Quien esto suscribe solicitó hace 54 meses una licencia para la apertura de un local. Al cabo de un año, con una fuerte inversión muerta de risa, uno empieza a desesperar. Las visitas a urbanismo se convierten en una rutina y, en algún momento, las paredes del laberinto de Plaza Mayor te susurran al oído que puedes evitar el calvario con un empujoncito monetario. Hice oídos sordos y, claro, todavía estoy esperando respuesta de palacio.
Hace algún tiempo, un amigo que visitó Cuba me contaba consternado que la famosa sanidad cubana era un caos y que las operaciones tardaban una eternidad. Sin embargo, si pagabas por debajo de la cama a los médicos, los sanitarios de la revolución se encargaban de que fueras operado en cuestión de horas. Es lo que tienen los sistemas gratuitos y centralizados.
La operación Guateque podría convertirse en una verdadera bendición. No tanto porque detengan a unos funcionarios que además de vivir a costa de nuestros impuestos se dedican al tráfico de enchufes, sino porque muchos dejarán de pensar que lo de la corrupción urbanística es cosa de Pepito Rojo o Menganito Azul. El problema es el sistema nacional-sindicalista de urbanismo que nos impusieron en 1956 y que los socialistas de todos los partidos, que en este campo conforman la práctica totalidad del espectro político español, abrazaron con entusiasmo y desarrollaron con la llegada de la democracia.
Desde la ley del 56 hasta la de 2007, todas las leyes del suelo y de urbanismo que se han ido aprobando contienen tal grado de intervencionismo que tanto Stalin como Mussolini las hubieran aceptado con agrado. Allí donde impera la planificación centralizada y donde el propietario pierde todo poder de decisión sobre su propiedad, la corrupción está servida. El ciudadano se encuentra a los pies de funcionarios y políticos, y habría que topar con almas celestiales para que quienes nos tienen trincados por el cogote no se aprovechen de la situación.
En este sentido, las recalificaciones urbanísticas se han convertido en la corruptela más visible y conocida porque tienen glamour político. El funcionario, en cambio, no tiene acceso a estos pelotazos pero puede agilizar la tramitación de las licencias y ganarse un suculento sobresueldo. Durante estos cuatro años y medio de espera he visto cómo algunos vecinos lograban licencias similares en cuestión de semanas. Siempre me he alegrado por ellos. Lo escandaloso no es que ellos hayan podido agilizar sus trámites sino que se considere normal un sistema en el que se somete al resto a una espera indigna y empobrecedora.