Bélgica, Holanda, Francia o la propia Alemania tienen zonas en las que la policía no entra y los jueces no intervienen.
En los dos últimos años el yihadismo se ha cobrado unas 250 vidas en Europa occidental. No es algo y aislado ni puntual, es una tendencia que promete acompañarnos durante mucho tiempo y ante lo que no se ha encontrado solución. Europa, un lugar confiado y lleno de ciudades, es el lugar idóneo para atentados como los de París, Niza o Berlín, masacres todas conectadas por una serie de puntos comunes. No existe relación orgánica ni personal entre los autores de los mismos, apenas hay planificación previa y los terroristas no buscan forzar a los Gobiernos a tomar esta o aquella decisión, como si sucedía en la edad dorada de los secuestros aéreos allá por los años setenta. La suya es una violencia ciega, indiscriminada, que busca el daño por el daño y que sobre el pánico general se cimente la supremacía de su causa.
Pero lo más desconcertante de todo, y precisamente lo que nadie quiere reconocer por miedo a ser tachado de racista, es que esta vez el enemigo está dentro. Ni los asesinos de los caricaturistas de Charlie Hebdo, ni los pistoleros de París, ni los que pusieron las bombas en el aeropuerto de Bruselas, ni los “camioneros” de Niza y Berlín llegaron desde fuera con el propósito de matar y luego marcharse. En todos los casos o habían nacido en Europa o llevaban ya mucho tiempo aquí.
Amri Anis, el principal sospechoso del atentado de Berlín, un tunecino sobre el que pesaba una orden de deportación, había entrado en la Unión Europea hace varios años. Este tiempo lo ha pasado entre Italia y Alemania. En la primera fue condenado a cinco años de prisión, cumplió su condena y se trasladó a Alemania durante el verano de 2015 donde, confundido en los guetos urbanos de inmigrantes en los que crece y prospera la veta más radical del islamismo, planeó el atropello del mercadillo navideño.
Uno de los principales problemas de Europa hoy es la mera existencia de esos guetos, auténticas sociedades paralelas, Estados dentro del Estado en las que las leyes republicanas se desvanecen y son sustituidas por distintas formas más o menos encubiertas de sharia. En lugares así los terroristas encuentran el cobijo idóneo para vivir tranquilos, pasar desapercibidos y arremeter contra el país de acogida cuando creen que ha llegado su momento de inmolarse en nombre de Alá. A veces ni siquiera necesitan sacrificar su propia vida, ya que esos mismos barrios al margen de la república los amparan y protegen tras una espesa e impenetrable capa de silencio y complicidad.
Salah Abdeslam, hoy encerrado en una cárcel francesa de máxima seguridad, huyó tras la matanza de París y estuvo durante cuatro meses viviendo en su barrio de Bruselas sin que nadie le incomodase. A los belgas no les extrañó lo más mínimo. Bélgica, Holanda, Francia o la propia Alemania tienen zonas en las que la policía no entra y los jueces no intervienen, territorios perdidos de sus respectivas repúblicas que los gobernantes de esas mismas repúblicas no parecen demasiado interesados en recuperar por miedo a empeorar las cosas o, lo que es más grave aún, por el desasosiego que les produce tener que enfrentarse al sanedrín de lo políticamente correcto.
Pero el huevo de la serpiente está ahí. Pueden detener, juzgar y condenar a la pena más dura que la ley permita al asesino de Berlín, pero eso no secará la fuente. Amri Anis no es más que una gota, una consecuencia de un problema mucho mayor que no saben como atajar por la simple razón de que no quieren reconocer que el enemigo está dentro y que la culpa es enteramente suya.