La Agencia Tributaria insta a los profesores de primaria y secundaria a que sometan a sus alumnos un aquelarre de imágenes maniqueas y frases manipuladoras. Las mentiras, los errores, las distorsiones y la farsa sin disimulo ni decoro recorren un documental animado cuyo objetivo es erradicar los sentimientos de libertad desde la misma infancia.
A través de cuatro adolescentes virtuales, conocidos como "la Generación T", el escolar puede ir interactuando en varios escenarios, donde se le van explicando las plagas bíblicas que sucederían si el Estado no recaudara impuestos. Ya se sabe: con un Gobierno menos glotón, nos indigestaríamos todos; con una clase política menos ladrona, todos seríamos más pobres. El mundo al revés; el mundo del engaño, el mundo de la mentira, el mundo de la izquierda.
Bastarán unos extractos procedentes de la versión en texto para darnos cuenta de la sucesión de falacias y grotescas tergiversaciones que el socialismo patrio pretende inculcar a los jóvenes para controlar la libertad.
La educación es gratuita
En la primera escena del documental aparece un profesor que informa a la "Generación T" de que "las administraciones públicas tienen que garantizar la gratuidad de la educación hasta los dieciséis años". "En España el Bachillerato y los ciclos formativos también son gratuitos".
Hacienda quiere vendernos la moto de que el Estado es una especie de Rey Midas que convierte todo lo que toca en oro. La educación es gratuita para los ciudadanos, no tienen que pagar nada. O bien, por arte del birlibirloque, los profesores dejarán de percibir sus salarios, las editoriales el precio de sus libros y las constructoras la remuneración por edificar los colegios, o bien Hacienda considera que el Gobierno es capaz de crear riqueza de la nada.
En cualquier caso, nos encontramos ante un disparate. La educación pública no es gratuita, todo lo contrario: los individuos tenemos que pagarla con los tributos y con nuestra libertad. Unos impuestos excesivamente sangrantes a cambio de una formación del todo inadecuada y de un adoctrinamiento desinhibido.
La Agencia Tributaria quiere hacernos creer que el Estado nos proporciona la educación de manera gratuita; en ese caso, ¿para qué son necesarios los impuestos? ¿Qué función tendría la propia Agencia Tributaria? Los costes los soportamos todos los ciudadanos, no las Administraciones Públicas o los abnegados funcionarios.
En otras palabras, si bien es cierto que la educación pública necesita del dinero incautado por Hacienda, no lo es menos que Hacienda necesita de las mentiras fabricadas por la educación pública para seguir abusando de los ciudadanos.
Pensiones públicas, miseria futura
En otro momento del reportaje animado, el abuelo de uno de los protagonistas le dice: "Los que ya no trabajamos recibimos una pensión de jubilación. Es un derecho que nos hemos ganado después de haber contribuido con una parte de nuestro sueldo a lo largo de toda una vida de trabajo. Esto es posible porque las personas que trabajan hoy contribuyen con una parte de su sueldo, los empresarios con una parte de sus ganancias y el Estado hace también una aportación a un fondo común que se llama Seguridad Social".
Puede que el diablo sepa más por viejo que por diablo, pero sin duda las mentiras de este "abuelo tributario" tienen más que ver con el que huele a azufre que con la vejez. Primero transmite la falsa imagen de que la contribución del trabajador a las pensiones públicas tiene un carácter voluntario. Después nos dice que el empresario colabora en las pensiones con una parte de las ganancias, cuando en realidad su contribución procede de una proporción descontada del salario que dejan de percibir los trabajadores. En tercer lugar, el Estado no hace ninguna aportación independiente a la Seguridad Social, entre otros motivos porque no tiene financiación propia: todo el dinero que acumula y despilfarra lo ha obtenido mediante la confiscación.
Ahora bien, la parte más retorcida del párrafo es la que pretender ocultar la inevitable quiebra del sistema público de pensiones, basado en un reparto intergeneracional insostenible. El Estado, a través de sus impuestos, impide a los ciudadanos invertir en fondos privados de capitalización, que permitirían alcanzar pensiones mucho más elevadas y, en definitiva, situarnos en una sociedad de propietarios.
Si hay algo que, precisamente, el Estado no quiere es una sociedad donde las personas tengan cada vez más propiedades. Ello implicaría un Estado más reducido y, sobre todo, una menor esclavitud de la que pretenden los políticos. Por ello necesitan adoctrinarnos y lavarnos la mente con documentales como éste.
El Estado es una fiesta
Más adelante, los cuatro jóvenes que conforman "la Generación T" visitan la Agencia Tributaria (a la sazón, la creadora de este documental ridículo e ideologizador), donde su propia madre les advierte de la irresponsabilidad que supone la evasión fiscal: "Nadie debería dejar de pagar sus impuestos, pues eso es defraudar, un comportamiento insolidario que perjudica a todos. Es como si, al organizar una fiesta, algunos compañeros no quisieran colaborar en la preparación o en los gastos y luego participaran en ella". Este mismo argumento se repite en una escena posterior, donde se compara al Estado con una comunidad de vecinos: "En la reunión de vecinos se pide opinión a todos y se decide si se aprueba o no el presupuesto. Por eso se hacen reuniones de vecinos".
Ahora resulta que el Estado es un club de amigos, una fiesta de estudiantes, donde cada cual paga sus impuestos de manera voluntaria. ¿Se puede ser más manipulador? ¿Acaso no resulta escandaloso que ideas tan falsas se instilen en la mente de todos los adolescentes españoles? El Estado se basa en la coacción y en la fuerza sobre los individuos; nadie puede escapar a su potestad absolutista. A todo aquel que pretende conservar su propiedad se le estigmatiza primero como "insolidario", "egoísta" y "antisocial", y después se le persigue y reprime con los medios policiales públicos.
El Estado no tiene nada que ver con un club o una comunidad de vecinos, donde cada cual se somete voluntariamente a sus estatutos y, sobre todo, tiene la posibilidad de separarse y cancelar su filiación. A nosotros se nos extraen los impuestos "por ministerio de la ley", no por voluntad propia.
Más que de fiesta, deberíamos hablar de un festejo demoníaco, donde el sumo sacerdote ofrece sacrificios humanos al todopoderoso Estado; más que de comunidad de vecinos, de comunidad de presos en un centro penitenciario; más que de bien común, de farsa adoctrinadora al servicio de los espurios intereses estatales.
Nada fuera del Estado
La apoteosis del estatalismo cerril la encontramos en el último capítulo. Después de haber interiorizado todas las enseñanzas servidas por el profesor, el abuelo y la madre, dos de los adolescentes entablan una conversación en la que dan muestras de haber asimilado a la perfección el catecismo estatalista:
"Los niños siguen en la sala del museo, escuchando a su profesor. Imaginan una ciudad sin impuestos. Junto a sus cabezas un bocadillo muestra un lugar con basura en el suelo, las calles sin asfaltar, un anciano pidiendo limosna, un campo de fútbol con las porterías rotas… Mientras imaginan, hablan entre ellos.
Laura: Si no hubiera impuestos, nada sería como es ahora. No tendríamos museos ni bibliotecas ni institutos ni hospitales; no habría policías ni bomberos ni estaciones de tren ni carreteras; no existirían barrenderos que limpiaran las calles…
Dani: Mi abuelo no podría ir al de centro de día, no tendría pensión y las medicinas costarían tan caras que no podría comprarlas".
Este cúmulo de despropósitos, de servidumbres inducidas, de socialismo redomado, es toda una declaración de las intenciones de la campaña de la Agencia Tributaria: ésta es la conclusión que todos los individuos deben alcanzar.
Sin impuestos, las calles se llenarían de basura (la gente no podría contratar las mismas compañías privadas que ahora se encargan de recogerlas), los ancianos vagarían por las calles muertos de hambre (serían incapaces de constituir un fondo de inversión con rentas muy superiores a las actuales pensiones públicas), los hospitales no llegarían a existir (como si no existiera en la actualidad una sanidad privada más barata que la pública, y de la que, por cierto, sólo pueden disfrutar los funcionarios) y las medicinas no podrían ser adquiridas por nadie (si nadie comprara ninguna medicina las farmacéuticas estarían abocadas a la quiebra).
El Estado necesita de ciudadanos necios y adormilados para incautar cantidades crecientes de impuestos; esto es, necesita manipularnos para hacernos creer que los impuestos no son lo que realmente son: un robo. Ahora bien, la naturaleza de los tributos estatales no es la de un robo cualquiera; no estamos ante simples chorizos o carteristas de poca monta: los impuestos son el mayor robo jamás perpetrado, un robo masivo y escandaloso, cuya cuantía y perjuicio supera en mucho la de cualquier otro.
Así pues, no resulta casual que el brazo ejecutor de este sistemático expolio a todos los españoles, la Agencia Tributaria, necesite de este tipo de campañas para autolegitimarse: el mejor ciudadano es el más sumiso, el que más impuestos paga, el más "solidario", el más izquierdista. Estos son los valores que se ensañan a los españoles en las escuelas públicas: la fidelidad hacia el Estado, hacia su burocracia y hacia los políticos.
Con todo, lo más escandaloso del asunto es que tengamos que seguir pagando de nuestro dinero incautado esta insultante campaña de adoctrinamiento a las generaciones futuras. Nunca una comunidad de vecinos resultó tan cara y demagoga.