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Por qué se equivoca el Papa

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La semana pasada, los suizos dieron un contundente portazo a la propuesta legislativa 1:12, a saber, limitar los salarios máximos de los directivos a 12 veces el menor de los salarios de sus empleados (de manera que ningún directivo gane en un mes más de lo que gana el peor remunerado de sus trabajadores gana en un año). Todos los cantones, incluidos aquellos más escorados a la izquierda, rechazaron la ocurrencia, mostrando de nuevo que en muchos asuntos el pueblo suizo todavía no ha degenerado por la senda del votante irracional.

Ciertamente, los habrá que, en lugar de alegrarse por el resultado, se limitarán a envidiar que el pueblo suizo pueda poder someter a votación este tipo de cuestiones, aunque sea para luego rehusarlas. Por mi parte desprendo el menor de los entusiasmos por subordinar a la deliberación popular la libertad de los ciudadanos, aunque sean una envidiable minoría (los directivos bien pagados). Imagino que algunos, en cambio, sí considerarían excesivo que el pueblo suizo pudiera someter a votación el desorejar a los consejeros delegados o el prohibir la asociación sindical: en cuyo caso, idéntica reacción deberíamos sentir con respecto a la limitación de la libre negociación de un contrato que sólo incumbe a las partes contratantes; el hecho de que no vaya a ser nuestra libertad la restringida no debería darnos carta blanca para aplaudir este tipo de coacciones. Máxime cuando la idea del salario máximo no sólo es rechazable por motivos éticos, sino también porque es un despropósito económico que tiende a empobrecer al conjunto de una sociedad.

¿Por qué existe desigualdad salarial?

En su no demasiado brillante libro La Economía del Bien Común, el economista Christian Felber se escandaliza de que un alto directivo pueda cobrar muchísimo más que su jardinero. ¿Acaso es más útil socialmente el trabajo que realiza el primero que el del segundo? Desde luego: la capacidad de generación de riqueza –y de destrucción de riqueza– de un alto directivo es infinitamente superior a la de un jardinero. Básicamente porque el alto directivo es el encargado de determinar a qué deben dedicar su tiempo cientos, miles o cientos de miles de trabajadores: si el directivo la pifia, el despilfarro de recursos que implica que cientos de miles de personas estén produciendo bienes que no deberían ser producidos es infinitamente superior al despilfarro derivado de que un jardinero la pifie; e inversamente, si el directivo acierta, la generación de riqueza obtenida de que centenares de miles de personas produzcan bienes valiosos para los consumidores es muy superior a la derivada de que un jardinero acierte.

Muchos argumentan, de hecho, que la última crisis económica ha sido originada por las decisiones erróneas e imprudentes de una camarilla de altos directivos. Aunque la responsabilidad última sea de los bancos centrales, compremos a efectos dialécticos la tesis: ¿acaso el poder coordinador (y, por tanto, el poder descoordinador) de estas personas no es infinitamente superior al de un jardinero? ¿No tiene sentido, entonces, que cobren muchisímo más por hacer las cosas bien (y que lo pierdan casi todo por hacer las cosas mal, por ejemplo, cuando su salario lo perciben en forma de acciones de la empresa)?

Claro que lo tiene, especialmente porque los directivos de una empresa son trabajadores a sueldo de los propietarios (accionistas) de la empresa. ¿Por qué motivo pensamos que los accionistas están dispuestos a pagarles sobresueldos presuntamente innecesarios a los directivos? ¿Por pura filantropía? No, si los abonan es porque los accionistas no han sido capaces de encontrar otros empleados de igual cualificación para desempeñar el puesto de directivo y que estén dispuestos a trabajar por un menor sueldo. Si los hubiera, a buen seguro intentarían pagarles a los directivos el salario más bajo posible: pero no los hallan y prefieren asumir un sobrecoste de ese calibre antes que colocar al frente de su empresa a un señor que a su juicio no está suficientemente cualificado y puede pergeñar gigantescos destrozos.

Y éste es el problema de fondo de los salarios máximos: se elimina el mercado de trabajadores altamente cualificados. Los accionistas ya no pueden competir por los mejores directivos ofreciéndoles salarios más elevados de los que les ofrece el resto de compañías. De ahí que los mejores directivos no terminen estando al frente de aquellas compañías donde más riqueza pueden generar (o mayor destrucción de riqueza pueden evitar) sino al frente de aquellas otras donde se sientan más a gusto.

Imaginemos dos tipos de empresas: la empresa A es una multinacional con inversiones arriesgadas en medio mundo y donde el puesto de consejero delegado es altamente estresante; la empresa B es una empresa nacional grande con inversiones conservadoras y donde el consejero delegado realiza tareas meramente de representación institucional. A y B no pueden pagar a su consejero delegado más de 12.000 euros mensuales. ¿Dónde creen que escogerían ir los directivos más brillantes? Pues, en general, a la empresa B. La compañía A se vería incapacitada para contratar a los mejores directivos del planeta (pues no podría sobrepujar a la empresa B) y tendría que contentarse con otros con un perfil más mediocre, cuando lo socialmente razonable es que los brillantes se dirigieran a A (donde su responsabilidad es mucho mayor) y los mediocres se quedaran en B (donde apenas tienen que sonreír).

Dicho de otro modo, a menos que las compañías puedan ofrecer incentivos no monetarios (stock options o pago de vivienda, de coche, de vacaciones, de comida o de vestimenta), el mercado de trabajadores cualificados arrojará una asignación subóptima de este factor productivo, y una asignación subóptima de directivos implica una asignación subóptima y empobrecedora de la inmensa mayoría de recursos de la economía cuya orientación los directivos escogen. Pero si las compañías pudieran ofrecer incentivos no monetarios a sus directivos, los salarios máximos no pasarían de ser una absurda regulación sobre el modo en que los directivos pueden cobrar sus exorbitantes remuneraciones y no una limitación efectiva a esas exorbitantes remuneraciones.

¿Y por qué no subir los salarios más bajos?

Claro que el objetivo de los salarios máximos no tiene por qué ser el de rebajar los salarios de los directivos cuanto aumentar el salario mínimo del personal raso. Si una empresa quiere competir por fichar a un excelente directivo, puede seguir ofreciéndole un sueldo mayor que la competencia siempre y cuando eleve el salario del resto de su plantilla. Y aquí nos topamos con la otra falacia de esta propuesta liberticida: asumir implícitamente que si las masas de empleados cobran poco es porque unos pocos directivos se lo llevan crudo. No, ni mucho menos.

Supongamos que en una empresa hay diez directivos que cobran 12 millones de euros y que luego tenemos a 100.000 trabajadores que perciben un salario de 10.000 euros: el salario más alto es 1.200 veces mayor que el más bajo. En tal caso, habría dos posibilidades extremas de cumplir con la limitación 1:12. Una, rebajar el salario los directivos a 120.000 euros; otra, elevar el salario del personal raso hasta el millón de euros. En el primer caso, la compañía se ahorraría 118,8 millones de euros que apenas darían para aumentar el salario del personal raso desde 10.000 a 11.880 euros. El segundo caso implicaría unos sobrecostes de… 99.000 millones de euros; un completo disparate que la conduciría a una quiebra segura.

En suma, el coste de ambas alternativas no es simétrico, de manera que las posibilidades efectivas de la empresa se limitarán esencialmente a reducir sus salarios más altos, no a elevar de los más bajos. ¿Saldo final? A cambio de un minúsculo aumento de los salarios más bajos dentro de la empresa, ésta no podrá contratar a los directivos más capacitados que realmente necesita. Una carrera hacia lo más hondo: cuanto más erosione la nueva mala dirección empresarial la posición competitiva de la compañía, menores serán sus ingresos y, por tanto, menores serán los salarios que podrá permitirse abonar, lo que a su vez la forzará de nuevo a bajar los salarios de la alta dirección, lo que hará que los directivos mediocres se marchen y sólo puedan contratar a directivos rematadamente malos (que desplomarían aún más sus ingresos). Un círculo vicioso que terminaría hundiendo la empresa y perjudicando especialmente a sus trabajadores menos cualificados, vía desempleo y salarios mermantes.

Lo preocupante de toda esta locura pauperizadora dirigida a hacer estallar la división y especialización internacional del trabajo es que en nuestro país el PSOE rápidamente se ha sumado a apoyarla. No digamos ya IU. Ahora sólo falta a que Rajoy, Montoro y Báñez la abracen entusiastas y así terminaremos de completar nuestro doméstico aquelarre liberticida. Desde luego, eso es algo que necesitamos con urgencia.

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