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La metedura de pata del PP

Publicado en Libertad Digital

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Krugman denunciaba la hipótesis de los mercados perfectos (en el sentido de que los precios de los activos reflejan en cada momento toda la información disponible), criticaba el poco análisis que en las universidades han recibido las burbujas financieras y las quiebras bancarias y ponía muy en duda que la política monetaria de los bancos centrales sea siempre una respuesta eficaz a las crisis.

En realidad, buena parte de lo sostenido por Krugman en ese artículo no es novedoso. Algunos llevamos años poniendo el dedo en esa llaga: la macroeconomía moderna está en bancarrota; y, como también dice el de Princeton, existe un temor generalizado a desviarse de una ortodoxia que, sin embargo, no sirve para describir la realidad ni, mucho menos, para predecirla. Como bien apunta, los economistas actuales han renunciado a la verdad a cambio de la elegancia matemática.

El problema de Krugman es que, sin darse cuenta, también comulga con esa teoría económica cuyo edificio ha colapsado y que debería haber perdido toda credibilidad con la crisis que estamos viviendo. Por supuesto, el estadounidense defiende un regreso a Keynes y a su Teoría General –¡como si alguna vez se hubieran marchado!– como la única alternativa posible al desaguisado; pero sólo un profundo desconocimiento de Keynes y, sobre todo, de las alternativas a sus ideas puede llevar a una conclusión tan disparatada.

Es completamente falso que los keynesianos fueran los únicos en no sumarse a la corriente mayoritaria de la economía al negarse a rendir culto a un mercado supuestamente perfecto. La Escuela Austriaca lleva mucho tiempo –desde mucho antes de que Keynes publicara su primer libro– criticando que las economías de mercado están sometidas a fuertes fluctuaciones –ciclos económicos– derivadas de la expansión crediticia insostenible que ejecutan con regularidad el sistema bancario y los bancos centrales; y jamás se ha sumado a conclusiones tan irreales como la de los mercados perfectos. Muy al contrario, sus teorías resaltan la pluralidad, complejidad y subjetividad de la información presente en el mercado, que provoca diferencias en los juicios empresariales de los agentes y los mueve al error. Los austriacos no creen que el mercado sea perfecto, sólo afirman que las limitaciones de información de todo empresario las padecen igualmente, pero corregidas y aumentadas, los políticos, por lo que no es cierto que los problemas de coordinación (crisis incluidas)  se puedan solucionar con una regulación centralizada y omnicomprensiva de los mercados.

Al fin y al cabo, los defensores de la hipótesis de los mercados perfectos son economistas encerrados en sus despachos de universidad que nunca se han puesto a invertir en él –y cuando lo han hecho se han arruinado, como ilustra la quiebra de Long Term Capital Management– y que por tanto lo desconocen casi todo de la realidad. Larry Summers los calificó con sorna como los ketchup economists, aquellos que creen haber descubierto El Dorado cuando comprueban que dos botellas de ketchup de 250 gramos valen lo mismo que una de 500.

Sin embargo, por mucho que se equivoquen los neoclásicos en que los mercados impersonales no se ajustan perfectamente mediante los precios, no deberíamos olvidar que los keynesianos no son más que sus hijos bastardos.

Del artículo de Krugman se desprenden dos ideas que perfectamente pueden encajar con su criticada ortodoxia, tal y como los nuevos keynesianos pretenden formularla. Krugman opina que si los mercados fueran perfectos, y si los bancos centrales pudieran dejar los tipos de interés por debajo de cero, las crisis económicas desaparecerían. Pero esta presunción sólo puede nacer de la incomprensión de los procesos de mercado. Las crisis no se producen porque los agentes sean en numerosas ocasiones irracionales, en el sentido del homo economicus (aun cuando probablemente lo sean), sino porque el sistema bancario falsifica las señales y los incentivos que se envían a esos agentes. Dicho de otra manera: aun cuando todo el mundo actuara con toda la información disponible y tratara de maximizar sus beneficios, se seguirían produciendo crisis económicas con regularidad, porque lo cierto es que las decisiones que se toman durante una burbuja especulativa son muchas veces racionales (todos aquellos que compraron un piso en 2004 y lo vendieron en 2006 salieron ganando, pese a que entraron en el mercado en medio de la mayor burbuja inmobiliaria de nuestra historia).

Precisamente porque el sistema bancario lleva a los agentes a tomar decisiones de inversión insostenibles a largo plazo, el reducir los tipos de interés, aunque sea por debajo de cero, no sirve para corregir esos errores. Lo cual encaja muy mal en la idea keynesiana, a la que regresa Krugman, de que las crisis se producen por un problema de demanda (por no haber demanda suficiente para contratar a todos los trabajadores que se están quedando en paro).

Pero esto es una visión incluso más reduccionista que la de la perfección de los mercados. El problema económico de España no es –y parece mentira que alguien lo crea así– que la gente ha dejado de comprar pisos a unos precios infladísimos. Las dificultades de España –y de Estados Unidos, y del resto del mundo– no consisten en que ya no estemos despilfarrando nuestros ahorros en inversiones que nadie deseaba y que, pese a ello, estaban copando porciones cada vez mayores de nuestro aparato productivo…

El auténtico problema es que nos hemos metido durante cinco años en una orgía de malas inversiones y nos hemos endeudado hasta las cejas. En este contexto, las restricciones de la demanda son sólo una manifestación (que no una causa) de nuestra delicada situación: España tiene ahora una economía adaptada para producir bienes y servicios que nadie demanda (por ejemplo, viviendas a precios estratosféricos). Pero ¿acaso la solución a una crisis puede consistir en obligar a la gente a consumir aquello que no desea por medio del gasto público?

No, la crisis no puede solucionarse abaratando el endeudamiento (tipos de interés negativos) o forzando el consumo. Precisamente las crisis son períodos en que el aparato productivo protesta (restringiendo la oferta y demanda de crédito y comprimiendo los márgenes de beneficios de las industrias más dependientes del endeudamiento) contra los intentos de los agentes económicos de consumir e invertir por encima de sus posibilidades.

La irracionalidad o el cortoplacismo de los especuladores no causa las crisis, tal y como piensa la escuela conductivista, y también la keynesiana. Los errores de inversión explican por qué Warren Buffett se ha convertido en el hombre más rico del mundo y, en cambio, un inversor de a pie es probable que acabe perdiendo en bolsa si no adopta una estrategia financiera. Pero esa irracionalidad no proporciona una explicación de los ciclos económicos, esto es, de las fases prolongadas y recurrentes de auges y depresiones.

Para ello no hay que mirar a Keynes, como pretende hacer Krugman, sino a la Escuela Austriaca. Keynes está tan equivocado como lo estuvo siempre, simplemente porque sus propuestas –incremento deficitario del gasto público– están equivocadas en lo teórico y, en lo práctica, condenadas al fracaso: sólo hay que estudiar el caso de Japón, el de Estados Unidos con Bush o incluso el de España ahora mismo para darse cuenta.

Sí, los ketchup economists de Summers se equivocaban, pero los keynesianos (y Larry Summers) también: dos botellas de 250 gramos de ketchup no tienen el mismo valor que una de 500 –aunque su precio pueda circunstancialmente coincidir–, por la misma razón que 100.000 botellas de 1 gramo no valen lo mismo que una botella de 100.000 gramos. El error no es anecdótico, porque ilustra que los keynesianos jamás entendieron por completo la teoría subjetiva del valor que desarrollara en 1871 Carl Menger. Sus ideas –y las de los neoclásicos– son de antes de que la economía se convirtiera en ciencia. En realidad, son lo que la alquimia a la química. Sin una buena teoría del valor no pueden entender el concepto de liquidez y sin el concepto de liquidez no pueden comprender los ciclos económicos.

No hay que regresar a los errores teóricos seculares que Keynes resucitó en los años 30. Los friedmanitas se equivocan en casi todo, pero los keynesianos lo hacen en todo… salvo en apuntar que los friedmanitas se equivocan en casi todo. Aciertan, pero por razones erróneas; las razones correctas se las podría proporcionar una riquísima literatura austriaca –con la que, no lo olvidemos, se formaron economistas que ellos mismos glorifican, como Schumpeter, Hicks o Morgerstern– si no se negaran a aprender economía.

El problema no es sólo que vayan a vivir en la ignorancia más supina toda su vida –es lo que tienen los fanáticos ciegos–, sino que nos van a arrastrar a los demás. Es hora de enterrar toda la macroeconomía universitaria –de Keynes a Friedman– y aprender algo de la escuela que, con mucha diferencia, más se acerca a la realidad: la de Menger, Böhm-Bawerk, Mises, Hayek, Lachmann, Fekete y Huerta de Soto. Una hora que no parecen dispuestos a que llegue, por lo mismo que dice Krugman sobre la ortodoxia: ¡qué difícil es reconocer que se ha estado 80 años completamente equivocado!

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