Dos ministros en dos meses, la crisis del ébola, la de Monago, la de la banda de Granados, la de Cataluña, el desempleo que no cesa, el déficit desbocado, la deuda en máximos históricos… y Rajoy tan fresco. Por lo que se ve, ser presidente de Gobierno no era algo tan difícil. Tras tres años de despropósito continuado, de sorayaje irrestricto, de saqueo fiscal y desvergüenza, el Gobierno sigue como el primer día, aquel viernes de diciembre de 2011 cuando el infame Montoro nos sacudió el mayor rejonazo impositivo de la historia; y no de la democracia como dicen los cursis, sino de la propia España.
Ni el Conde-Duque de Olivares en plena guerra de los Treinta Años se había atrevido a tanto. Y eso que el Conde-Duque disponía de poder absoluto y nunca prometió bajar los impuestos, cosa que Rajoy sí que hizo en repetidas ocasiones. A causa de su voracidad fiscal, el Conde-Duque tuvo que enfrentar una rebelión en Cataluña, otra en Portugal y otra más, de propina, en Andalucía. Ahora, en cambio, el aborregamiento es general. Ni un gemido. Pagamos y a otra cosa. Hasta los hubo que justificaron al ladrón alegando que el de antes había dejado tiesas las cuentas.
En todo este tiempo de penumbras lo único que ha preocupado de verdad a Rajoy es la prima de riesgo, esa medida indirecta del coste en el que el Estado incurre para endeudarse, perdón, para endeudarnos, porque el Estado, ese ente abstracto y perverso por naturaleza, tira siempre con el dinero que nosotros –a la fuerza– le entregamos. La política económica de Rajoy podría resumirse en una sola línea: mantenernos nosotros, los funcionarios y su armatoste estatal, a cualquier coste. Doy fe que lo ha conseguido. Hoy el Estado es mayor que en 2007, gasta más y ha entrado en una nueva fase hiperreguladora fruto de la incontenible verborrea sorayesca. La consecuencia más visible es que todos los demás, todos los que no somos Estado, gastamos menos o directamente no gastamos nada. Resumiendo, lo nuestro es suyo.
Con la recaudación gripada, el sacrosanto objetivo de mantener a la casta burocrática al margen de la crisis sólo podía conseguirse mediante una compulsiva emisión de deuda. Miles de millones de euros mensuales, semana tras semana, para dar de comer al monstruito. De ahí las preocupaciones en agosto de 2012, cuando el tipo de los bonos se fue al 6%. De haberse mantenido nos hubiésemos librado de esta pesadilla mucho antes. El barbas, un ser emocionalmente disminuido, un burócrata de cuna pasado por el politiqueo y el navajazo, incapaz de todo empeño menos el de librar venganzas personales, no hubiera podido continuar en la Moncloa. Una bendición. Al Estado no le hubiera quedado otra que reducir el gasto, situarlo a la par de los ingresos ordinarios de la Hacienda, que de eso y no otra cosa iba el control del déficit que le pedían desde Bruselas.
Pero, ¡ay! el mercado de deuda es demasiada tentación para un inútil que, además de venir con el equipaje de ideas equivocado, se cree un genio. España podría haber resistido, pongamos, a un bobo de remate como Floriano, o incluso a un golfante del subgénero pragmático tipo Felipe González. Con mejor o peor humor se habrían avenido a razones. Pero nos ha tocado la china. Así que mientras la prima aguante aguantará el patán.