El socialismo se ha caracterizado desde siempre por estas prácticas antiliberales; robar a los ricos para ayudar a los pobres se considera una práctica no sólo justa, sino eficaz. Por desgracia, tampoco los conservadores han estado exentos históricamente de estos desafortunados comportamientos. La prohibición de las drogas, la censura de ciertos comportamientos "obscenos" o la obstrucción a un mercado de órganos han sido reivindicaciones frecuentes de quienes siguen considerando el Estado como un instrumento de cambio y gestión social.
Con todo, puede que una de las peticiones más conocidas y con mayor raigambre social sea la de proteger a las familias para estimular la natalidad. Recientemente, por ejemplo, el colectivo Hazte Oír ha exigido a Zapatero el cumplimiento de su compromiso de pagar 100 euros al mes a todas las madres de España con niños de hasta tres años.
Lo triste de este caso es que es difícil discernir quién está siendo más antiliberal: si ZP por haberlo prometido o Hazte Oír por recordárselo cuando parecía haberse olvidado.
El fallo de esta petición es de base. Precisamente cuando Zapatero pretende expandir sus poderes sobre la sociedad para someterla a través de sangrantes impuestos y regulaciones totalitarias, no conviene dar al capitoste de la izquierda excusas para incrementar su poder mediante súplicas de ayuda.
El Gobierno tiene que limitarse y reducirse; debemos combatir su paternalismo absorbente, su ataque continuo a la estructura familiar para sustituirla y aniquilarla; debemos impedir que nos bautice, nos case y nos entierre. Y, desde luego, la mejor manera de defender a la familia de las zarpas estatalistas no consiste en convertirla en un apéndice del Ministerio de Asuntos Sociales.
Si realmente queremos proteger a la familia debemos impedir este progresivo proceso de fagocitación según el cual el Estado define, controla, planifica y financia a la familia. Debemos evitar que una de las grandes obsesiones de la izquierda –romper los lazos de fidelidad y unión entre los miembros de la unidad familiar para sustituirlos por el sometimiento del individuo al Estado– se convierta en realidad.
Argumentos sociales
Los defensores de estas rentas periódicas para las familias suelen aducir dos tipos de argumentos para justificarlas. El primero, que podríamos denominar "argumento social", consiste en afirmar que las familias tienen derecho a una retribución del Gobierno. A su vez, este derecho suele defenderse con una pléyade de razones: la sociedad tiene que ayudar a cada familia a llegar a fin de mes, las familias son acreedoras de la sociedad por "criar" a las generaciones futuras en una especie de mandato o delegación, o bien porque uno de sus miembros (generalmente la mujer; las denominadas "amas de casa") desempeña un trabajo en el hogar que merecería ser retribuido como si de un trabajo por cuenta ajena se tratara. Sin embargo, ninguno de estos argumentos tiene fundamento.
Primero, cada familia debe planificar cuántos miembros es capaz de criar y mantener. No tiene sentido que dos personas decidan traer al mundo un número de niños que no van a ser capaces de manutener. Imaginemos que todos los individuos tuvieran más niños de los que pueden acoger con sus recursos financieros –presentes y futuros–: ¿sería éste un comportamiento responsable? ¿A quién pediríamos los fondos para sustentarlos? Está muy bien que una pareja quiera tener hijos –muchos hijos–, pero no está tan bien que quiera tenerlos a costa de los contribuyentes.
Segundo, la familia tiene la obligación de criar a sus hijos. No es un privilegio renunciable, y mucho menos una obligación endosable al resto de la sociedad. Es más, la idea de que la familia merece una retribución por ser una especie de mandataria de la sociedad para que críe y eduque a los niños pequeños hasta que se vuelvan ciudadanos adultos es una idea totalmente colectivista.
Los niños no son mercancías propiedad de la sociedad, entregadas a dos personas (la familia) para que los críe y los eduque hasta que crezcan. En realidad, la familia es el núcleo de vida de esos niños, la sociedad no tiene ningún tipo de derechos sobre ellos. Por lo tanto, dado que la familia no es un instrumento de la sociedad para el "cultivo" de adultos (no es una red de pequeñas piscifactorías del Estado), tampoco merece un "salario" en concepto de "servicios prestados".
Sin duda, pocas cosas hay más peligrosas para la supervivencia de la familia que esta absurda concepción, pues supone de facto su nacionalización y eliminación como institución privada y libre.
Tercero, el trabajo de las amas (o amos) de casa es totalmente respetable, pero no por ello deben recibir una renta. A diferencia de lo que ocurre con los salarios, el ama de casa trabaja para sí misma y su familia. Los frutos de su trabajo (tener una casa limpia y habitable) redundan por entero en su bienestar. En el trabajo dependiente y por cuenta ajena, en cambio, un individuo (trabajador) alquila sus servicios a otro (empresario), a cambio de los cuales percibe un salario. Es un intercambio libre y voluntario entre "servicios" y "salario".
Decir que las amas de casa merecen un salario, que debe ser pagado por el Estado (o más exactamente, por el resto de contribuyentes), es equivalente a señalar que también lo merece el estudiante que ordena su habitación, o el individuo que corte leña para calentar su hogar en invierno. El trabajador percibe el fruto de su trabajo o, en caso de que haya vendido anticipadamente ese fruto, un salario. Dado que el ama de casa no ha vendido nada, tampoco debe proporcionársele coactivamente un salario.
¿Por qué el Estado tiene que obligar a un individuo X a que le pague a otro individuo Z cuando éste limpia su casa? ¿También, entonces, deberán pagarnos un salario cuando mantenemos limpio y sano nuestro cuerpo (esto es, cuando vamos al gimnasio, nos duchamos, nos lavamos los dientes y nos echamos colonia)?
Argumentos económicos
Junto a los argumentos sociales tenemos otros estrictamente económicos, a saber: que es rentable para la sociedad que el Estado invierta en la promoción de la natalidad. Las razones por las que se suele señalar que una amplia natalidad es beneficiosa económicamente son variopintas. Sin embargo, nos conformaremos con citar dos: las externalidades positivas del crecimiento poblacional y el sostenimiento del sistema de pensiones.
Los defensores de la doctrina de las externalidades positivas son declarados antimalthusianos (no sin razón). En su opinión, una mayor población supone un mayor crecimiento económico debido a una división del trabajo más profunda, una mayor especialización de cada individuo y una cantidad superior de genios. En otras palabras, el crecimiento de la natalidad produce unas externalidades positivas por las que las familias no se ven recompensadas, lo que hace que la cantidad de niños sea "socialmente subóptima" (esto es, que nazcan menos niños de lo adecuado). En consecuencia, el Gobierno tiene que incentivar los nacimientos a través de una paga periódica.
Sin embargo, el argumento tiene una pequeña contradicción. Si el crecimiento es bueno en tanto que favorece una mayor división del trabajo, ¿cómo puede defenderse la redistribución estatal de la renta, que, precisamente, supone la destrucción de la división del trabajo? Tengamos presente que el impuesto produce una redistribución ineficiente de la renta, apartándola de sus usos prioritarios, determinados en cada momento por la división del trabajo. Por ello, los impuestos ponen fin a la división del trabajo y la sustituyen por una organización socialista de la producción (es el Estado quien decide dónde deben invertirse los recursos y cómo deben organizarse los trabajadores).
Por tanto, el sarcasmo del argumento de las externalidades positivas de la natalidad es que parte de los beneficios del mayor número de trabajadores, empresarios y genios para luego proponer acosar a trabajadores, empresarios y genios con impuestos.
Otro argumento frecuentemente utilizado es el de señalar que, si la natalidad no aumenta, "las generaciones presentes no llegarán a cobrar las pensiones públicas". Suele ser especialmente recurrente para justificar la inmigración y la reproducción masiva de los inmigrantes.
No obstante, el problema del sistema de pensiones es otro. Se basa en la redistribución de la renta y no en su capitalización. Si incrementamos el número de contribuyentes para financiar las pensiones actuales, ¿no estamos simplemente prorrogando el problema? ¿Es que este ampliado número de contribuyentes no clamará en el día de mañana por sus pensiones? ¿Hasta qué punto es razonable esta política de planificación social de los nacimientos para conseguir salvar un sistema corrupto de base?
Sin duda, la sociedad se beneficiaría mucho más con la quiebra del sistema público y su sustitución por uno privado de capitalización, donde cada individuo ahorrara para su futuro. Por tanto, tampoco este argumento consigue fundamentar una rentabilidad económica en las transferencias coactivas de renta a las familias.
Conclusión
A lo largo de este artículo hemos tratado de esbozar la injusticia que supone la redistribución de renta y, en concreto, la redistribución de renta a las familias. Aun siendo conscientes de la enorme importancia de la institución familiar para la salvaguarda de nuestro bienestar y libertad, difícilmente podemos por ello justificar el sacrificio del bienestar y la libertad a través de los impuestos y de la progresiva implantación del socialismo.
Ni es éticamente justo, ni económicamente rentable, ni estratégicamente acertado. La familia tiene que desvincularse totalmente del Estado y no convertirse en un órgano delegado. Los comunistas intentaron destruir la familia y sustituirla por el Partido; la socialdemocracia actual pretende difuminar su contenido, su importancia y su trascendencia para dominarla a través del Estado.
No es, por tanto, razonable proteger la familia a través de quien pretende eliminarla. El Estado es el enemigo de las instituciones, no su aliado. Mientras semejante ilusión perdure, se las seguirá erosionando con total impunidad. Y eso, precisamente, es lo que no conviene ni a la sociedad ni a las familias.