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Grecia sí es sistémica para el euro

Publicado en Voz Pópuli

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El sistema bancario europeo está hoy plenamente inmunizado frente a un posible impago de la deuda pública griega: desde 2010, los bancos europeos han ido liquidando con pérdidas parte de sus tenencias de deuda pública a largo plazo, los vencimientos de su deuda pública a corto plazo han sido amortizados por la refinanciación que le proporcionaron a Grecia el FMI y los gobiernos europeos y, por último, en 2012 Grecia declaró un default del 75% sobre su deuda en manos inversores privados, lo que terminó de laminar casi por entero su cartera de bonos griegos. Actualmente, menos del 15% de la deuda pública helena se halla en manos del sistema financiero extranjero.

No existe, por tanto, ningún riesgo sistémico por una eventual bancarrota griega. Quienes más sufrirían la quita serían, de hecho, los gobiernos europeos por sus préstamos directos otorgados bajo el paraguas del primer plan de rescate y por su exposición al protagonista del segundo rescate: el Fondo Europeo de Estabilidad Financiera (EFSF).

Ahora bien, lo anterior no significa que no existan otros y más graves riesgos sistémicos derivados de una posible quiebra unilateral de Grecia. A la postre, si Syriza repudiara la deuda griega sin un acuerdo con sus acreedores, su sistema bancario rápidamente perdería cualquier acceso a la financiación del Eurosistema, por lo que también se vería abocado a la suspensión de pagos. En medio de ese corralito generalizado, el escenario más probable es que Syriza optara por salir del euro regresando a la dracma. Y salir del euro sí tendría consecuencias sistemáticas sobre la Eurozona.

La moneda fiat es una moneda política

Todo papel moneda inconvertible es una moneda política: la moneda fiat es el pasivo de un Estado y como tal es evaluado por el mercado. El dólar es la divisa del entramado estatal estadounidense, la libra es la divisa del entramado estatal británico y el yen es la divisa del entramado estatal japonés. Todos los gobiernos de estos países son propietarios de sus bancos centrales y reconocen la moneda que éstos imprimen como un ticket eficaz para saldar las deudas tributarias que esos gobiernos les imponen a sus ciudadanos. No se produce ninguna inquietud, por tanto, acerca de la desintegración del dólar, de la libra o del yen: en ausencia de un repudio deliberado de la moneda por parte de sus gobiernos, el dólar, la libra o el yen sólo desaparecerán si caen los respectivos Estados que los emiten y reconocen como propios.

El caso de la Eurozona, sin embargo, es distinto a los anteriores: ni existe un entramado estatal de la Eurozona —si bien, por desgracia, se halla “en fase de construcción”— ni el Banco Central Europeo es propiedad de un inexistente gobierno de la Eurozona: el euro es más bien la divisa de una cooperativa de entramados estatales variopintos. Y tratándose de una cooperativa dedicada a emitir pasivos monetarios que cualquier gobierno miembro de la Eurozona reconoce como propios (son aceptados para saldar las obligaciones tributarias), devendrá necesario coordinar las condiciones de emisión de ese pasivo para que ningún gobierno nacional se financie emitiendo moneda a costa de los demás (incluyendo la emisión indirecta: es decir, presionando a los bancos privados de su país a que compren deuda pública y utilizando esta como vía de financiación bancaria ante el BCE). De ahí, por ejemplo, las relativamente estrictas restricciones contra la monetización de deuda pública por parte del BCE y de ahí, sobre todo, el Pacto de Estabilidad y Crecimiento que limita el riesgo moral de cada gobierno a la hora de sobreendeudarse ante la expectativa de que sus pares lo rescatarán monetizando su deuda en el banco central.

Pero precisamente por la necesidad de coordinar la creación de una moneda política entre cooperativistas politizados con intereses divergentes, el euro  puede desaparecer si las cautelas anteriores son desdeñadas por algún Ejecutivo díscolo. Es decir, un país puede abandonar la cooperativa política de la Eurozona si desea recuperar la “soberanía monetaria” (a saber, la capacidad para crear papel moneda inconvertible como herramienta de financiación del Estado). Ese es el brete en el que se encuentra ahora mismo Grecia: el resto de sus socios comunitarios —con razón— no quieren prestarle más sin condiciones y la hiperendeudada Grecia aspira a que se le preste, bien directamente (préstamos intergubernamentales) o indirectamente (monetización de deuda pública griega en el BCE). Y si la hiperendeudada Grecia no consigue que se le preste —ya sea porque ella cede a las condiciones de sus acreedores o porque éstos ceden a sus peticiones—, Grecia podría salir del euro.

El euro es irreversible

Como decíamos, nadie se preocupa de que el dólar o el yen desaparezcan: o al menos nadie se preocupa más de ello de lo que se preocupa por que desaparezca el Estado estadounidense o japonés. No así con el euro: un Estado miembro de la Eurozona sí puede abandonar el euro en caso de que el resto no quieran proporcionarle toda la financiación que él exige para mantenerse dentro.

Hasta la actual crisis no había temores fundados de que se pudiera llegar a esa situación extrema: el crédito barato de la banca privada llegaba fácilmente a cualquier lugar de la Eurozona ante la nula perspectiva de pérdidas futuras. Con la actual crisis, sin embargo, el escenario mutó: conforme las deudas privadas y públicas fueron impagándose, la norma dejó de ser la concesión imprudente y alocada de crédito y pasó a serlo su restricción. No todos los gobiernos, por tanto, podían obtener toda la financiación deseada, por lo que se abría la posibilidad de que alguno abandonara la Eurozona. Los inversores lo sabían y en consecuencia actuaron: hasta 2012, sacaron sus ahorros de aquellos países con mayores probabilidades de abandonar el euro debido a su débil posición financiera y a sus fuertes necesidades de financiación, lo que contribuía a estrangularles todavía más.

Fue entonces cuando Mario Draghi salió a la palestra para templar los ánimos de los inversores y evitar la destrucción endógena de la Eurozona: “haré todo lo necesario para salvar al euro”, dijo; léase, “proporcionaré la financiación que necesitan todos los gobiernos nacionales para evitar que salgan del euro”. La idea que pretendió —y consiguió— transmitir Draghi con tal declaración de intenciones es que el euro era irreversible a cualquier coste: despejados los temores de fragmentación monetaria, los flujos de capital volvieron a esparcirse por toda la Eurozona rebajando los costes de financiación en aquellas zonas que los habían visto incrementar por la fuga de capitales.

El euro no es irreversible

En este contexto, la salida del euro de Grecia tendría un efecto sistémico en tanto en cuanto quebraría el consenso post-draghiniano de que el euro es irreversible. Pondría de manifiesto que el presidente del BCE había ido en gran medida de farol y que, en determinados contextos, no estaba dispuesto a hacer todo lo necesario para salvar el euro. Y, a partir de ahí, la pregunta obvia pasaría a ser: si Grecia ha terminado saliendo del euro, ¿qué otros miembros de la Eurozona podrían terminar abandonándola? Por ejemplo: si Podemos ganara las elecciones en España y siguiera una política análoga a la de Syriza, ¿acaso no podría ser España la siguiente?

Mas si la victoria de una de las principales fuerzas políticas en algunos países de la Eurozona implica la ruptura de la moneda única europea, es obvio que sus expectativas de supervivencia caerán por los suelos. En estas condiciones, difícilmente un ahorrador alemán u holandés se planteará invertir a largo plazo en una economía periférica susceptible de abandonar el euro por motivos tan triviales como la victoria electoral del principal partido de la oposición. La magia de la irreversibilidad monetaria se esfumará para siempre, cargando los sobrecostes de semejante ruptura sobre los eslabones más débiles y menos creíbles de la Eurozona.

La quiebra de Grecia y su consiguiente salida del euro sí es, pues, un riego sistémico: el sistema de moneda fiat en la Eurozona, tal como lo conocemos, se vendría abajo, restableciéndose muchas de las tendencias de fragmentación de financiera que se produjeron dentro de la misma hasta que Draghi pronunció sus mágicas palabras a mediados de 2012.

Conclusión

El euro, como toda moneda fiat, es una moneda política. Pero, a diferencia de otras monedas fiat, no es la moneda de un único Estado soberano, sino de una cooperativa de ellos. Es esta circunstancia la que convierte al euro en un marco monetario potencialmente inestable: algunos Estados miembros tendrán la tentación de parasitar a sus socios monetarios y éstos tratarán legítimamente de evitarlo. Mas, claro está, el último recurso para evitar el parasitismo es la ruptura del euro.

Acaso por ello, por las enormes repercusiones negativas a medio plazo sobre los distintos socios de la unidad monetaria, la sangre no termine llegando al río griego. Sin embargo, y más allá de cómo se resuelva la controversia particular planteada por Syriza, lo cierto es que a largo plazo la moneda única sólo podrá sobrevivir sin un Estado europeo único si todos los miembros de la Eurozona se comportan con la suficiente responsabilidad y lealtad fiscal como para no requerir de transferencias de renta permanentes del resto de sus socios: es decir, el euro sólo sobrevivirá si sus miembros renuncian a usar la política monetaria como subrogado de la política fiscal y si, por tanto, avanzamos hacia un escenario de endeudamiento público moderado y de déficits públicos equilibrados.

En ausencia de tales condiciones, las alternativas a la descomposición del euro serán justo las que hemos experimentado hasta la fecha: o parasitismo o servidumbre. O transferencia de rentas permanentes del Norte al Sur o centralización política creciente que someta al Sur ante el Norte. Tal vez sea hora de darnos cuenta de que la unidad monetaria es maravillosa, pero que una unidad estable no puede construirse sobre una moneda politizada y que, en consecuencia, necesitamos regresar a un dinero neutral, imparcial y apolítico como el oro.

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