Lo dice certero el refrán: “lo que es del común es del ningún”. Garrett Hardin no conocía el refranero castellano, pero llegó a la misma conclusión, aunque de forma más elaborada, en su artículo The Tragedy of the Commons, (La tragedia de los bienes comunales), que he citado en mi anterior artículo. Creo que la idea es lo suficientemente importante como para prestarle cierta atención.
El razonamiento lo había adelantado, en cierta medida, Aristóteles y por Santo Tomás de Aquino. Más modernamente ha sido descubierta por los economistas Alchien y Allen y por Ludwig von Mises. Pero fue Hardin quien tuvo la suerte de unir su nombre con el trágico proceso unido a los bienes en común. Hardin ilustra su idea con “un pasto abierto a todos”. Todos los ganaderos querrán sacar provecho de él, pero con una peculiaridad. Mientras que cada uno de ellos se lleva la totalidad de su explotación del pasto, los costes que se derivan de su explotación no se le asignan a quien lo usa, sino que se divide entre todos los que tienen acceso al pasto comunal. Es decir; como explica el propio Hardin, “en claro contraste con la privatización, la comunalización privatiza los beneficios pero hace comunes las pérdidas”. En estas condiciones, el deseo de explotar al máximo el recurso no está refrenado por el coste de un uso excesivo. Como además, cada uno sabe que los demás hacen el mismo razonamiento, todos querrán llegar los primeros en sacar lo máximo posible, antes de que una sobreexplotación agote el recurso y nadie pueda ya sacar nada.
Resulta difícil exagerar la importancia de esta penosa forma de gestionar los bienes. En Inglaterra, la privatización de los bienes comunales, lo que se conoce como los enclosures, permitió un enorme aumento en la productividad de la tierra; una “revolución agraria” que precedió a la industrial y la hizo posible. Esto fue así, porque la propiedad privada, en contraste con la comunal, invita a cuidar el recurso. Incluso a aumentar su valor con el paso del tiempo.
Cuando una pequeña descoordinación de los dirigentes comunistas alemanes llevó a las masas a derribar el Muro de Berlín se abrió una grieta en el mundo comunista europeo que se fue abriendo hasta acabar destruyéndolo. Entonces se abrió a Occidente la realidad de la economía socialista y de sus consecuencias sobre el medio ambiente. Lo que se vio entonces produjo un shock no disimulado. Ni los catastróficos escenarios con que los ecologistas pintan el supuesto deterioro del medio ambiente en el mundo libre parecían suficiente para describir los daños sufridos por la naturaleza en los países socialistas.
Pero también en Occidente nos encontramos con numerosos recursos que se han sustraído a la apropiación privada, con las consecuencias que predijo Hardin. Quizás el más claro ejemplo sea el de las pesquerías, que se han ido agotando sucesivamente según los barcos han ido recalando en ellas. Esta sobreexplotación se ha intentado detener imitando el comportamiento de la propiedad privada, poniendo límites burocráticos a la explotación. Nada de eso ha funcionado. Sólo una situación ciertamente desesperada ha llevado a transigir con ciertas formas de propiedad privada que han resultado en la recuperación de las pesquerías, en ocasiones espectacular. Si uno es dueño de un caladero no sólo no lo agotará a toda prisa, sino que intentará que se regenere y aumente su capacidad de producción de pescado en el futuro.
Lo mismo ha ocurrido con otros recursos. La caza de grandes mamíferos amenazó con acabar con varias especies. La solución que se arbitró de manera general no era privatizar los comunes en que morían las preciadas especies, sino prohibir su caza y el comercio de los bienes extraídos de estos animales. Esta política perpetrada por políticos y ecologistas no ha llevado más que al fracaso, que por supuesto no han reconocido. En Zimbawe la desesperada situación del rinoceronte negro llevó a los responsables a una solución desesperada. Acabaron con los bienes comunales y privatizaron la explotación de los rinocerontes, para indignación de los ecologistas sandía (verdes por fuera, rojos por dentro). A la indignación se sumó el disgusto de comprobar que la privatización fue un verdadero éxito. Lo mismo ocurrió en ese país con el elefante, al que la propiedad privada salvó literalmente de su extinción. La experiencia del elefante de Zimbawe se ha extendido a otros países, como Zambia, Malawi, Botswana, Namibia…
Cuando veamos una especie en extinción, un recurso sobreexplotado, un bosque convertido en un páramo, un río de aguas contaminadas y muchos otros desmanes, tenemos que acordarnos de Hardin y del trágico desenlace a que llevan los bienes en común. La propiedad privada es el mejor amigo de la naturaleza.