Como consumidores, a todos nos gusta que los precios de los productos sean lo más reducidos posible. Normalmente, un redondeo al alza nos molestará. Como empresarios, intentaremos siempre que nos compren al mayor precio posible; así pues, un redondeo a la baja no nos agradará.
Se trata de un conflicto de intereses natural, similar a los que pueden darse en otros ámbitos. El trabajador prefiere salarios más elevados; el arrendador, alquileres más altos; el prestamista, percibir unas rentas superiores. Lo característico del mercado es que esos intereses aparentemente conflictivos se concilian y armonizan mediante el intercambio voluntario.
Cuando dos personas efectúan voluntariamente una transacción, esperan siempre salir beneficiadas. Cuando alguien acepta un trabajo, lo hace porque con ello su situación mejora, lo cual no quiere decir que no deseara cobrar más por hacer lo mismo. Cuando alguien compra un producto, lo hace porque valora más dicho bien que el dinero que va a pagar por adquirirlo, lo cual no quiere decir que no deseara comprarlo por un monto inferior. Etcétera.
El Estado, por el contrario, es por completo antagónico a la armonía de intereses. Su existencia se basa en un conflicto permanente entre unos individuos (políticos, subvencionados, funcionarios…) que explotan a otros (contribuyentes) por medio de la fuerza. ¿Cuántos contribuyentes pagarían a este ineficiente y torpe Estado por la provisión de servicios jurídicos y de seguridad si se tratara de una decisión voluntaria? No existe el beneficio mutuo. Si así fuera, no sería necesario utilizar la coacción para recaudar los impuestos.
Pero hete aquí que quienes impiden la armonía pacífica de intereses en ciertos ámbitos sociales son los mismos decididos a obstaculizarla en otros… donde ya existía. La prohibición del redondeo es sólo un primer paso para prohibir acuerdos que podrían alcanzarse sin la intervención y que serían beneficiosos para las partes implicadas.
La excusa oficial de la medida represiva es favorecer a una parte frente a la otra, al consumidor frente al empresario. Se alega que el consumidor es la parte débil porque tiene menor poder de negociación, lo cual es falso por completo.
Nadie que se haya percatado del analfabetismo de nuestros políticos y burócratas podrá extrañarse de que no hayan leído a Carl Menger, pero ya en 1882 el padre de la Escuela Austriaca resumió magistralmente por qué, en todo caso, es el empresario quien se encuentra en una posición más débil:
Aquél que trae al mercado productos que no son dinero se encuentra, en mayor o menor grado, en desventaja. Para poder lograr el mismo dominio sobre lo que el mercado produce, deberá convertir primero en dinero sus productos intercambiables.
El vendedor acude al mercado para captar algo (dinero) que el consumidor ya tiene. Si un empresario quiere consumir, tiene que vender sus mercancías a cambio del dinero que ya tienen sus potenciales clientes.
Es más, el consumidor puede elegir no comprar hasta que le ofrezcan algo que le satisfaga, ya que el dinero seguirá siendo aceptado en el futuro. El empresario lo tiene mucho más difícil para elegir no vender hasta que le ofrezcan una cantidad de dinero aceptable: otros empresarios pueden arrebatarle a los clientes mientras espera; y, en todo caso, tarde o temprano tendrá que vender (o liquidar) sus productos, si quiere lograr dinero con el que poder consumir.
Pero aun suponiendo que el comprador fuera la parte más débil, la regulación gubernamental sólo vendría a debilitarle aún más. Por una razón muy sencilla: el objetivo de todo consumidor es adquirir productos que satisfagan sus necesidades, y el redondeo promueve la mala asignación de los recursos, esto es, la creación de bienes y servicios que no satisfacen las necesidades más urgentes de los individuos.
La inversión productiva de una empresa queda determinada en última instancia por los beneficios futuros que pueda obtener, y esos beneficios vienen a su vez determinados por los precios que los potenciales clientes estén dispuestos a pagar. Cuanto mayor sea el precio que acepten pagar los potenciales consumidores, mayor será el beneficio de la empresa, y por tanto su producción futura de bienes y servicios.
Como ya hemos dicho, si un individuo compra un producto es porque lo prefiere sobre todas las demás alternativas. En el momento en que las ventajas que obtenga sean inferiores al precio, dejará de comprar ese producto y empleará su dinero en adquirir otro. La inversión en "productos caros" caerá, y la destinada a "otros productos" aumentará; esto es, la inversión se dirigirá hacia las alternativas que más satisfagan al consumidor.
Si se prohíbe el redondeo al alza, las empresas sólo tendrán que compensar los menores beneficios con subidas de precios en sus productos, tal y como ocurrió hace unos meses, cuando la medida se impuso a las compañías telefónicas. Pasaron a tarifar por el tiempo realmente consumido, pero incrementaron los precios.
La cuestión es qué hará el Gobierno cuando esta práctica se generalice en otros sectores económicos, como los párkings. Si prohibiera o sancionara las subidas, como ya le han reclamado ciertos grupos de presión, estaría limitando los beneficios de esas compañías y, por tanto, la inversión en aquellos bienes y servicios que los consumidores demandan.
Dicho de otro modo: si los consumidores están dispuestos a pagar mucho dinero a las compañías telefónicas es porque, aun así, les proporcionan unos servicios que valoran más que el dinero que pagan por ello. Precisamente esa gran rentabilidad es lo que permite que se sigan desarrollando y mejorando esos servicios telefónicos que los consumidores tanto valoran.
La fijación de precios es una medida de carácter socialista que, en definitiva, implica el racionamiento y la distribución estatal del capital (tal y como postulaban los economistas fascistas). Es el Gobierno y no los consumidores quien dicta los bienes que deben ser producidos.
En otras palabras: el redondeo sólo traerá subidas de precios que, en caso de que el Estado quiera contrarrestarlas, provocarán malas asignaciones de recursos entre las empresas. Las intervenciones estatales sólo generan nuevas complicaciones y no resuelven ninguna.
Si el Gobierno realmente deseara favorecer una mejora en la situación de los consumidores, tan sólo tendría que eliminar el régimen de licencias de la telefonía móvil. Desde hace más de cuatro siglos se sabe que la mejor manera de que bajen los precios es no limitar artificialmente la concurrencia de vendedores, pues crea oligopolios de facto.
Pero el Estado no soporta que la prosperidad provenga de la abundancia de empresarios, y no de sus chapuceras intrusiones; prefiere manipularnos con propagandas y rimbombantes actuaciones legislativas para que los contribuyentes creamos que se trata de un Dios capaz de solucionar la mayor parte de nuestros problemas. Así no caeremos en la cuenta de que el Estado es en realidad el problema.