No es que le falten razones. El fascismo es una cabeza de esa hidra que llamamos izquierda. Sólo tenemos que mirar al progresismo estadounidense para descubrir en él ideas plenamente fascistas, como las que acabaría incorporando Mussolini a su gran creación ideológica y política. Que Mussolini era un genio, de ello no cabe duda. Cuando le expulsaron de la III Internacional, Lenin les echó en cara lo torpes que habían sido. “Habéis expulsado al único hombre capaz de llevaros al poder”. Ahí está la historia para mostrárnoslo.
Mas no nos desviemos. Lo importante ahora es ese fascismo que, precisamente porque está políticamente muerto, vive ideológicamente entre nosotros, casi tan sano, fuerte y prometedor como las décadas aquellas de comienzos del XX en que “liberalismo” se convirtió en una palabra maldita. El fascismo ya no tiene su Mussolini, ni sus movimentos de masas henchidas de emoción al ser militarizadas. Mantiene la llama de millones de personas, oculto tras otros nombres. Cómodo en su disfraz, esperando quizás que llegue el momento en que su rostro, ahora odiado, sea otra vez aclamado por las masas.
No lo necesita. ¿Para qué, si está instalado en el despacho más poderoso que haya habido jamás sobre la Tierra? Hablaba del progresismo estadounidense. William James, oráculo de ese progresismo, veía con desconfianza a la guerra. Pero se le hinchaban las venas al ver que cuando el país está en guerra toda la sociedad actúa como un solo hombre, las individualidades se diluyen y se sustituye la desconfianza hacia el Gobierno por una renovada esperanza. La sociedad por encima del individuo, con el Gobierno como intérprete omnisciente y omnipotente de la sociedad. El profesor de Harvard había dado con la clave: necesitamos un “equivalente moral a la guerra”. Distraería a los individuos de sus miserables y egoístas cuitas. Les enlistaríamos en un Ejército civil al servicio de un Estado benevolente, justo. Los neoconservadores, no en vano proceden de la izquierda, albergan el mismo ideal. Buscan unir al pueblo en torno a grandes proyectos nacionales, con el Estado gobernando el barco… y ellos llevando el timón. Uno de ellos, Walter Berns, en su Making Patriots, propone que se instaure una “religión civil”. Adoración al Estado. Literalmente.
Hoy tenemos en la Casa Blanca a un hombre más popular que Jesucristo, al hombre más deseado sobre la vieja superficie de la Tierra, al nuevo Mesías que iniciará, él mismo nos la ha dicho, una nueva era en la que podemos depositar nuestras esperanzas. Si alguien puede iniciar una religión civil, ese es Obama. Tiene incluso a su propio Moisés en Abraham Lincoln, al que rinde culto diario. Su hombre de confianza a Ralph Emmanuel. Todavía no ha encontrado ese equivalente moral de la guerra que nos anule a cada uno de nosotros para formar, juntos, esa masa infinitamente moldeable, enormemente poderosa en manos del Estado. Pero sí ha dado con el instrumento ideal: la conscripción civil.
Sólo falta ese elemento, ese principio que nos haga arrodillarnos, negarnos, sentir vergüenza de nosotros mismos y encontrar en el propósito común esa felicidad indescriptible por el nuevo futuro que está al llegar, que casi tocamos con los dedos.
Al final va a tener razón Ayn Rand, y el egoísmo se va a convertir en el último valladar de la persona, fuente de toda moral digna de ese nombre.