Más, y no menos capitalismo. Más, y no menos propiedad privada. Más, y no menos empresas. Más, y no menos mercados financieros. Esa es la fórmula para sacar de la miseria a medio mundo. La lectura de estudiosos del capital como Hernando de Soto, Michael Milken y Carl Menger nos explican por qué.
Así identifica el economista peruano Hernando de Soto en su libro El Misterio del Capital la causa más poderosa, a su juicio, por la cual “el capitalismo triunfa en Occidente y fracasa en el resto del mundo”.
La gran tragedia del mundo subdesarrollado es que sus “muy sociales” gobernantes marginan a tres cuartas partes de sus habitantes, condenándoles a sistemas de propiedad precarios sobre sus bienes. De esta forma jamás pueden tener acceso a un crédito pignorándolos en garantía, tienen enormes dificultades para trasmitir su patrimonio en caso de necesidad o conveniencia, carecen de incentivo para invertir en la mejora de sus inseguras propiedades y, a fin de cuentas, viven condenados a no poder extraer de sus bienes la mayor parte de su valor potencial.
La tragedia no se para ahí. Con legislaciones laborales costosísimas e irreales, las burocracias tercermundistas no dejan más alternativa a sus nacionales que emplearse en puestos de trabajo extralegales. Así por ejemplo en Zambia sólo el 10% de la población está legalmente empleado. Además con sus regulaciones, certificaciones administrativas, mordidas y demás restricciones a la libre iniciativa hacen imposible que los emprendedores puedan acceder al mercado salvo a través de empresas sumergidas.
Las reglamentaciones gubernamentales en materia de urbanismo –desde la escasez de suelo urbanizable hasta la limitación de alturas pasando por los consabidos mil y un certificados administrativos y sus consiguientes prohibitivas comisiones– junto a los controles de alquileres empujan a los emigrados del campo a la ciudad a acudir a la infravivienda como única solución. Así, en Brasil, cuando hace treinta años dos tercios de la construcción de vivienda era para alquiler, hoy apenas el 3% de la construcción se hace con esa finalidad. Las favelas absorbieron ese mercado. Vivir en chabolas, ranchitos, pueblos jóvenes, favelas, bidonvilles y shantytowns implica además carecer de domicilios legales y con ello no poder tener acceso a servicios básicos como electricidad, alcantarillado o agua potable. Lo que no existe no puede ser ni aprovisionado ni facturado.
Michael Milken, el genio que revolucionó los mercados financieros norteamericanos durante las décadas de los 70 y los 80 (y que terminó pasando una temporada en la cárcel por pisar demasiados callos del establishment), escribía en su artículo The democratization of capital que el acceso al capital ha estado generalmente restringido a lo largo de la historia. La casi exclusividad para la realeza y la iglesia durante el medioevo sólo fue parcialmente ampliada durante el siglo XIX a un grupo de industriales con propiedades que les respaldasen. Incluso en los años 60 las instituciones financieras habían de limitar sus créditos a aquellos clientes considerado seguros.
Aunque tras la revolución financiera de las últimas décadas, en la que Milken tanto ha tenido que ver, el acceso al capital en Norteamérica es posible (venture capital, bonos basura, fondos mutuos, OPVs, …) prácticamente para cualquiera con un buen proyecto y ganas de luchar por él, las limitaciones siguen existiendo a mayor o menor escala para gran parte del resto de la población mundial. Y eso quiere decir menos empresas, menos riqueza, menos innovaciones, menos empleos. Cuando advertimos que dos de cada tres inventos desarrollados en el siglo XX han provenido de los EE.UU. o que allí se han creado nada menos que 50 millones de empleos en las tres últimas décadas, tan sólo empezamos a vislumbrar qué fabulosa máquina capaz de convertir las piedras en pan es el capitalismo popular. La fuerza del progreso por excelencia.
Una de las principales lacras de buena parte de los ideólogos políticos y científicos sociales del siglo XX ha sido su incapacidad para aprehender la idea misma de capital. El premio Nobel de Economía F. A. Hayek reflexionaba en The Mythology of Capital que pocas palabras han sido utilizadas con tal cantidad de significados diversos, mientras que la esencia de su realidad era a la vez tan poco comprendida.
El capital no es un factor de producción de una naturaleza peculiar (“conjunto de bienes producidos”) que tiene unas facultades tecnológicas especiales (“sirven para producir”) sin que importe cuáles sean las relaciones jurídicas de propiedad que sobre los mismos existan. Sin propiedad privada, sin mercados y precios, sin división del trabajo y sin empresas, sencillamente no hay capital. Quizás habrá otras cosas: máquinas, edificios, tecnología, obreros. Pero no el alma que hace que todo eso funcione. Los soviéticos –que creían que el capitalismo era un conjunto de instituciones concebidas para la explotación de los asalariados– estuvieron décadas y décadas acumulando bienes de bienes de equipo a costa de infringir graves privaciones a la población para finalmente descubrir su incapacidad absoluta para generar algo de valor para la gente. Falsas teorías, penosos resultados.
Como tampoco es capital una especie de entelequia global de la cual pueda disponer a su antojo una nación o su gobierno para atender a la satisfacción de las necesidades que considere oportuno. Los gobernantes de medio mundo se hartaron de nacionalizar industrias para comprobar que la riqueza no estaba allí. Para su desespero todo se escapaba como agua entre los dedos justo en el mismo momento en que desaparecían la propiedad privada, los empresarios y los precios libres. ¡Ay, si hubiese habido más Lew Kwan Yews y menos Nkrumahs en el mundo!
Y es que capital es, en la seminal definición del fundador de la Escuela Austriaca de Economía, Carl Menger, la valoración monetaria de los bienes, servicios y derechos convertidos en activos empresariales para la generación de beneficio y por tanto renta y/o riqueza para sus dueños.
Así que una vez más será necesario repetir que la formación de capital implica la existencia de propiedad privada. No sólo la facultad de usar los bienes en un determinado sentido precario, sino también de gravarlos, de trasmitirlos, de dividirlos, de dedicarlos a los negocios y de hacer propios los beneficios obtenidos. Implica la posibilidad de crear libremente empresas que no se vean asfixiadas por regulaciones, concesiones burocráticas, certificaciones administrativas e impuestos. Y requiere también la existencia de un dinero sano con el que sea posible conservar la propiedad cedida en crédito, con el que sea posible la contabilidad y con el que tenga más sentido producir riqueza que jugar a anticiparse a la siguiente devaluación. En un campo como el de la ayuda al desarrollo, leer a Hernando de Soto, Michael Milken o Carl Menger es encontrar algo de cordura donde suele abundar tanta demagogia.