El progresista identifica los problemas sociales con una facilidad y una certeza que, de no ser engañosas, serían envidiables.
Si algo me gusta en este mundo es debatir. Lanzo mis ideas al que tengo enfrente, dejo que las zahiera y hago lo mismo con las suyas. En ocasiones hay una imagen latente que vamos dibujando entre los dos. Me divierte, y aprendo. Pero no siempre es una experiencia placentera. Como siempre tiendo a defender que haya una libertad lo más plena y extensa posible, choco en ocasiones con los hombres y mujeres “de sistema”, como diría Adam Smith. Colisiono con esos que imaginaron, o aprendieron, el esquema “correcto” de cómo debe ser la sociedad, y buscan ahormarla a tal diseño, al que ponen nombres extrañísimos, como “justicia” o “progreso”.
No hay ningún problema en eso. Todo el mundo tiene derecho a estar equivocado; no me voy a arrogar yo la exclusiva. El problema surge cuando se intenta establecer un debate de ideas. A veces se rompe… pero no soy yo quien lo cercena. Existe en algunos un condicionamiento ideológico, un encono y sectarismo, que no confundo con el hecho de que no piensen como yo.
La hostilidad del progresista
No soy el único que lo ha experimentado. Muy recientemente, Matthew Blackwellescribía en la revista Quilette un artículo titulado The Psychology of Progressive Hostility en el que comentaba que, por su acervo personal de ideas, se encontraba en ocasiones debatiendo con interlocutores liberales, y en otras progresistas. Su experiencia, lo mismo que la mía y la de muchos, no es la misma en un caso que en el otro: “cuando no estoy de acuerdo con un amigo o colega liberal o conservador sobre algún tema político, no tengo miedo de decir lo que pienso. Hablo, escucha, responde, hablo un poco más, y al final seguimos llevándonos bien, como siempre. Pero he descubierto que cuando un amigo progresista dice algo con lo que no estoy de acuerdo, o que yo sé que es incorrecto, dudo en hacérselo ver. Esta vacilación es una consecuencia de la contrapuesta actitud que se percibe en los de derecha y los de izquierda cuando escuchan una opinión distinta a la suya. Y resulta que no soy el único que se ha percatado de ello”.
Y ejemplos no faltan, los hay de toda clase y condición, desde los más violentos a los más sutiles. Desde reventar conferencias en la Universidad, esa institución que antes era templo del debate y la búsqueda del saber, hasta crear en ellas “espacios seguros”, donde los activistas se refugian, al abrigo de la peligrosa incidencia de las ideas del conferenciante.
Normalmente, esa hostilidad izquierdista hacia el pensamiento contrario se manifiesta de modos más sutiles. Muestran su indignación porque el otro piense así. O dan sencillamente por hecho que el interlocutor es estúpido o carece de la información o la formación necesaria para ser una persona normal, progresista. O no tiene criterio propio, una acusación que me hace especial gracia. Es el progresista, y por tanto el devoto del canon ideológico, de la ortodoxia contemporánea, quien osa decir al pobre liberal, que suele jugar en campo ajeno, que no tiene criterio propio.
Detrás de esta acusación, como de otras, subyace la idea de que si realmente fuera capaz de pensar… lo haría como él. Hay otros expedientes más inaceptables y no menos ridículos, como dar por hecho que el otro simplemente tiene mala fe. O que sostiene esa postura porque sirve a oscuros intereses.
Colocar carteles al contrario
Una vez sentadas las reglas del juego, no tienes conocimiento ni inteligencia ni moral ni derecho a decir lo que dices, y yo sí, el izquierdista suele mostrar sus armas y, con la misma naturalidad con la que respira, recurre al apero progresista de instrumentos para el debate. El más inmediato, sale literalmente sin pensar, es colocar al oponente un cartel. En España, ese cartel es “facha”, una especie de apócope de “fascista”, y obedece a la misma mecánica con la que se marcaba a los enfermos de peste. Últimamente están de moda otras etiquetas, como “racista” o “machista”. Una vez colocado el cartel no es necesario ir más allá: “eres un facha; habla, cucho, que no te escucho”. Y con esto he descrito el 80 por ciento del pensamiento progresista.
Pero como quiera que que el interlocutor liberal no se calla, hay que sacar otros instrumentos. En un mecanismo más complejo, avanzado, del pensamiento básico progresista (“eres un facha”), se acusa al contrario que todas sus referencias (datos, razones), son de fuentes fachas o manipuladas por oscuros intereses.
En ocasiones, estos mecanismos están aderezados por grados de mayor o menor educación. Y hay un motivo específico para esto. Uno de los instrumentos básicos del izquierdista para el debate es la indignación. Potencia cualquier otra muestra de pensamiento progresista y hay poderosas razones para ella. El liberal, o el conservador, es malvado o sirve a perversos intereses.
Blackwell no intenta explicar el motivo de este encono, de esta hostilidad hacia el otro. Simplemente se duele de que los progresistas no se percaten de lo complejo que es el mundo, o de que sean incapaces de entender lo que piensan los otros y por qué motivos lo hacen.
Un clarificador experimento
Sin embargo, Jonathan Haidt recoge un conocido experimento en su libro The rightheous mind. Se pedía a unos cuantos pares de liberales y progresistas que se explicasen mutuamente sus posiciones morales. Luego cada uno debía exponer cuál era la posición del otro.
Invariablemente, los liberales exponían correctamente las ideas del otro, con sus palabras y razones. Los progresistas, por el contrario, retorcían los argumentos de los liberales y les atribuían argumentos que no habían dicho. Yo, que soy liberal y moderadamente conservador, me enfrento habitualmente a la frustración de ver que el otro ni me entiende ni quiere entenderme.
¿Cómo se explica que este comportamiento sectario, anti intelectual, prevalezca mucho más en la izquierda que en la derecha? Yo creo que hay un motivo esencial, una razón que se encuentra vinculada a la esencia del pensamiento de izquierdas: el progresista, el “hombre de sistema” identifica los problemas sociales con una facilidad y una certeza que, de no ser engañosas, serían envidiables y, además, propone una solución justa y eterna, que todo el mundo debe entender.
En esas condiciones, quien se oponga, o no tiene corazón, o le falta conocimiento o inteligencia, o sirve a los intereses creados. Estos últimos (la Iglesia, el Ejército, los empresarios…) son lo único que explicaría para un progresista que la revolución, o al menos el cambio, evidente y benéfico, no haya llegado ya.
Y los que se oponen al bien supremo, que ha de llegar, los que fomentan que el mundo siga siendo tan injusto como siempre o más, esos, no merecen el beneficio de la duda. Porque dudar es cosa de fachas.