Cuando un país se halla al borde de la suspensión de pagos, no tiene más remedio que intentar recuperar su solvencia cuadrando las cuentas, esto es, taponando el déficit público por el que se desangra. Sabido es que para ello existen dos posibilidades: incrementar los ingresos del Estado (a costa de saquear tributariamente más a la economía privada) o recortar el gasto; alternativas que no son ni mucho menos equivalentes.
El socialdemócrata gobierno de Mariano Rajoy optó por la peor de las dos: centrar la mayor parte de sus parcos esfuerzos por minorar el desequilibrio presupuestario en exprimir más a los españoles (es verdad que también redujo algunos gastos en 2012, pero se centró básicamente en la parte más sencillona del asunto: paralizar obra pública), logrando con ello el pírrico resultado de consolidar el déficit en el 7%. Zapatero lo bajó del 11% al 9% y Rajoy del 9% al 7%. Hurra.
En los últimos días se han alzado diversas voces dentro del Partido Popular reclamando una reducción de impuestos que alivie parcialmente la delicada situación de las clases medias y dé un más que necesario impulso a nuestra marchita economía. Sin duda, es de agradecer que desde algún recóndito lugar de nuestra clase política (y con la muy honrosa excepción del P-Lib) se reclame una inmediata reducción de impuestos que aligere mínimamente la onerosa losa fiscal que aflige a los españoles.
Sin embargo, no deberíamos perder de perspectiva que tan urgente como bajar impuestos es acabar con el déficit, a saber, no jugar a timar al ciudadano y al empresariado con alivios fiscales a corto plazo que todos saben insostenibles por cuanto la viabilidad del país a medio plazo sigue sin estar garantizada. Al contrario, lo que necesitamos es que todo el mundo adquiera unas expectativas sólidas de que España constituye un refugio estable, rentable y seguro para sus inversiones. Un paraíso donde generar y multiplicar riqueza sin que políticos, oligopolios, sindicatos, lobistas o cazadores de rentas te la arrebaten.
De ahí que bajar impuestos sea tan necesario como despejar temores de que podamos suspender pagos y salir del euro; porque mientras se contemple como horizonte factible que vayamos a argentinizarnos tras aplicarles un quita del 50% a los inversores foráneos, pocos querrán arriesgarse a inmovilizar su patrimonio en España. Pero, huelga decirlo, si tenemos que bajar impuestos y tenemos que acabar con el déficit, sólo cabe lograr ambos propósitos por la vía de amputar el gasto público. Precisamente, en mi libro, Una alternativa liberal para salir de la crisis, explico con detalle de dónde recortar 135.000 millones de euros en un año para erradicar el déficit público y, al tiempo, ahorrarnos la treintena de subidas de impuestos del PP.
Acaso esa imprescindible coletilla sea la que se eche en falta en el loable discurso de ciertos populares retirados que estos días salen a la palestra para canear a Montoro: que no sólo vendan el dulce y saludable caramelo de las rebajas fiscales, sino la (en apariencia) amarga medicina de los multimilmillonarios tijeretazos del gasto. De ahí que, cuando el ministro de Hacienda les replica que en estos momentos no hay margen para bajar impuestos, puede que esté mintiendo, pero desde luego tiene su punto de razón: todos aquellos correligionarios que las impulsan, ¿están dispuestos a asumir la profunda transformación de nuestro infinanciable Estado niñera-asistencial que ello implicaría?
Montoro, Rajoy y su cuadrilla de socialistas desde luego no: suben impuestos justamente para evitarse desmantelar, tal como deberían, nuestro burbujístico sector público. Pero, ¿cuál es el modelo de Estado de quienes proponen bajar impuestos? Sostener genéricamente que se han de achicar los desembolsos públicos no basta cuando el reto por delante desborda con mucho los parches cosméticos impulsados por el rajoyismo. La muy necesaria alternativa al consenso socialdemócrata que ha arruinado España no puede pasar sólo por prometer que las administraciones públicas recaudarán menos, sino, sobre todo y en primer lugar, por explicar por qué deben gastar mucho menos para que familias y empresas puedan recuperar el protagonismo que jamás debieron perder.
Sí, bajemos ya los impuestos, pero un segundo después de que hayamos suprimido los gastos inútiles (burocracia regulatoria) y privatizado aquellos valiosos que se ha arrogado coactivamente el sector público (Estado de Bienestar). Menos gastos, menos impuestos y menos déficit. Ese es el camino realmente liberal.