Entre todos los esquemas de planificación central que los socialistas de todos los partidos han exhibido durante los últimos días destaca el que aboga por el incremento del gasto público en obras públicas e infraestructuras. El dogma keynesiano de que la demanda agregada es insuficiente para absorber toda la población activa parece encontrar cierta aceptación tanto en la izquierda como en la derecha.
Por errónea que sea, esta teoría parece tener un ápice de certeza, debido a la desafortunada analogía que suele establecerse entre la economía y la mecánica. Si el sistema productivo es como una máquina, hará falta inyectar combustible al motor para que se revolucione y ponga en funcionamiento el resto de las piezas (los trabajadores). Desde esta perspectiva, la demanda genera la oferta, no a la inversa.
Sin embargo, no es más que un puro disparate, que oculta las relaciones más elementales que se dan en una economía. Tanto desde un punto de vista financiero como desde una perspectiva real, el incremento de la obra pública no puede ser sino pernicioso para los intereses de los españoles.
La obra pública se financia con los impuestos, y si éstos suben los contibuyentes ven mermada la renta de que disponen para atender al pago de sus deudas (hipotecas, obligaciones empresariales, etcétera). La única manera de limitar el alcance destructor de la crisis pasa por limitar el número de impagos de la deuda española (que en la actualidad es tres veces superior al PIB). Si los acreedores quiebran, el crédito se restringirá aún más y los impagos se multiplicarán, con lo que se hunidrán los valores patrimoniales de familias y empresas (¿cuánto vale un paquete de acciones de una empresa quebrada?). Por este motivo, que el Estado capte una mayor parte de recursos vía impuestos (o vía déficit público) sólo reduce la capacidad de los españoles para atender periódicamente sus obligaciones.
Por otro lado, y como pone de manifiesto la teoría austriaca del ciclo económico, la actual crisis se produce por un desajuste entre las distintas estructuras de bienes de consumo y capital. Durante años, en España y en otros países occidentales se ha estado invirtiendo masivamente en el sector inmobiliario, al tiempo que ha confiado la producción de manufacturas a los países asiáticos, singularmente a China y la India.
Dado que en Occidente se producía demasiada vivienda y en Oriente manufacturas, la única manera de mantener el elevado ritmo de consumo de los países desarrollados era pagando con deuda a China y la India (de ahí los elevadísimos déficit comerciales). Todo esto ha permitido incrementar la riqueza de estos países exportadores tanto en términos de renta per cápita como de capacidad productiva. Y es aquí donde encontramos el cuello de botella que ha disparado el precio de las materias primas agrícolas e industriales.
La expansión crediticia occidental permitió aumentar desproporcionadamente la renta de chinos e indios, que de este modo empezaron a demandar masivamente mejoras en su nivel de vida. Uno de los cambios más trascendentales ha sido la creciente presencia de carne en la dieta de aquéllos, lo que ha obligado a incrementar la cabaña ganadera y la demanda de cereales para alimentar a los animales.
La expansión crediticia facilitó asimismo un extraordinario incremento del capital fijo en China y la India, destinado a producir más manufacturas para Occidente. La mayor dotación de capital fijo requiere ahora de una enorme cantidad de materias primas industriales. Dado que el capital fijo en estas áreas se incrementó muy por encima del capital en otras industrias (como las relacionadas con las materias primas), la oferta no ha seguido a la demanda y los precios de las materias primas se han disparado. Hay un desequilibrio entre determinadas estructuras productivas (capital fijo en manufacturas y capital fijo en materias primas) que debe corregirse mediante reorientaciones de la inversión.
Pero para invertir es necesario ahorrar y canalizar ese ahorro hacia las industrias que son ahora más rentables (materias primas), de modo que se pueda reestablecer una cierta armonía entre sectores productivos. La obra pública, lejos de canalizar los recursos escasos hacia las materias primas, los retiene en la construcción de infraestructuras, mucho menos necesarias que, por ejemplo, el petróleo, los cereales o el cobre.
Después de las brutales y omnipresentes obras públicas que ha padecido España (y especialmente Madrid) durante los últimos años, parece del todo absurdo que los intervencionistas sostengan que hemos entrado en crisis porque no hemos construido los suficientes edificios públicos, monumentos, túneles y carreteras.
Lo que necesitamos ahora es más ahorro, ya sea para amortizar la deuda viva o para invertir en los bienes de capital complementarios (materias primas) que se han quedado atrofiados durante los últimos años. Para ello resulta imprescindible bajar los impuestos, a poder ser en aquellas partidas que incentivan el ahorro; es decir, habría que eliminar la tributación de las ganancias del capital (como en Alemania), e incrementar al 100% las deducciones por reinversión de los beneficios empresariales.
Desde luego, la solución no pasa por echar mano de más deuda y más ladrillo, es decir, de lo que nos ha llevado adonde estamos.