La gran revolución del siglo XXI es la de la honradez. Poco a poco el relato y la práctica se irán acercando. Tomará cierto tiempo, pero sucederá. Ya está ocurriendo.
Parece que el siglo XXI no será el de otro socialismo trasnochado, como pretendían algunos descerebrados empedernidos, sino el de la honradez, compañera imprescindible de la democracia liberal.
Me explico.
Odebrecht es el nombre de la mayor compañía de construcción de América Latina y una de las más eficientes. Lo novedoso no es que pagara sobornos millonarios en toda América, una práctica endémica en nuestra cultura, sino que ese delito se convirtiera en un escándalo internacional y llevara a la cárcel a decenas de funcionarios corruptos y a los directivos que aportaban las coimas. Eso es rarísimo.
Lo extraño es que el ingeniero Marcelo Odebrecht, heredero y cabeza de una empresa brasileña con 167.000 trabajadores, que opera en 60 países, acabara tras la reja condenado a 19 años de cárcel por haber hecho negocios fraudulentos, muchos de ellos vinculados a las trampas cometidas en la asignación de los contratos de Petrobrás, el gigante petrolero de su país.
Odebrecht repartió dinero profusamente bajo la mesa. En su país, en época de Lula da Siva y Dilma Rousseff, 349 millones. En la Venezuela de Chávez, 98. En la Argentina de los Kirchner, 35. En el Ecuador de Rafael Correa, 33 (más que los socialistas del siglo XXI, son los peores pillos del siglo XXI). En Panamá, 59. En República Dominicana, 92. En Perú, 29. En Guatemala, 18. En Colombia, 11 y en México, algo más de 10.
El total es de casi 800 millones de dólares, entregados en sobornos a cambio de miles de millones de dólares adjudicados a la compañía por medio de contratos amañados. Coimas por las que la empresa ha aceptado pagar una multa en Estados Unidos de 3.500 millones, de los cuales casi un tercio corresponden a Braskem, una enorme filial de Odebrecht dedicada a la petroquímica.
¿Por qué Marcelo Odebrecht y otros ejecutivos revelaron sus delitos? Porque hace unos años se aprobó una ley en Brasil que rebajaba las penas de los condenados si colaboraban con la Justicia. No fue un súbito ataque de mala (o buena) conciencia, sino una maniobra legal para salir del infierno de las cárceles brasileñas.
De alguna manera, esta violenta sacudida ha venido en auxilio de la vapuleada democracia liberal. La idea de que todos somos iguales ante las leyes presupone que todos estamos obligados a cumplirlas, y no hay duda de que en las tres cuartas partes del planeta, incluida casi toda América Latina, ese principio no se respeta.
La impunidad con que los políticos electos o los funcionarios de más alto rango violan la ley y se convierten en millonarios tiene al menos dos efectos devastadores en la ciudadanía. Por una punta genera una atmósfera de cinismo total ante un método de gobierno que postula la sujeción a la ley, pero los políticos y funcionarios que lo administran practican lo contrario. Y por la otra provoca la imitación en cascada de la corrupción. «Si mi jefe se enriquece ilegalmente con estos negocietes, ¿por qué no voy yo a hacer lo mismo?».
Muchos funcionarios menores, tras las huellas del mal ejemplo de sus superiores, venden los trámites a su cargo: los burócratas cobran por gestionar asuntos que deberían ser gratis, o por agilizar pagos legítimos; los policías negocian las multas, revenden la cocaína confiscada o se colocan discretamente en las nóminas de las mafias, y así hasta el infinito.
¿Cómo extrañarse de que la mitad de la policía mexicana –250.000 personas– fuera corrupta, cuando la práctica totalidad de la jerarquía política de ese país incurría en hechos parecidos, pero mucho más costosos, que afectaban a una sociedad desmoralizada que acaba pechando con el sobreprecio?
Hace años, el hermano de un notable político español acusado de un delito de tráfico de influencias se hizo famoso con una frase reveladora que obtuvo la benévola comprensión de la sociedad: «Qué pasa, ¿es que siempre van a robar los mismos?», dijo. El problema más grave de que roben algunos impunemente es que acaba robando todo el que puede.
Uno de los mejores pensadores norteamericanos contemporáneos, Douglass North, muerto en el 2015, Premio Nobel de Economía (1983) por haber demostrado la relación entre el funcionamiento de las instituciones de Derecho y la prosperidad, en uno de sus últimos ensayos explicó que las naciones podían dividirse en dos grupos, uno de acceso abierto, relativamente pequeño, y el otro, mucho mayor, de acceso limitado. Las de acceso abierto, encabezadas por Estados Unidos y seguidas paulatinamente por las 25 más exitosas, fundamentaban su funcionamiento y el éxito de los individuos en la meritocracia, el mercado y la sujeción a la ley. Las de acceso limitado, en los contactos personales y la violación de las reglas. De ahí las diferencias en los resultados entre unas y otras.
En las de acceso abierto, a la mayor parte de las personas no les molesta que Bill Gates o Warren Buffett se hayan hecho inmensamente ricos operando dentro de las normas, pero no toleran que un sujeto se beneficie de las ventajas del sistema y se enriquezca haciendo trampas. Esto no quiere decir que no haya bribones, sino que se les combate y desprecia. En las de acceso limitado, quien tiene padrinos se bautiza. En ellas se comete todo género de tropelías e inmundicias, en medio de sociedades encharcadas en la corrupción y anestesiadas por la impunidad con que operan los triunfadores elegidos por el poder político, perpetuando el círculo vicioso de empresarios que se enriquecen comprando políticos y viceversa.
Esto es lo que está cambiando ante nuestros ojos. Muchas sociedades están mudando la piel y en medio de grandes escándalos pasan a trompicones del acceso limitado al abierto, espoleadas por jueces probos dispuestos a limpiar la sentina, caiga quien caiga.
La gran revolución del siglo XXI es la de la honradez. Poco a poco el relato y la práctica se irán acercando. Tomará cierto tiempo, pero sucederá. Ya está ocurriendo.