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Desindustrialización forzosa

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El protocolo de Kyoto es un fraude. Tiene una base científica muy débil y pese a ello, propone una serie de medidas que tendrán un impacto económico sobrecogedor y para obtener un retraso en el calentamiento global, ciertamente escaso: 0,19ºC en 50 años . O retrasar el calentamiento previsto para 2100 hasta 2106. Todo ello, dando por buenos los resultados que el propio protocolo espera de su aplicación, lo que es más que dudoso, por el demostrado desdén hacia la ciencia y porque cabría pensar en un sesgo a favor de la obtención de mayores resultados previstos.

Pese a estas consideraciones, ¿A qué nos obligarían las administraciones a renunciar para obtener tan magros e inciertos resultados?

El protocolo prevé alcanzar en 2012 unos determinados niveles de emisiones de gases de efecto invernadero (GEI) con implicaciones dramáticas sobre la marcha de la industria. Tenemos que partir de que la elección del uso actual de los combustibles y otros recursos por parte de la industria está basada en los precios de los servicios a que dan lugar y del coste de los mismos. En un sistema de precios libres, la elección de dichos recursos es la más económica posible dadas las circunstancias. En tal caso, obligar a las industrias a reducir sus emisiones les forzaría a las siguientes opciones: La primera de ellas es el cese o la reducción de la actividad que conlleva una pérdida directa. Pero las posibles consecuencias no se agotan aquí, las empresas tendrían que adoptar otros métodos de producción que resultaran en una menor emisión de GEI. Ello implicaría o bien recurrir a métodos que ahora no se utilizan porque son económicamente ruinosos, o bien invertir en la creación de los mismos; en ambos casos la sociedad acabaría perdiendo. Además la aplicación del tratado implicará un cambios en los precios relativos de los factores de producción, que exigirán a la industria un costoso ajuste. Tanto los costes energéticos como los de transporte u otros se extenderán por el conjunto de la sociedad pero exigirán también realizar onerosos ajustes. No obstante, esto es solo el comienzo del análisis.

Dado que los derechos de emisión se reparten por países, dentro de los mismos se tiene que realizar una asignación por industrias o por empresas. Esto dará lugar a arbitrariedades, pero para evitarlas en alguna medida, los gobiernos se verán obligados a imponer una serie de condiciones para que las empresas puedan acceder a dichos derechos, o a un sistema de licencias. De este modo el esfuerzo empresarial no estará dedicado a servir de la manera más adecuada y barata al mismo tiempo al consumidor final, sino al cumplimiento de los nuevos criterios, en la medida en que aún sean económicamente rentables. Cumplir con los requisitos permite acceder a los derechos de emisión pero puesto que no son necesarios para servir a otras industrias o al consumidor último, suponen un comportamiento antieconómico. Mucho capital y horas de trabajo se destinarán tanto a cumplir con los requisitos gubernamentales o a conseguir las licencias como a introducir los cambios necesarios; un esfuerzo que desde el punto de vista económico, se pierde para los consumidores. Dado que el protocolo concibe medidas de distinto tipo que incentiven la consecución de los objetivos, resulta tentador por parte del sistema político, como de la industria, que de nuevo el dinero de la sociedad se vaya a subvencionar métodos de producción que si bien son económicamente ruinosos, permiten cumplir con las exigencias requeridas. Ese dinero destinado a la producción ruinosa o antieconómica se podría haber destinado de forma provechosa por los ciudadanos.

Dentro de un mismo país, por tanto, se producirán cambios en la estructura de la industria, que quedará afectada tras la adaptación necesaria para cumplir con los requisitos. Los cambios de la transición desde la antigua estructura a las nuevas localizaciones, organizaciones, etc implicarán, asimismo, costes. Pero por lo que se refiere al conjunto de los países la situación también habrá experimentado cambios, porque muchas empresas se verán obligadas a trasladarse a sitios que, si bien económicamente son menos competitivos que los que habían elegido, aún cuentan con derechos de emisión que les permiten continuar con la actividad. Dado que el traslado se haría a zonas menos productivas, la economía también se vería resentida por esta causa. La asignación de derechos de emisión por países bien puede ser inadecuada, especialmente cuando el paso del tiempo cambie la estructura industrial. Unos países crecerán más que otros, y necesitarán más derechos de emisión. Pero su reparto está sometido a criterios políticos, que no tienen porqué coincidir con los económicos.

Hay un elemento muy preocupante. El protocolo carece de base científica sólida y esta misma semana ha recibido lo que puede ser el golpe definitivo. Los informes en que se basaban habían observado la evolución de las temperaturas terráqueas y habían hallado un comportamiento llamado el palo de Hockey, porque la gráfica de dichas temperaturas se mantenía plano hasta una repentina subida en el siglo XX, formando un gráfico que en efecto se parece al stick de ese deporte. Si bien dichos informes han sido crecientemente desacreditados, los últimos análisis, según informa el New York Times, parecen acabar definitivamente con las espurias conclusiones en que se basó el protocolo. Pese a ello, pese a que ya en 1995 el IPCC (el Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático) reconoció que la teoría del calentamiento global no contaba con suficiente apoyo, se ha decidido seguir adelante.

Independientemente de los motivos que uno pueda adivinar en tal contumacia, lo cierto es que la decisión de seguir adelante resulta no ya aventurada, sino arbitraria en gran medida. Por su carácter más político que económico, nada detiene al IPCC a la hora de imponer nuevas medidas restrictivas más allá de 2012, ampliar sus atribuciones para asegurarse un mayor cumplimiento de sus objetivos (algo a lo que los organismos oficiales tienen una natural tendencia) o incluso ampliar dichos objetivos, en nombre siempre del medio ambiente, en contra siempre del ciudadano, y con total independencia de los veredictos de la ciencia. Esto tiene también implicaciones económicas, porque tal arbitrariedad lleva a la incertidumbre a los agentes económicos, que abandonarán algunos de sus proyectos que de otro modo serían beneficiosos para la sociedad. Además, dado que frena el desarrollo industrial, hace que se detenga la aparición de nuevas industrias. La empresarialidad, verdadero motor del crecimiento económico, se ve cercenado en esta importante rama de la economía, con penosas consecuencias.

El cálculo de los costes tanto directos como indirectos es muy difícil, pero un somero análisis lleva a conclusiones ciertamente sobrecogedoras. En el caso de los Estados Unidos, un país altamente industrializado, el PIB se podría reducir en un escalofriante 2,3% anual, según se ha calculado . En el caso de España, solo en costes directos y desde supuestos conservadores, un informe de PriceWaterhouseCoopers ha llegado a la nada tranquilizadora cifra de 19.000 millones de euros solo de 2008 a 2012. Y no es sino una pequeña parte de los costes totales impuestos al conjunto de la sociedad y que vienen por los procesos arriba descritos. No se engañe el lector sobre quién saldría más perjudicado de todo ello. En la mente de muchos están los adinerados empresarios como las víctimas más previsibles; pero en realidad serán los más pobres, tanto dentro de cada país como los que viven el las áreas más desfavorecidas del planeta, lo que se llevarán las peores consecuencias.

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