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¿Razones para el optimismo?

Publicado en Voz Pópuli

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El pasado lunes, mi amiga y compañera en el Instituto Juan de Mariana, María Blanco, publicó en estas mismas páginas un artículo donde reflexionaba sobre  el futuro económico de nuestro país. Apoyándose en las opiniones de otros amigos, conocidos y buenos economistas como Daniel Lacalle, María planteaba la medianamente razonable hipótesis de que España no sólo estuviera tocando fondo sino de que, subsistiendo numerosísimas incertidumbres todavía, el desenlace final no hubiese de ser trágico por necesidad: “no podemos decir que no nos vamos a recuperar”. Dado que María me incluye en el bando de economistas escépticos con las renovadas esperanzas de recuperación, permítanme clarificar mi postura.

De entrada he de decir que no creo en el determinismo económico, o al menos no en un determinismo que sea cognoscible y desentrañable para ningún analista. Las economías son sistemas lo suficientemente complejos como para que nadie pueda efectuar simplistas predicciones apodícticas. De ahí que cuando el economista afirma que, por ejemplo, “Grecia quebrará si no reduce su gasto público”, no debe entenderse como que la probabilidad de quiebra de Grecia sin reducción del gasto público es del 100%, sino que, en ausencia de otros elementos (el famoso ceteris paribus), Grecia quebrará: o, por expresarlo de otro modo, que sin recortes del gasto, las probabilidades de quiebra de Grecia son altas y crecientes. Por supuesto, al final de la película siempre puede venir Alemania o Draghi al rescate permanente, o el mundo puede comenzar a crecer al 8% y arrastrar a Grecia a la recuperación, o Grecia puede descubrir un gigantesco yacimiento de petróleo en sus costas, evitando así la bancarrota. Pero, en principio, el escenario más factible que deriva de una continua acumulación de déficits –el escenario que deberíamos tener presente en nuestras decisiones diarias– es que, sin cambios en el gasto público, Grecia quebrará.

¿Dónde estamos?

Con las pertinentes diferencias, lo mismo vale para España: nadie ha podido decir nunca que España no se vaya a recuperar. La posibilidad siempre ha estado encima de la mesa: con Zapatero, Rajoy o Cayo Lara. La cuestión no es si estamos necesariamente condenados –nadie lo está– sino si las probabilidades de que nos recuperemos han aumentado de manera determinante. En este sentido, voy a repetir casi punto por punto el análisis que ya efectué a principios de 2013, pues en líneas generales pocas cosas han cambiado desde entonces.

Tras seis años de crisis y de reajuste interno, existen elementos que han experimentado una notable mejora dentro de España: el precio de la vivienda ha caído un 25% desde máximos, familias y empresas se han desapalancado en unos 300.000 millones de euros, los costes laborales se han congelado desde 2010, el sector financiero –sin tener en cuenta los fondos inyectados por el sector público– se ha recapitalizado en unos 120.000 millones desde la quiebra de Lehman Brothers, y sobre todo hemos corregido nuestro fortísimo desequilibrio exterior gracias al marcado aumento de nuestras exportaciones (un 25% desde 2007) hasta el punto de acumular un superávit corriente que ya nos permite comenzar a reducir nuestra deuda exterior. Todos estos elementos no es que sean brotes verdes: es que suponen una saludable corrección de buena parte de los desequilibrios que nos condujeron al desastre de la depresión actual y, por tanto, son precondiciones para salir de ella.

Ahora bien, mientras todos estos elementos se combinan para mejorar progresivamente la situación de nuestra economía, otros se conjugan para mantenerla deprimida. En concreto, no sólo la deuda pública ya ha alcanzado el 90% del PIB, sino que el déficit sigue estancado en torno al 7%. ¿Puede la economía española resistir a medio plazo esta dinámica espiral de creciente endeudamiento e insolvencia pública? A corto plazo es evidente que sí: las compuertas de crédito barato de Draghi están preparadas para frenar cualquier contingencia y las del Banco de Japón ya han inundado todos los mercados mundiales. Pero a medio plazo las espadas siguen en alto: el Gobierno ya ha proclamado a los cuatro vientos que no piensa minorar ni una pizca adicional el gasto público y que toda la circular cuadratura del déficit vendrá por unos mayores ingresos fiscales fruto de una mayor actividad.

Si estuviéramos inmersos en un fortísimo proceso de recuperación y de creación de riqueza, el cálculo presupuestario podría tener sentido, pero pocos –muy pocos– anticipan tal escenario para España en el próximo lustro. No sin razón: para que España no sólo no se estabilice sino que empiece a crecer con fuerza, necesitamos reemplazar buena parte de nuestro tejido productivo y para ello requerimos de cantidades ingentes de nueva inversión. De momento, el volumen de inversión dentro de España se halla en mínimos de la pasada década y, aun siendo cierto que la inversión directa extranjera está comenzando a remontar algo el vuelo, uno no deja de plantearse cómo conseguirá captar nuestro país varios cientos de miles de millones de euros sin resolver previamente una cuestión trascendental –si vamos a seguir o no dentro del euro– que a su vez depende de dos factores poco tranquilizantes: que nuestro volumen de deuda pública no nos lleve al default y que se mantenga una cierta estabilidad política que no opte por una exponencial rapiña generalizada.

Esos dos elementos, que no sólo no están resueltos sino cada vez más enmarañados, son los que me hacen temer que el lento pero sano reajuste que está experimentando el sector privado caiga en saco roto. No porque España esté condenada sin remisión al desastre, sino porque los político que nos gobiernan han convertido el expolio de la escasa riqueza que comenzamos a crear desde el sector privado en la vía para costear su sobredimensionado sector público.

El caso de una empresa llamada España

Acaso se entienda mejor mi argumento con una analogía de esas que tanto desagradan a los keynesianos pero que tan útiles resultan. Supongamos que España es una empresa que entre 2001 y 2007 se hiperapalancó para efectuar ruinosas inversiones inmobiliarias y para disparar el tamaño de su estéril burocracia interna. En 2008, los mercados en los que esperábamos colocar esas megainversiones ladrilleras se nos cierran definitivamente y, lógicamente, entramos en pérdidas. Para sobrevivir, a la compañía no le quedó más remedio que reorganizarse internamente para fabricar nuevos productos que sí tengan mercado, amasar unos ciertos beneficios con su venta y comenzar a amortizar su extraordinaria deuda. Tras mucho sufrimiento, muchas torpes decisiones y mucha ayuda exterior (ajuste monumental de plantilla, contención de salarios, refinanciación excepcionales de sus bancos, etc.), la empresa llamada España llega a 2013 en una situación precaria pero comenzando a presentar unos ínfimos beneficios consolidados de incierta estabilidad. Ahora bien, no sólo esos beneficios son de momento ínfimos para dar credibilidad al repago del enorme monto de deuda, sino que uno de los departamentos dentro de la empresa (el de la inútil burocracia) está fundiéndose la mayor parte de los mismos en costear su funcionamiento. Por si ello fuera poco, a dos años vista se estima que puede haber un cambio en la dirección de la empresa que propugne una rapiña más intensa de los frágiles departamentos productivos para alimentar al ya gigantesco departamento burocrático.

¿Acaso diríamos que esta empresa está salvada? ¿Acaso pensaríamos que los beneficios obtenidos durante un par de trimestres implican que jamás volverá a experimentar pérdidas? ¿Acaso pensaríamos que el repago de su gigantesca deuda está más que asegurado sobre tan endebles bases? Es más: en caso de que la expoliadora dirección anunciara una ampliación de capital, ¿acudiríamos entusiastas a ella pensando que es un completo chollo? Mi hipótesis es que no y por buenas razones. ¿Que la empresa puede terminar levantando cabeza? Sin duda. ¿Que adolece de una fragilidad tan extrema y de una burocracia tan extractiva y reticente a los cambios que la muy verosímil hipótesis de un trágico desenlace sigue plenamente en vigor? Desde luego.

Como ya expuse en mi análisis de la cuestión de hace medio año: “Sin una radical rectificación en esta sede resultará muy complicado que la todavía muy endeudada  y descompuesta España salga adelante. No basta con que haya brotes verdes; lo esencial es que éstos arraiguen y crezcan con fuerza, de ahí que las prisas del sector público por segarlos y devorarlos sean, tanto ayer como hoy, nuestra mayor amenaza”. No sé si ello me coloca en la bancada pesimista o en la optimista: me limito a constatar que seguimos viajando en un barco todavía muy alejado de la costa que se halla repleto de agujeros y cuyo capitán está chiflado. Sí, quizá tras haber tapado unos poquitos agujeros lleguemos a algún puerto y logremos salvarnos; y quizá por ello sea buen momento para recalcarles a los marineros que no todo está perdido y que no hace falta que recurran al suicidio preventivo. Pero tampoco seré yo quien grite ‘Tierra’ y quien exhorte a los tripulantes a que se deshagan de sus botes salvavidas. Y no por celo de prudencia, sino por simple constatación de nuestra triste realidad.

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