La grandeza del liberalismo y del conservadurismo radica precisamente en tener más claro por donde no se debe ir que por donde se debe ir.
Es mucho más importante restar que sumar. Ir por la llamada vía negativa. Lo es en todos los ámbitos de la vida, las elecciones no son una excepción. Votar en positivo es, así, en líneas generales, propio de gente que se deja llevar por unas convicciones políticas muy acendradas, por la corriente o por las modas que imperen en su grupo de edad, en su entorno geográfico o en su clase social. Nadie puede estar de acuerdo con la totalidad de un programa electoral, es algo simplemente imposible. Si queremos maximizar la operación de votar deberíamos decidirnos por eliminación, es decir, por sustracción, y no por adición como suele pensarse. Si votásemos por adición en España habría casi 47 millones de partidos políticos, uno por cada habitante, quizá alguno menos porque los niños no tienen opiniones políticas, pero no muchos menos ya que en nuestro país hay pocos niños.
Bajemos al terreno de juego. Por lógica solo pueden existir unos pocos partidos con aspiraciones a entrar en las cámaras, de esos solo uno, dos, a lo sumo tres, tienen posibilidades reales de gobernar, que es el único modo de materializar un programa electoral en la práctica. En España ahora mismo hay trece partidos con representación en la cámara baja y solo ocho en la alta. Uno de ellos cuenta con la mitad más uno de los escaños (en rigor dispone de la mitad más once), lo que convierte a los doce restantes en meros convidados de piedra que asisten a las sesiones, cobran a fin de mes y parlotean en las comisiones. Sucede también que los programas de cada uno de los partidos son como gotas de agua. Esta etapa de la historia de España, la que comenzó con el retorno del Rey, es de consenso y apenas se diferencian las propuestas políticas. Pero eso es materia para abrir pieza separada y analizarlo en otro artículo.
De las elecciones de mañana saldrá un nuevo Congreso y un nuevo Senado. Se moverán algunos escaños, la mayoría absoluta del PP se esfumará y todo indica que el PSOE descenderá a los infiernos. Los huecos que queden libres los ocuparán Ciudadanos y Podemos, las dos nuevas formaciones que acaban de irrumpir en la arena política. Resumiendo, la elección se limita a cuatro partidos que tendrán la ocasión de implementar total o parcialmente su programa. Podríamos, claro, ser unos románticos y votar a aquel cuyos postulados se asemejen más a nuestras convicciones, pero esto no sería más que un voto de conciencia y esos no tienen peso alguno en el BOE. Este tipo de voto es el paradigma del voto positivo.
Tomados los cuatro principales al votante no debería partir pensando en quién quiere que gane, sino en quién quiere que pierda. Esa es la idea. Cualquiera de nosotros tiene mucho más claro lo que está mal que lo que está bien. Me explico. Muchos tenemos la certeza, por ejemplo, de que la nacionalización de empresas es una pésima idea. Por una razón de mucho peso: allá donde se ha practicado los resultados han sido pavorosos en términos de productividad, destrucción de riqueza y coste para el contribuyente. Esta certeza es mucho más valiosa que la suposición de que recentralizar el Estado suprimiendo las comunidades autónomas redundará en un gasto público menor y un Estado más pequeño. Podríamos hacer lo mismo partiendo desde cualquier extremo del espectro ideológico. Los votantes socialistas, por ejemplo, no desean directamente que suban los impuestos, lo que desean es una administración gigantesca que redistribuya recursos en volúmenes industriales. Los impuestos son un medio, no un fin en si mismo, son esos recursos que el Gobierno luego redistribuirá a mayor gloria de las castas política y funcionarial. Así que un votante socialista –y en estos hay que incluir a los comunistas de Podemos e IU– hará bien en eliminar de primeras a todo aquel partido que no asegure un crecimiento sostenido de la maquinaria estatal. Con los liberales sucedería a la inversa.
Esta forma sustractiva de votar es la que se utiliza normalmente aunque no lo advirtamos. Es lo que explica que casi con toda seguridad el PP vaya a revalidar la mayoría de escaños. A fin de cuentas sobrevivir consiste en saber qué peligros evitar. La grandeza del liberalismo y del conservadurismo, doctrinas políticas sobre las que se han levantado las sociedades más ricas y libres de la Tierra, radica precisamente ahí, en tener más claro por donde no se debe ir que por donde se debe ir. Y la miseria intrínseca del socialismo con su cohorte de colectivismos varios radica en lo contrario, por eso son tan dados a dibujar castillos en el aire que luego, cuando gobiernan, se traducen en experimentos sociales que salen siempre mal.