Vivir en una burbuja ideológica y cultural permite constatar qué bien lo hacemos todo y qué fantásticos somos.
El pasado lunes tuvo lugar la última actividad de la Fundación Rafael del Pino por este año. El broche lo puso Anna Rosling, nuera del conocido médico Hans Rosling, quien ofreció al mundo una manera diferente de encarar los datos estadísticos, demostrando que tampoco va a llegar el Apocalipsis mañana, y que, según parece, hay muchas cosas que mejorar, pero todavía hay más problemas que hemos logrado resolver hasta ahora. Como requisito previo, un par de días antes, la coautora nos pidió a los inscriptos a la charla que contestáramos un sencillo test general consistente en doce preguntas relativas al bienestar, la riqueza y pobreza, la salud, etc., en un ámbito global. Las conclusiones que presentó y que están incluidas en el libro fueron realmente molestas, afortunadamente.
Y esa afirmación la entenderán mejor aquellos para quienes, como me sucede a mí, el frío, las luces, los villancicos, los anuncios y las felicitaciones navideñas son como un resorte que desencadena una reacción inversa y acabamos escondiéndonos, con el ceño fruncido y huyendo de toda esa sobredosis de felicidad y amor fraternal. Anna Rosling vino a decirnos a los grinch de las Navidades: «Miren, ustedes elijan su realidad pero que sepan que los datos están del lado del optimismo». Y, bueno, creo más a los Rosling que a Sidra El Gaitero o a Turrón El Almendro.
Una de las ideas que más me llamaron la atención de la tarde fue la apuntada por una de las asistentes a la charla quien preguntó acerca del sesgo en la percepción de la realidad debido a las redes sociales. Y ahí, Anna explicó que, aunque efectivamente, las redes sociales nos mantienen confortablemente en nuestra respectiva burbuja ideológica y cultural, también nos permiten escudriñar en las burbujas ajenas. De esta manera, observando cómo funcionan y por qué subsisten las burbujas de los otros, podremos aprender de nuestra propia burbuja y agrandarla, destruirla o, al menos, ser conscientes de ella.
Inmediatamente me vino a la cabeza el rechazo cerrado que nos invade a (casi) todos cuando nos llaman radicales, los apelativos para calificar al del extremo opuesto, que suele ser el mismo que nos dedican desde ese lugar ideológico remoto. La ultraizquierda, la ultraderecha y los tibios de en medio; los libertarios que estamos fuera de los ejes; los apolíticos, que miran como quien acaba de caerse de la nave marciana; los conservadores, que a veces están a un lado y a veces no tanto; los socialistas, que son personas diferentes según desde qué cerro otee uno el horizonte.
Y, por encima de todo, la corrupción política y social, alimentada por incentivos perversos que no analizamos porque se nos queda la mirada fija en el dedo que apunta a la Luna. Me dieron ganas de escribir sobre mi propia burbuja y sobre las demás. Pero quien mantiene mis pies firmemente arraigados en la tierra editorial me disuadió: “Eso no tiene demanda. A la gente no le interesa”. ¿Preferimos ser ignorantes dentro de nuestro micro universo? Sí, efectivamente.
La ignorancia, si lo pensamos bien, es una gran aliada del ser humano desde siempre. No tenemos una mente capaz de gestionar toda la información que nos llega. Así que sesgamos, elegimos, elaboramos una realidad que podamos vivir. Y, en ese proceso, no podemos dejar de lado los peligros y las malas noticias. Es más eficiente estar sobre alarmado que dormirse en los laureles y que te pille el toro desprevenido. Ahora bien, los medios de comunicación, las redes sociales y nuestra tendencia a ahorrar energía mental, nos están llevando a difundir creencias apocalípticas muy peligrosas. Por ejemplo, mientras escribo estas líneas, me llega un tuit con un gráfico que dice: «Podemos esperar una desaceleración del aumento en la esperanza de vida entre hombres y mujeres en los próximos años. El progreso humano no está garantizado».
La esperanza de vida está más alta que nunca. Una incipiente desaceleración no es una base suficiente como para sentenciar que vamos camino del abismo. Sin embargo, es cierto que el progreso humano no está garantizado. Pero no porque la esperanza de vida empiece a desacelerarse, sino porque nada está garantizado. Es una de las razones por las que hay que estar permanente vigilantes para no perder, por ejemplo, la libertad conquistada. Y, por eso, a pesar de las luces, el frío y lo difícil que me resulta cada diciembre, hay que seguir dando la batalla.
Vivir en una burbuja ideológica y cultural permite constatar qué bien lo hacemos todo y qué fantásticos somos. De vez en cuando, volvemos a descubrir la rueda, el periodismo, el libre mercado y la responsabilidad individual. La ignorancia permite no tener que cuestionarse uno si, tal vez, hay que reconsiderar algún tema, argumento o perspectiva de otras burbujas, o si nos parecemos, si somos tan superficiales como acusamos a los otros en nuestra manera de afrontar los complejos problemas de nuestras sociedades. Las redes sociales nos permiten compartir burbuja con gentes de otros países de manera que las burbujas ya son globales.
Un antídoto es la lectura desnuda de prejuicios. Lectura de libros, por supuesto. No necesariamente de novelas, ni necesariamente de nuestra época, aunque también. Gracias a ellos, uno descubre al ser humano en los dioses, las comedias y las tragedias griegas, en la poesía, o en la historia de la ciencia del siglo XVIII, o en la historia de la improbable formación de una Europa que sólo mediante coacción tiene sentido como Unión Europea. Y, también, gracias a ellos descubre a la familia Rosling, grandes comunicadores y, sin embargo, portadores de una dosis inusitada de humildad, que nos muestran los hechos, pero como usted nunca los había contemplado, a la luz de la sonrisa optimista.