Hace casi quince años la dirección de la Inteligencia Central de Estados Unidos, dependiente de la Casa Blanca, publicó un informe sobre tendencias globales para el entonces lejano año 2015 (el informe puede leerse aquí). Los expertos estuvieron muy acertados en las predicciones. Preveían, por ejemplo, tensiones migratorias crecientes en la frontera con México, problemas demográficos en Oriente Medio que devendrían en descontento social y extremismo religioso, el surgimiento de China como gigante económico o continuos ciberataques que podrían al mundo entero en jaque. Para otras cosas no atinaron, pero, claro, ¿quién iba a imaginar algo tan inimaginable como el 11-S tan solo un día antes?
Quince años no es demasiado tiempo. Con buena información, sentido común y conocimientos de historia pueden hacerse pronósticos bastante fiables para 2030 e incluso para 2050. Muchos de los eventos actuales no son más que parte de tendencias globales que se desarrollan durante años. Simplemente hay que detectarlas y a partir de ahí seguirles el curso. Hay, de hecho, gente que se dedica a eso y cobra por ello. Bastante bien, por cierto.
Llegados a este punto cabría preguntarse lo siguiente: ¿hace tres lustros hubiésemos visto con claridad la España actual, que, aunque comenzó el siglo con una euforia desmedida, ahora se encuentra presa de la frustración y el desánimo?Probablemente no… o quizá sí, pero sólo si el augur se hubiese preocupado de mirar por debajo de la siempre finísima epidermis de las vacas gordas.
Ninguno de los males que afligen a la patria es nuevo. Ninguno. La crisis económica, sin irnos muy lejos, se larvó precisamente durante esos años de lujo y fantasía en los que el crédito fácil y las recaudaciones fiscales extraordinarias inflaron varias burbujas que son en primera y última instancia las causantes de nuestras calamidades de hoy. Fue en el año 2001 cuando al gobernador del BCE le dio por bajar los tipos de interés hasta niveles ridículamente bajos. De aquellos polvos, esas promociones en la costa y aquellas urbanizaciones en el extrarradio, esos créditos consumo sin garantías y aquellos préstamos ruinosos a empresas con ideas todavía más ruinosas.
El crecimiento desmesurado del Leviatán estatal en sus distintos escalones administrativos también procede de la misma época. El Gobierno central, los autonómicos y las corporaciones locales dispararon el gasto al calorcito de la expansión crediticia y la sensación de sempiterna bonanza. No nos engañemos, la España de aquel entonces era lo más parecido al país de nunca jamás, tal vez por eso la guerra de Irak o el calentamiento global dieron tanto que hablar. En estos momentos con la que está cayendo asuntillos tan banales seguramente los hubiésemos ignorado.
Los excesos crediticios e inmobiliarios se han ido digiriendo mediante un ajuste de caballo que ha puesto a seis millones de personas en la calle, al tiempo que ha consumido la carrera profesional de una generación de españoles y las esperanzas de encontrar un empleo de otra. En cambio, los excesos en los que hocicaba –y sigue hocicando– el politiquerío y su recrecida cohorte funcionarial se han dado por buenos e inevitables. El futuro era este, convendría un fino observador desde el pasado. El futuro era que una menguante minoría pagase los impuestos de Alemania del este para mantener a una mayoría que no hace sino acrecentarse. Desconozco hasta donde aguantará la cuerda sin romperse. Lo que sí sé es que todo apunta a que lo que tenemos nos parece poco. Queremos más, más políticos, más funcionarios, más Gobierno, más Estado, más miseria, más atraso. Que no se diga en 2030 que no lo hemos visto venir.