estalinista. Es más, cuando en la propia URSS postestalinista empezaron un timidísimo proceso de autocrítica y regeneración, las élites intelectuales de Occidente lo acogieron con una frialdad poco menos que siberiana. Los pocos activistas que se atrevían a recopilar y divulgar información mediante las Samizdat, tuvieron pocos apoyos a este lado del Telón de Acero.
Esta falta de aliento liberal es la que volvió a ponerse de manifiesto hace quince años cuando el espejismo socialista soviético se desvaneció. Los esfuerzos occidentales por animar a Rusia hacia las libertades civiles y económicas se limitaron al lamentable Consenso de Washington, que, según el opositor bielorruso Jaroslav Romanchuk, «ha creado Estados oligarquías, proteccionismo y pobreza. En Rusia o Bielorrusia casi el 40% de la población vive en la pobreza. ¿Ello es así por el capitalismo o porque se ha pretendido aprovechar el Estado para redistribuir la riqueza desde la población a la Nomenclatura? Obviamente se trata de ésta última posibilidad; nosotros no hemos tenido una revolución capitalista. Cuando Corea del Sur, Japón, Hong Kong o Singapur iniciaron sus reformas capitalistas, el gasto público en estos países estaba por debajo del 15%. ¡15%! Ahora en Europa del Este estamos por encima del 50%. Por tanto, es imposible que se produzcan resultados sociales positivos, por no hablar de los resultados económicos.»
Comprensiblemente, el interés de la Nomenclatura por recordar los campos de concentración comunistas ha sido todavía menor, si cabe, que el que mostraron las cabezas bienpensantes en Occidente.
La Transición rusa ha dejado tanto que desear que los rusos tienen hoy, o eso parecen creer, problemas más acuciantes que el incómodo recuerdo de ese terror.
Pero hay un detalle, especialmente macabro, que tal vez aclare mejor que todos los demás esta insensibilidad. Acaso la vida en la URSS era tan miserable que las condiciones de los campos de trabajo forzado no llamaban especialmente la atención. En palabras de veterana de los Samizdat, Liudmilla Alekseeva, «si la mayoría de tus amigos se marchan de vacaciones a Paris, no es tan sorprendente que te marches de vacaciones a Paris. Si la mayoría de tus amigos está en la cárcel, no es tan sorprendente que acabes en la cárcel.»
Si bien Lenin inauguró el GULAG para aislar y deshumanizar a los contrarrevolucionarios, Stalin lo «perfeccionó» para contribuir a sus ambiciosos planes quinquenales. Así, el sistema de campos de concentración conocido como GULAG fue una gigantesca red de centros de producción con mano de obra esclava. Prácticamente todas las ciudades importantes tenían uno, o varios, de estos centros. Allí se producía de todo: electricidad, armas, incluso juguetes.
Según la máxima marxista, se les exigía según sus posibilidades, o sea, trabajaban hasta morir, casi siempre en el sentido literal. Según la misma máxima, se les recompensaba según sus necesidades, o sea, unas raciones de alimento del todo insuficientes. Es más, gran parte de los que han sobrevivido a día de hoy no pueden regresar a sus casas porque no pueden costearse el viaje.
Pero a The New York Times no le extraña que nadie en Occidente lo recuerde, «al fin y al cabo, la matanza fue muy, muy aburrida y ostensiblemente carente de dramatismo».
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