Hace unos días el Gobierno australiano anunció su intención de no ratificar el Protocolo de Kyoto. Rusia ya había hecho lo propio poco tiempo antes, siguiendo el ejemplo inicial de los EEUU. Si Japón se suma también, el Protocolo será historia. Es decir, el número de países que sigue abandonando dicho engendro continúa creciendo imparablemente, de lo cual nos congratulamos. Destruir el tejido industrial que tanto tiempo y esfuerzo ha costado acumular y que sirve para garantizar la prosperidad de miles de millones de personas, no es precisamente “pecata minuta”. Hacerlo en base a un fantasma pseudo-científico es sencillamente demencial.
En una columna anterior resaltábamos el hecho de que, los que hace veinticinco años decían que el peligro era una nueva era glacial, ahora nos sacaban el espectro inverso. Mi buen amigo Thomas Sowell repasaba hace poco las hemerotecas. En el número de la revista Science del 1 de marzo de 1975 y en base a un informe de la National Academy of Sciences (Academia Nacional de Ciencias) se concluía que “una nueva era glacial es una posibilidad real”. En el Newsweek de 28 de abril de 1975 “el clima de la Tierra parece estar enfriándose”. Según el número de Science Digest de febrero de 1973, “una vez que se inicie la congelación, ya será demasiado tarde para actuar”. Si les suena este histerismo, las medidas que se proponían para “salvar la Tierra” les sonaran aún más. Efectivamente, el crecimiento cero y la Contrarrevolución Industrial.
Todo esto no es de extrañar. Uno de los más conspicuos ecologistas pseudo-científicos, el americano Stephen Schneider advertía así a sus correligionarios según cita reproducida en el libro Trashing the Planet. “Tenemos que presentar escenarios que asusten, hacer declaraciones sencillas y dramáticas y hacer escasa mención de cualquier duda que podamos tener. Cada uno de nosotros tiene que decidir sobre el equilibrio posible entre ser efectivo y ser honesto”. Curiosamente el propio Schneider participó junto a Paul Ehrlich en uno de los mayores ridículos que la “ciencia ecologista” ha sufrido nunca: la apuesta cruzada con Julian L. Simon a principios de los 80. Simon ganó fácilmente la contienda pues, los recursos naturales lejos de agotarse en las próximas décadas como aventuraban todos los “expertos”, han venido siendo cada vez más económicos en términos de ingreso per capita para prácticamente cualquier ciudadano del mundo. A este respecto, recomiendo vivamente el magnífico resumen que de dicha controversia, puede encontrarse en el próximo número de la Ilustración Liberal firmado por Antonio Mascaró Rotger.
Algún lector me ha reprochado desconocimientos científicos en el asunto. Es verdad que no soy climatólogo, sino economista y desde esa perspectiva creo mi deber informar a la ciudadanía cuando una determinada política trata de destruir las fuentes de la riqueza que nos sustentan. Pero cuando numerosos climatólogos —no sólo norteamericanos: David Linzen del MIT, Fred Singer; Patrick Michaels del Cato Institute, James K. Glassman del Harvard-Smitsonians Center etc., sino también alemanes como los autores del libro Klimatfakten que han sido víctimas de vetos políticos en Baja Sajonia— denuncian manipulaciones políticas en los congresos de académicos, inconsistencias científicas, resultados contradictorios, múltiples teorías alternativas plausibles y sobre todo escaso desarrollo de la Ciencia del Clima y el hecho de que la cuestión del calentamiento no es perentoria ni siquiera en el peor de los escenarios posibles, aplaudir esta nueva forma de ludismo es sencillamente una irresponsabilidad.