Yo soy partidario de la libre inmigración, pero esa no es la cuestión aquí.
La llegada de seis centenares largos de personas a las costas españolas procedentes de Libia y el llamado “proceso” separatista catalán son dos cuestiones que, en principio, no tienen nada que ver la una con la otra. Pero las dos, como muchas otras que agitan los políticos en los medios de comunicación, se refieren a una misma cuestión que, de forma apresurada y sucinta podríamos expresar con la pregunta ¿quiénes somos?
Los grandes debates políticos se erigen sobre una cuestión fundamental, literalmente fundamental, que es la comunidad política, la de quiénes, y por qué motivos, se definen a sí mismos con el mismo denominador. Aunque los lindes de la comunidad política nunca han sido meridianos, sí se puede decir que la cuestión ha llegado a una situación de crisis. ¿Quiénes somos? Parece una pregunta desesperada, y lo es. Sólo plantearla provoca indignación en muchos, unos porque su respuesta debería estar clara, y otros porque la mera posibilidad de que haya otros les parece ofensiva. ¿Cuáles son los términos de esa crisis? ¿De dónde procede?
Creo que para entenderlo, lo mejor que podemos hacer es mirar nuestro pasado, a cómo se han forjado las ideas sobre cuál es la comunidad que define a cada individuo. Habrá que dar trazos gruesos, por no perdernos en los detalles, pero éstos serán suficientes para entender que tenemos una crisis política (¿Quiénes nos podemos considerar miembros de una comunidad?) que es también personal (¿A qué comunidad pertenezco? ¿Qué soy?).
Crisis política. Comencemos por ahí, por la polis. Nosotros estudiamos la historia de Grecia, pero si hubiésemos preguntado a los griegos de entonces qué son, hubiesen dicho atenienses, espartanos, corintios, tebanos o milesio. Roma, con una perspectiva rural, no urbanita como la de las polis, hizo algo extraordinario. Concedió el status de ciudadaníaa los pueblos que iba conquistando, a medida que se incorporaban a su cultura (la propia palabra cultura está vinculada al mundo rural). Y recordemos que Roma fue un imperio que abarcaba desde el fin de la tierra al Mar Rojo y al Golfo Pérsico. Y rodeaba a “nuestro mar” desde Bretaña hasta Asuán.
Mientras que la polis es una comunidad ética y estaba formada por hombres con capacidad para participar en la dirección de lo común (política), los ciudadanos romanos eran propietarios de la cosa pública. Su ciudadanía era un concepto de cariz más jurídico. La Polis es particularista, pero la urbs romana no; lo primero son los cives, los ciudadanos, y su participación en la cultura romana. Por eso el Imperio Romano fue universalista.
Luego, de las venas del imperio en decadencia y hacia arriba emergió una comunidad religiosa (las otras que he mencionado también lo eran) totalmente revolucionaria: el cristianismo tenía vocación ecuménica, católica. Encajó bien con la concepción de ciudadano de Roma. Antes de que el continente adquiriese su propio nombre, y mucho después de hacerlo, los ciudadanos se identificaban con la cristiandad. Henri Pirenne dice que hasta el siglo XVI la Historia de Europa fue la de la Iglesia.
En ese siglo la Iglesia Occidental se fractura con la Reforma, y dejó de ser el centro de la cristiandad; pasó a serlo el Estado en cada territorio; una tendencia reforzada por el lema protestante cuius regio, eius religio. Las iglesias se nacionalizaron; de ahí el regalismo de la monarquía española, el galicalismo (Francia), o el josefismo (Imperio austro húngaro). En el caso de Inglaterra, mucho antes de que Enrique VIII desgajase la Iglesia de Inglaterra, ésta se había ido separando de Roma. Este cambio favoreció el desarrollo de conciencias nacionales, más particulares que el universalismo romano.
El Estado ha monopolizado la cultura, minando el rol que tenía la Iglesia, y ha hecho lo mismo con el derecho, al que ha convertido en mera legislación. Y actúa sobre el pueblo con un afán homogeneizador. De hecho acaba sustituyendo el concepto particular, contingente, histórico, de “pueblo”, por el más abstracto de “sociedad”. El despotismo primero, por su voluntad de dirigir la sociedad desde el poder con el consejo de los intelectuales, y la Revolución Francesa después, ahondaron en el desarrollo de la conciencia nacional, históricamente vinculada al desarrollo del poder del Estado.
Sieyes señala la nación como comunidad fuente de todo acuerdo político, sin el contradictorio papel de una Constitución. Pues, si ésta limita la capacidad de acción del pueblo, constituido en nación, ésta dejaría de tener plena libertad para hacer y deshacer. Ese poder total de la nación se ha reforzado con el papel que le hemos dado a la democracia no sólo como método para elegir un gobierno, sino como fuente de leyes y también como fuente de moral; de verdad, incluso.
En el siglo XIX convivieron la globalización y el nacionalismo, los viajes masivos entre continentes, el libre movimiento dentro de Europa, y la ideología tribalista que busca sacar del desconcierto y la pérdida de referencias subsumiendo al individuo en una comunidad abstracta, ideológica, depositaria de todas las virtudes.
Polis, imperio, reino, nación… la comunidad política ha ido cambiando, pero es una categoría histórica que se ha mantenido hasta recientemente. Es difícil seguir el mecanismo destructor de una idea tan arraigada como esa. La globalización, por sí misma, no es una explicación suficiente. Ya hubo globalización a finales del XIX y comienzos del XX, en pleno auge del nacionalismo.
Han cambiado los referentes. Ha cambiado el ámbito de discusión, que ahora es global, y sus términos. Y la identidad, que parece ser el gran tema de las últimas décadas, ha pasado de basarse en el territorio y en la historia a hacerlo en las ideas y en el presente. Se ha hecho más abstracta e inaprensible. La cuestión ideológica ha sustituido a la nacional. Y esto tiene implicaciones sutiles pero de largo alcance.
La relación del Estado con los ciudadanos ha cambiado. El Estado se plantea como un poder inmanente, con una legitimidad que ya no parte tanto del proceso democrático, sino de la propia posición ideológica. El Estado es legítimo porque se suma al esfuerzo global contra el cambio climático, porque regula el matrimonio entre personas del mismo sexo, porque define según el nuevo canon cuál es la relación que deben tener hombre y mujer. La democracia ya no legitima. Es más, cuando los votantes rechazan esos cambios, se rescata la palabra pueblo en términos despectivos, como residuo histórico por reciclar, y llamamos “populismo” a la realidad democrática no aceptada por la ideología predominante.
En Cataluña, los nacionalistas han aprovechado, en aparente paradoja, la crisis de la comunidad política para sus propios propósitos. Por un lado dicen que esa comunidad es sólo Cataluña; una pretensión sin base histórica. Y por otro proclaman el “derecho a decidir”, un mecanismo sin base ni propósito claros: decidir ¿quién?, decidir ¿qué? ¿Cualquiera puede decidir cualquier cosa? El mecanismo democrático ¿es válido para un demos arbitrario? ¿Genera legitimidad por sí solo? El nacionalismo medra entre esas confusiones.
En Estados Unidos ha salido elegido un presidente populista. Legítimo para quienes todavía creen en la democracia, ilegítimo para quienes creen que es la ideología la que otorga el plácet; por eso había quien pedía la recusación (impeachment) de Donald Trump antes incluso de que jurase como presidente de los Estados Unidos.
En Europa ese proceso de sustitución de legitimidades tiene un papel crucial. Sobre los Estados se ha erigido, en un esfuerzo que ha llevado décadas, un nuevo Estado. Es un árbol sin raíces populares, cuyo sostén político son los Estados miembros. La UE ni es democrática ni, en realidad, puede o desea serlo. Le falta un demos, un pueblo, una comunidad política propia. Necesita crear una ciudadanía europea, pero es prácticamente imposible. ¿Cómo salva esta situación tan precaria un Estado no democrático sobre una sociedad tan profundamente democrática?
Por dos vías. Afortunadamente para la UE, ha encontrado una fuente de legitimidad muy conveniente en la ideología dominante. La otra vía parte de la constatación de que no puede construir una ciudadanía europea si los ciudadanos siguen sintiéndose sobre todo parte de sus comunidades nacionales. Rompámosla. Echemos por tierra las referencias culturales de la vieja Europa, disolvamos la población con nuevas comunidades procedentes de fuera, hagamos que cada vez sea más borrosa la definición de lo que es ser francés, español, húngaro, austríaco… La inmigración masiva no es un problema. Es una solución.
Yo soy partidario de la libre inmigración, pero esa no es la cuestión aquí. La cuestión es que cuando volvamos a preguntarnos ¿quiénes somos nosotros?, nuestro único referente sea el gobierno europeo.