Las personas estamos acostumbradas a razonar en términos de decisiones individuales: si alguien me lanza una piedra, es fácil asumir que quiere hacerme daño. Más complicado es extender ese mismo razonamiento a una escala social: los mercados no toman decisiones como una entidad y por tanto carece de sentido atribuirles intenciones. Al contrario, los mercados son el resultado de millones de acciones individuales descentralizadas motivadas por intereses e incentivos muy variopintos.
Los plumillas socialistas insistieron la semana pasada en que España sufría un ataque especulativo. Parecía como si un grupo de cuatro conspiradores anglosajones se hubiesen sentado en torno a una mesa para decidir hundir a nuestro país. Si la bolsa caía, si nuestra deuda se encarecía, era porque los mercados buscaban deliberadamente nuestro hundimiento; algunos incluso extendieron el disparate a señalar que estábamos ante un caso de golpismo financiero que pretendía derrocar a Zapatero.
Sin embargo, y aplicando esta misma lógica, la histórica subida del Ibex (y el estrechamiento del spread entre la deuda española y alemana) de este lunes debería estar auspiciada por un giro de 180 grados en las motivaciones de esa construcción mental que llamamos mercados: ahora, los mercados deben desear sustentar a Zapatero y a nuestra economía.
De ahí que muchos desconcertados analistas, que no se han preocupado nunca por aprender economía –en esto coinciden con ZP–, se hallen desconcertados y carguen contra el casino que suponen los mercados financieros. El mercado es irracional, dicen, porque el viernes quería cargarse a España y ahora, apenas tres días después, está dispuesto a ayudarla. ¿Qué será lo siguiente?
Tal vez, si en lugar de preocuparnos por qué quiere o dejan de querer un orden espontáneo como el mercado (que ha sido antropomorfizado por nosotros mismos para simplificarlo y encajarlo en nuestros rudimentarios esquemas mentales), nos dedicáramos a tratar de comprender qué temen, observan, conocen y desean las personas que participan en esos mercados, no sería necesario apelar a la irracionalidad ajena para esconder la ignorancia propia.
Lo que sucedió la semana pasada y lo que ocurre en esta es de tal sentido común que podremos comprender rápidamente por qué una inmensa mayoría de agentes quería desprenderse de activos españoles el viernes y ahora quiere comprarlos. Al margen de todos aquellos que tuvieran una posición abierta bajista en activos españoles –los reconocerán por que ahora mismo estarán pidiendo a la CNMV que pare la "especulación" al alza del Ibex: están perdiendo mucho dinero–, lo básico es esto: imagine que el viernes descubre de repente que los contables de una empresa de la que es propietario han falsificado las cuentas y que, lejos de ser un negocio muy rentable, tiene unas deudas inmensas que la abocan prácticamente a la quiebra. ¿Por cuánto valoraría usted esa empresa? Probablemente estaría dispuesto a venderla por una fracción del precio que usted mismo le atribuía el día anterior.
Ahora, suponga que, tras el fin de semana, el Gobierno, preocupado por la tragedia personal que supone que su compañía quiebre, la refinancia la deuda a un plazo mayor e incluso le entrega alguna suculenta subvención para reducirla. ¿Seguiría estando dispuesto a vender esa empresa por unos pocos céntimos de euro? No, porque la situación económica de su compañía ha mejorado de manera sustancial gracias a que el Estado le ha quitado el dinero a otros individuos para regalárselo a usted.
Esto es lo que ha pasado con el Ibex: los inversores tenían la semana pasada temores muy fundados de que España iba a suspender pagos. Durante un tiempo habían creído en las falsas promesas de Zapatero de que iba a solucionar el desaguisado despilfarrador que él mismo había creado y terminaron comprendiendo que este Gobierno (y la economía que cortijea) no tenía remedio, así que huían de todos los valores españoles. El lunes, sin embargo, la deuda española se convirtió en un pasivo alemán, de modo que el riesgo de suspensión de pagos se aleja, al menos, durante un tiempo pese a Zapatero. No hay nada extraño en que la semana pasada la gente quisiera vender y ahora, cambiadas las circunstancias, quiera comprar.
Sin embargo, mal haríamos en creer que nuestra bolsa ya está blindada para siempre contra espantos. Precisamente porque la viabilidad de nuestro país depende de decisiones políticas, cualquier información sobre el contenido de esas decisiones puede llevar a los inversores a cambiar las tornas. Véase: si el miércoles Zapatero anuncia una enorme subida de impuestos para reducir el déficit, es lógico que el valor de nuestras empresas (sus cotizaciones en bolsa) se reduzca; si Alemania finalmente tumba el plan de rescate, nos quedaremos sin la red que ahora ha detenido nuestra caída; y, sobre todo, si a largo plazo el Gobierno sigue sin aplicar las reformas que permitirán a nuestra economía reestructurarse y crecer (minoración del gasto y liberalización de mercados), a medio plazo la bolsa responderá a la baja, porque con el rescate sólo hemos ganado tiempo, pero no músculo.
He ahí la irracionalidad del mercado: dado que nadie conoce el futuro, los inversores toman decisiones con una información parcial y sesgada que puede verse en cada momento modificada por cualquier intervención política. Eso es la especulación: tratar de anticipar el futuro con la incompleta y subjetiva información presente. Quienes entienden esto y odian la especulación, tan sólo pueden desear dos cosas: o que los individuos no podamos ser libres para adaptarnos a lo que vamos entendiendo como futuro o, más sencillamente, que no tengamos ningún futuro.