Que la mayor parte de la pobreza se deba a la muy difícil inserción laboral de una parte de los españoles es algo que en buena medida puede enmendarse a muy corto plazo: basta con eliminar costosas e innecesarias trabas regulatorias a la creación de empresas y de empleo.
La tasa de riesgo de pobreza y exclusión social (tasa Arope) se redujo en 2015 desde el 29,2 al 28,6% de la población. Sigue siendo una tasa muy elevada (en 2008, antes de desatarse la crisis en toda su intensidad, era del 23,8), pero al menos ha dejado de crecer. Ahora bien, ¿qué significa que el 28,6% de la población española se halla en una situación de «riesgo de pobreza y exclusión social»?
Lo primero a aclarar es que lo anterior no implica que casi un 30% de los españoles sean pobres: en realidad, son ciudadanos que se supone que podrían llegar a ser pobres si permanecieran durante mucho tiempo en su actual situación. ¿Y cuál es su situación actual? Un 22,1% de los españoles percibe rentas inferiores al llamado umbral de pobreza (8.010 euros anuales para hogares unipersonales, 16.823 euros para hogares con dos adultos y dos niños); el 12,8% experimenta «baja densidad en el empleo» (trabajar menos del 20% de las horas que podría trabajar) y el 6,7% sufre carencia material severa (insuficiencia de ciertos bienes que consideramos esenciales para mantener una vida digna).
Evidentemente, existen muchas intersecciones entre esos tres grupos (en caso contrario, la tasa Arope no sería del 28,6%, sino del 41,6%): la mayor parte de los que sufren carencia material severa es porque perciben rentas inferiores al umbral de pobreza; a su vez, muchos de los que perciben rentas inferiores al umbral de pobreza presentan una baja densidad en el empleo. La tasa Arope del 28,6% indica, justamente, cuántos españoles están en al menos uno de estos tres grupos.
Con todo, estar en uno de esos tres grupos no implica necesariamente ser pobre (sino, como digo, estar en riesgo de pobreza o exclusión social). Por ejemplo, una persona que esté desempleada integrará la categoría de «baja densidad en el empleo», pero podría contar con amplios ahorros (o con prestaciones públicas) que le permitieran no vivir como pobre. A su vez, una persona que ingrese 8.000 euros anuales puede ser propietario de su casa y residir en una zona donde el coste de la vida es más bajo que en la media de España (el umbral de pobreza de 8.010 euros por persona es el mismo para todo el territorio nacional, cuando evidentemente no es igual de costoso vivir en el centro de Madrid que en un pueblecito extremeño). Ciertamente, podríamos admitir que todas estas personas están en riesgo de ser pobres (por eso se denomina tasa de riesgo de pobreza o exclusión social), pero no necesariamente que ya son pobres.
¿Cómo medir, entonces, la pobreza en España? A mi juicio, el indicador que más se le acerca es el de carencia material severa: a saber, cuántos españoles carecen de determinados bienes esenciales para poder desarrollar una buena vida. La tasa Arope considera que hay nueve bienes básicos para vivir dignamente:
1. Irse de vacaciones al menos una semana al año.
2. Comer carne, pollo o pescado al menos cada dos días.
3. Mantener la vivienda con una temperatura adecuada.
4. Afrontar gastos imprevistos (de 650 euros).
5. No retrasarse en el pago de gastos relacionados con la vivienda principal (hipoteca o alquiler, recibos de gas, comunidad…) o en compras a plazos en los últimos 12 meses.
6. Automóvil.
7. Teléfono (incluido teléfono móvil).
8. Televisor en color.
9. Lavadora.
Si alguien no puede permitirse afrontar cuatro de los anteriores nueve gastos, la tasa Arope lo cataloga como persona que sufre de «carencia material severa», esto es, pobre. En 2015, como dijimos, el 6,7% de los españoles estaba en esa situación, es decir, unos 3 millones de personas. De ellos, unos 2,25 millones eran mayores de 16 años y 750.000 eran menores de 16 años. ¿Y por qué 2,25 millones de adultos (y, en consecuencia, 750.000 menores a su cargo) padecían de carencia material severa? La mayor parte porque se encontraban desempleados (860.000) y otra parte importante porque estaban inactivas (alrededor de 600.000); otras 660.000 personas padecían de carencia material pese a tener un empleo y casi 120.000 eran jubilados. Por consiguiente, el grillete que sigue atando a muchos españoles a la pobreza es el difícil acceso al mercado laboral: sólo el 3,7% de las personas con empleo padecen de carencia material severa (y en su mayor parte serán personas con empleo precario, un problema que también se explica por la distorsionada realidad de nuestro mercado laboral).
Cabe, no obstante, efectuar un matiz adicional: que una persona sea incapaz de hacer frente a cuatro de los nueve gastos anteriores puede que la califique como pobre, pero desde luego no como extremadamente pobre. Si queremos acotar más el significado de pobre para incluir a, por ejemplo, aquellas personas con dificultades para acceder a una alimentación saludable (en concreto, aquellas que no pueden permitirse comer carne o pescado una vez cada dos días), llegaremos a la cifra de que sólo el 2,5% de los españoles (1,15 millones de personas) se encuentran en esa situación, de la que afortunadamente escaparon 275.000 a lo largo de 2015. De los 1,15 millones incapaces de mantener una alimentación saludable, 370.000 son parados, 260.000 son inactivos, 90.000 son jubilados, 200.000 son empleados y 230.000 son menores de edad a cargo de los anteriores.
En definitiva, ésta es la auténtica magnitud del drama social de España: una magnitud que debería tratar de acotarse, en primer lugar, ampliando las escasas oportunidades actualmente disponibles por muchos de estos grupos de ciudadanos. A saber, bajando impuestos y liberalizando la economía. Que la mayor parte de la pobreza se deba a la muy difícil inserción laboral de una parte de los españoles es algo que en buena medida puede enmendarse a muy corto plazo: basta con eliminar costosas e innecesarias trabas regulatorias a la creación de empresas y de empleo.