Si quiere tener más pobres, sólo tiene que aplicar las recetas socialistas. Si quiere consolidar unas desigualdades de casta, sólo tiene que someter a toda la población al dictado máximo del órgano de planificación central: una clase planificará, otra seguirá sus órdenes inútiles.
Afortunadamente, hace tiempo que el socialismo perdió irremediablemente la batalla académica. Ludwig von Mises demostró en 1920 que la planificación socialista era simplemente imposible por ausencia de propiedad privada y precios de mercado, lo que impedía a los planificadores realizar un cálculo económico racional y asignar correctamente los factores productivos.
Sin embargo, si bien la batalla académica es importante, tanto o más lo es la propagandística. No basta con tener razón: hay que conseguir que los demás sean conscientes de que la tienes. En un mundo controlado por el Estado, la libertad individual sólo será respetada cuando el resto de la población –esa parte de la población que legitima la coacción gubernamental– sea consciente del error intelectual y humano que supone el socialismo. Por desgracia, en nuestra sociedad no se puede ser libre a menos que los demás te permitan serlo.
Uno de los campos donde el socialismo ha difundido con más éxito sus ideas es en la crítica a la globalización. Prácticamente todo el mundo asume que África es pobre por culpa del capitalismo, que es necesario una redistribución internacional de la renta, que las desigualdades y la pobreza aumentan día a día, que las multinacionales controlan el mundo y que las deslocalizaciones empobrecen a Occidente.
La falacia, no obstante, puede ponerse de manifiesto gracias a la teoría económica. En artículos anteriores ya explicamos por qué la planificación central socialista no es la solución sino la causa más inmediata de la pobreza mundial, y por qué la única vía para la creación de riqueza sigue siendo el capitalismo y la globalización.
Aun así, esto no ha evitado que todos hayamos oído el adagio de que "con la globalización los ricos son más ricos y los pobres, más pobres". Prácticamente nadie, empero, se ha puesto a contrastar la validez de semejante afirmación. La propaganda socialista ha conseguido extenderla como una verdad inmutable y evidente.
De hecho, los pocos estudios decentes que se han efectuado sobre el tema arrojan unos datos diametralmente opuestos a los pregonados por los sicofantes del estatismo. En concreto, son dignos de mención los debidos a Surjit Bhalla y a Sala-i-Martin.
Bhalla, en su famoso análisis Imagine There’s No Country: Poverty, Inequality and Growth in the Era of Globalization, concluye que en el año 2000 la desigualdad en el mundo era menor que en cualquier período posterior a 1910, y que tan sólo en la década de los 90 la pobreza mundial se redujo en un 25,6%.
Las conclusiones del economista neoclásico Xavier Sala-i-Martin son igualmente impactantes, y han sido recientemente resumidas en un artículo para FAES. Sus datos permiten ilustrar a la perfección las sólidas conclusiones teóricas alcanzadas gracias a una teoría económica correctamente desarrollada.
Así, comprobamos que desde 1970 hasta 2000, y a diferencia de lo que afirman los socialistas, el número de pobres –definiendo "pobre" como aquella persona que gana menos de 826 dólares al año– ha disminuido desde 1.200 millones a menos de 800. La reducción es todavía más espectacular si tenemos en cuenta que durante ese período la población mundial se ha doblado, de modo que en términos relativos la pobreza ha pasado de representar un 37% de la población mundial a menos del 13%.
Las desigualdades, por otro lado, también se han reducido en estos 30 años, tomemos el indicador que tomemos. Tanto el Índice Gini, el coeficiente de Atkinson o la fracción de la renta de los más ricos y más pobres nos proporcionan una conclusión idéntica.
Aun así, conviene recordar que la desigualdad es una preocupación tan típicamente socialista como superflua. Por ejemplo, las desigualdades han aumentado en China, porque los pobres "sólo" han aumentado sus rentas un 10% mientras que los ricos lo han hecho un 20%. ¿Significa esto que la situación ha empeorado? Todo lo contrario: la igualdad sólo puede alcanzarse cuando igualamos a toda la población en la miseria más absoluta. Y, sin duda, la búsqueda de la igualdad a través del Estado es una receta infalible para seguir siendo pobres.
Así mismo, todos aquellos que desprecien la renta per cápita como indicador del desarrollo económico seguramente apreciarán que Sala-i-Martin les ofrezca otros indicadores concluyentes: la esperanza de vida ha pasado de 60 a 67 años, la mortalidad infantil se ha reducido del 10 al 6%, la alfabetización se ha incrementado del 64 al 80%, y el acceso al agua potable ha aumentado desde el 25 al 85%. ¡Todo esto en tan solo 30 años!
Los socialistas ni siquiera tienen espacio para argumentar que la globalización no ha jugado un papel positivo en este proceso. Los países que se han globalizado durante el período 1980-2000, como ya habíamos anticipado teóricamente, han reducido su pobreza en 500 millones de personas; los que, por el contrario, se han replegado sobre sí mismos, cerrando sus fronteras y atacando el libre mercado, han incrementado el número de pobres en 80 millones.
De hecho, hoy en día la pobreza mundial se concentra fundamentalmente en África, cuando hace 40 años aquejaba sobre todo a los países asiáticos. Sin embargo, mientras estos últimos han levantado ligeramente el pie opresivo del Estado sobre los empresarios, África ha continuado atacando la propiedad privada con tanto o más ahínco. El resultado ha sido que mientras el resto del mundo ha reducido la cantidad de pobres, África los ha visto multiplicarse.
En definitiva, el camino para lograr el progreso económico es claro: capitalismo y propiedad privada. Las redistribuciones internacionales –como el 0’7% o la Tasa Tobin– sólo incrementan el intervencionismo estatista y, por tanto, la pobreza. Hemos de desmantelar los sistemas arancelarios y las subvenciones occidentales; los africanos son capaces de aprender a andar por sí solos si los europeos y sus caudillos políticos –alimentados por los europeos– se lo permiten.
Por supuesto, los socialistas se oponen a que los africanos sean libres. Su finalidad no es reducir la pobreza, sino incrementarla para así poder azuzar las "contradicciones" internas del capitalismo, favorecer su ansiada "lucha de clases" y establecer finalmente su dictadura del proletariado.
Si Marx se equivocó acerca del rumbo del libre mercado, habrá que imponer la miseria mediante la planificación estatal; sólo así seguirá el poder en manos de políticos, burócratas y demás fauna estatal. Para el socialismo, los muertos, ya sea por inanición o por represión, nunca han supuesto un obstáculo a sus aspiraciones totalitarias.