Lo ha hecho. Pero el tan esperado fallo tiene implicaciones que no son favorables a las tesis de Obama.
La reforma sanitaria es el gran proyecto demócrata desde el New Deal. Los intentos por socializar la sanidad se venían encontrando con una enconada oposición por parte de los profesionales y de la población en general. Luego esa oposición se fue difuminando, y demócratas y republicanos dieron en favorecer que la mano muerta del Estado gestione la salud de los estadounidenses.
Junto con las pensiones, la sanidad es el ámbito que permite una mayor expansión del Estado, por la carga burocrática que lleva aparejada y porque posibilita la injerencia en áreas muy íntimas de la persona.
Dos son los hitos de la sanidad pública norteamericana previos al Obamacare, ambos debidos a Lyndon Johnson: Medicaid, un programa que provee de servicios sanitarios básicos a las personas pobres –categoría en la que se contaría buena parte de la ciudadanía española (de mileuristas para abajo)–, en torno al 15 por ciento de la población, y Medicare, pensado para los mayores de 65 años, con independencia de su nivel de ingresos. Ahora bien, ambos programas, ampliados por presidentes como Richard Nixon o George W. Bush, dejaban un amplio margen al sector privado.
La reforma de Obama se propone, básicamente, dos objetivos. En primer lugar, cubrir con Medicaid a todos aquellos estadounidenses con un nivel de renta inferior al 138% de la línea de pobreza. Obamacare quería que los estados asumieran tal ampliación, y los amenazaba con retirarles los fondos federales destinados, precisamente, a Medicaid, si se negaban a ello.
El Tribunal Supremo ha declarado este propósito inconstitucional, por lo que tenía de coerción a los estados.
Pero el premio gordo de la reforma era el llamado "mandato individual". Hay una parte de la población norteamericana, en torno al 15%, que no está asegurada. Principalmente, se trata de gente con salarios relativamente bajos que prefiere ahorrarse el coste del seguro y, sobre todo, jóvenes o individuos con buen estado de salud. El mandato individual obliga a los norteamericanos a contratar un seguro médico; si no lo hacen, son sancionados económicamente.
La Administración Obama, con sus legiones de abogados y sus batallones de publicistas, aseguró que la reforma encajaba en la cláusula de comercio interestatal, que deja amplio margen de maniobra al Gobierno federal. Y negó hasta la extenuación que equivaliera a una subida de impuestos.
El mandato individual fue recurrido, y la Corte Suprema acaba de pronunciarse al respecto. Lo ha dado por bueno en una votación ajustadísima: cinco votos a cuatro.
Ha sido una resolución sorprendente, habida cuenta de que el alto tribunal es de mayoría conservadora por primera vez en muchas décadas y de que el voto decisivo ha sido el del presidente del mismo, el liberal-conservador John Roberts.
¿Qué ha pasado?
Es bien sabido que John Roberts admira a otro John que también fue presidente del Supremo: el juez Marshall, que estuvo al frente de la institución de 1801 a 1835. Suya fue la decisión más importante de la historia de la misma: el fallo Marbury vs. Madison.
John Adams, una chocante combinación de probidad moral y ventajismo político, ordenó que se llenara la judicatura de federalistas, partidarios de otorgar un gran poder al Gobierno central, justo antes de que la presidencia de la nación recayera en Thomas Jefferson. John Marshall era federalista. Era, de hecho, archienemigo de Jefferson. Los nombramientos de Adams fueron denunciados por el secretario de Estado, James Madison. Marshall dio la razón a la Administración Jefferson. Pero además tomó una decisión que sería decisiva para la ampliación del poder central: aprovechó las lagunas que deja la Constitución para declarar al propio Tribunal Supremo intérprete de la norma suprema del Estado.
John Roberts habría hecho lo mismo. Ha dado por bueno el mandato individual. Pero no ha validado el argumento jurídico de Obama, que buscaba el amparo del artículo de la Constitución que permite al Gobierno federal entender de los asuntos relacionados con el comercio interestatal. No, ha dicho Roberts. Permitir que el Congreso regulara incluso la inacción de la ciudadanía abriría las puertas al domino ilimitado de los poderes públicos sobre ésta.
El mandato individual, afirma Roberts, es un impuesto. Y como el Gobierno federal tiene amplios poderes para imponer tributos, se trata de una medida que encaja en la Constitución. Con la misma lógica, el Estado podría obligar a cualquier ciudadano a comer brócoli, tan sano, y penalizar a quienes no lo hicieran. Y quien dice el brócoli dice los coches eléctricos, tan ecológicos. Absurdo. Pero constitucional.
Roberts ha brindado, pues, una victoria pírrica a Obama, y puesto freno a la expansión del Estado. Y devuelto la pelota a la cancha político… en pleno año electoral: ahora Obama aparecerá como un gran recaudador de impuestos, por obra y gracia de su reforma sanitaria.
Por último, y como tercer aspecto de esta jugada maestra del juez, John Roberts habría salvado al Supremo de la acusación de actuar de modo partidista. Dado el carácter conservador de la institución, la izquierda estaba acumulando acusaciones contra ella. Pues bien, Roberts habría demostrado que actúa con independencia, y reforzado la independencia del alto tribunal.
Aún no sabemos qué consecuencias tendrá todo esto. La opinión pública cree que el Supremo ha actuado con parcialidad, pero no conservadora sino izquierdista. También los efectos electorales son aún inciertos. Sea como fuere, haber puesto coto al desarrollo de la cláusula del comercio interestatal es importante para la salvaguarda de la libertad de los estadounidenses.