Skip to content

¿Y si Gibraltar no fuese un “paraíso fiscal”?

Publicado en Libertad Digital

Compartir

Compartir en facebook
Compartir en linkedin
Compartir en twitter
Compartir en pinterest
Compartir en email

De un tiempo a esta parte, y gracias a los buenos oficios y la pesadez de socialistas de izquierda y derecha, la definición de paraíso fiscal es simple: todo aquel lugar que tenga un IVA inferior al 21%, un marginal del IRPF por debajo del 56% y un impuesto de Sociedades que no llegue al 30% sobre los beneficios. La única fiscalidad posible es la que padecemos en España, todo lo demás es pirateo, aprovechamiento y delitos contra la Hacienda Pública. Con un baremo tan estricto es normal que el mundo esté lleno de paraísos fiscales. Hace unos meses, cuando estalló lo de Chipre, la principal –por no decir única– acusación que los pirracas habituales le hacían es que era un “paraíso fiscal”. Evidentemente Chipre no es un paraíso fiscal. Existe el impuesto sobre la renta, el de sociedades, el IVA y un ramillete interminable de tasas. Pero, ay, el IVA en la isla es del 15%, y eso sí que no, hasta ahí podríamos llegar. O nos roban a todos por igual o se rompe la baraja.

Aunque parezca mentira, los países de la Unión Europea no pueden fijar el IVA que les venga en gana. La unión fija un mínimo que, adivine cuál es… bingo, del 15%. A partir de ahí cada Gobierno puede ponerlo donde le venga en gana. Los que han decidido dejarlo en el mínimo deberían ser motivo de admiración, no de reproche. Pero la estatalización de las mentes ha llegado ya a tal extremo que buena parte de la población aplaude con las orejas cuando el Gobierno sube los impuestos. Creen, o quieren creer, que el dinero recaudado se va a ir en “servicios sociales”, mejores carreteras o calles más limpias y seguras. Nada de eso. Luxemburgo, el país de la UE con los impuestos más bajos, tiene los mejores “servicios sociales”, las carreteras más cuidadas y las calles más pulcras. En España, en cambio, pagamos el 21%, seis puntos más, y soportamos “servicios sociales” abarrotados e ineficientes, carreteras llenas de baches y calles sucias e inseguras. Podríamos hacer el mismo ejemplo con Holanda, y hasta con la mitificada Suecia que, a pesar de lo que se cree, tiene una presión fiscal inferior a la nuestra. ¿Ve como no hay una relación directa entre impuestos altos y bienestar?

Si los incrementos fiscales no repercuten necesariamente en la mejora de los servicios comunes, ¿en qué se emplea todo ese dinero? Básicamente en política y clientelas, o, mejor dicho, en mantener políticos y en que a las redes clientelares de los mismos no les falte de nada. De ambas cosas vamos sobradísimos en España. Tenemos más políticos por habitante que cualquier otro país europeo y, respecto a las clientelas, las coleccionamos de todos los colores. Las tenemos blancas –de la sanidad estatal–, verdes –de la educación estatal–, negras –de la minería estatal– y así sucesivamente hasta completar un arcoíris de dependientes del maná estatal que nos ha dejado baldados.

Llegados a este punto podríamos concluir sin temor a equivocarnos que los impuestos altos significan atraso económico y, más malestar que bienestar para la gente común. No sería este un descubrimiento especialmente novedoso. Desde los tiempos de la antigua Roma las épocas de crisis y descontento siempre han ido unidas a una fiscalidad dura. En la España medieval, por ejemplo, en aquel puñado de reinos que plantó cara al Islam y lo expulsó de la península se pagaban pocos impuestos y en ocasiones ninguno. Unos siglos más tarde, con el reino en plena decadencia, amenazado por la despoblación, los españoles trabajaban de sol a sol para mantener las ínfulas imperiales de sus gobernantes. Está todavía pendiente un estudio serio sobre el impacto de los impuestos y el despilfarro real en la desintegración del imperio español. No lo harán porque es más fácil echar la culpa a los curas, a los judíos o al sursuncorda. Todo con tal de no tocar al Estado.

En definitiva, lo que la historia nos enseña la mala teoría económica y los periódicos nos lo desenseñan. En lugar de admirar a esos pocos lugares privilegiados en los que han sabido contener al Leviatán les miramos por encima del hombro, les tachamos de piratas y, en algún caso bien conocido por todos, hacemos lo posible por anexionárnoslos para que ellos también padezcan nuestra enfermedad. Hablo, claro, de Gibraltar. Dicen que es un paraíso fiscal, y eso ya es motivo suficiente para condenarles al averno.

Pero antes, digo yo, habría que definir qué es un paraíso fiscal. ¿Es un país en el que los impuestos no existen o uno en el que los impuestos sean bajos o, simplemente, más bajos que en los países vecinos? En el primer caso no hay paraísos fiscales ni los ha habido nunca. En Mónaco, Liechtenstein, las islas Vírgenes, Gibraltar o Singapur hay que pagar impuestos, unos cuantos además. La clave es que no son altos. Monegascos, gibraltareños o singapurenses tienen que retratarse regularmente ante el fisco, lo que no hacen es trabajar para el fisco. ¿Entiende la diferencia? Bien, pues apliquémonosla y dejemos de hacer el primo con el asunto de Gibraltar

Más artículos

Trump 2.0: la incertidumbre contraataca

A Trump lo han encumbrado a la presidencia una colación de intereses contrapuestos que oscilan entre cripto Bros, ultraconservadores, magnates multimillonarios y aislacionistas globales. Pero, este es su juego, es su mundo, él es el protagonista.