Ese tienen es un claro ejemplo del totalitarismo democrático que inspira la filosofía de esta pandilla instalada en el Palacio de la Moncloa y sus aledaños. Lo que hay que hacer ha de venir determinado por lo que diga el que haya recibido el mayor número de votos. No cabe plantearse siquiera disentir. La discrepancia es vista por este gobierno como un irreverente insulto al poder legitimador de la mayoría. Lo que se puede y lo que se debe hacer pasan a ser una misma cosa: lo que decide hacer el gobierno, el depositario del mayor número de votos. No hay derechos anteriores ni superiores a los que confiere la elección democrática que deban ser respetados por quien detenta el poder político. Es, como dijera Gustave de Molinari a mediados del siglo XIX, la versión más refinada del comunismo.
De ahí ese perverso uso del todos. La mayoría y quien se pliega a ella sin fisuras forma parte del todo mientras que quien osa diferir queda condenado a la inexistencia, el vacío y la nada más inmensa. El todos indica por lo tanto la penitencia a la que se expone quien tome en vano la decisión quien gobierne el aparato estatal.
Ese millón de personas que se manifestó en Madrid no están dispuestos a ceder sus derechos (especialmente los de las víctimas) para que socialistas y estalinistas se monten su chiringuito político. No están dispuestos a que alguien pague con la vida y el sufrimiento de las víctimas ni con la pérdida de libertad de quienes han sobrevivido al imperio del terror el cese de los asesinatos del nacionalsocialismo etarra. Todos deseamos la paz, pero no todos estamos dispuestos a que el terrorismo del socialismo marxista-leninista se salga con la suya y presente a las víctimas reales y potenciales como moneda de cambio para acercarse a su utopía totalitaria en la que, por cierto, no cabe ni un solo individuo libre.