Nada de lo que dice Anthony de Jasay se percibe en los partidos políticos que nos ofrecen un mesías del siglo XXI.
Me reincorporo a esta ventana al mundo después de unas cuantas semanas complicadas, en las que he estado bastante ausente de la actualidad política y económica. La mera lectura de los titulares por quien está viviendo como en una realidad paralela, a menudo presenta nuestra sociedad occidental como un auténtica comedia satírica. Reaparezco la semana siguiente al anuncio de elecciones generales por el presidente Sánchez. Yo también voy a anunciar que me abstendré tanto en abril como en mayo. Porque, a falta de una, esta primavera tendremos dos votaciones, que afectarán al gobierno de la nación, a muchos gobiernos locales y a nuestros representantes en Europa. Eso quiere decir que, desde ya, todos los partidos políticos son los más sociales, los más feministas, los más gay-friendly, los más tolerantes con la diferencia, los más igualitaristas, los más capaces de activar la economía, los más dispuestos a eliminar la corrupción, los más europeos, los más cercanos a cada pueblo y ciudad de España. Cada candidato es un mesías potencial. Así que yo, declarada irredenta libertaria, que renuncio a ser etiquetada en el gradiente izquierda-centro-derecha, he decidido no ser salvada, de nuevo. Seguiré pagando mis impuestos a la fuerza y señalando aquello que me parezca mientras me dejen. Lo digo por quienes siempre me advierten: “Si no votas, no te quejes”. No voto y me quejo, porque con mi trabajo se financian esos partidos políticos con visa para mentir en campaña electoral (y después), sus fundaciones asociadas, los lobbies que los apoyan, las campañas electorales y los gastos de los comicios, que se van a celebrar en dos días porque Pedro Sánchez ha decidido que así sea. El uso de lo ajeno relaja la responsabilidad.
Hace algo más de 20 días fallecía un gran pensador, amigo de amigos, maestro de muchos (entre los que me cuento) y un outsider en toda regla. Me refiero a Anthony de Jasay, a quien el Instituto Juan de Mariana entregó en el año 2009 el premio a toda una vida dedicada a la libertad. Al conocer la noticia recordé la conversación que, pocos años antes, mantuvimos Carlos Rodríguez Braun, Tony de Jasay y yo, en la clausura del Congreso de Public Choice “Problems of Democracy” dirigido por Pedro Schwartz, organizado en mi universidad, la CEU-San Pablo. Carlos y yo debatíamos sobre si era acertado hablar de paternalismo estatal, como si el Estado fuera “padre”, en vez de maternalismo, como si fuera “madre” y qué sería menos dañino. De Jasay cerró la discusión argumentando que, en todo caso, el Estado debería comportarse como el novio de una madre divorciada: debía simplemente estar presente, por si era reclamado como apoyo, pero jamás interfiriendo en la vida de los hijos, en este caso ciudadanos. Es la perfecta descripción del concepto de subsidiaridad.
En el discurso de aceptación del Premio Juan de Mariana, durante la cena de gala a la que tuve la suerte de asistir, Anthony de Jasay recordaba que el liberalismo no compite en igualdad de condiciones con el resto de las ideas de nuestra época (igualitarismo, socialismo, etc.). Una de las razones es la actitud de los liberales que, ante quienes permanentemente nos hablan de las consecuencias perjudiciales de la libertad (de expresión o cualquier otra), tratamos de demostrar que no es así, y falsar una proposición negativa es imposible. Su propuesta era devolver la pelota a quien acusa, es decir, la responsabilidad de probar ese daño, esas consecuencias negativas es suya, no de los liberales. Es básico asumir la presunción de libertad, como se asume la presunción de inocencia.
La realidad es que en nuestra sociedad no hay presunción de libertad sino lo contrario, o no está garantizada. Dependiendo del tema en cuestión o de si afecta a los ciudadanos “de primera” o “de segunda”, todo está prohibido excepto si está permitido. Tampoco está garantizada la presunción de inocencia para todos los ciudadanos. No hay igualdad ante la ley.
También explica de Jasay, sarcásticamente, la conclusión a la que llega la nueva rama de la economía conocida como “economía de la felicidad”.Esta corriente se dedica a estudiar qué proporciona más felicidad o menos, y demuestra que las personas exitosas son causa de infelicidad de su entorno debido al estrés y sentimiento de inadecuación que su éxito genera en las personas de su ámbito. Este efecto se considera una externalidad negativa para la sociedad que puede compensarse penalizando a quien sea más feliz, o más exitoso. Ya lo hacemos con quienes son más ricos o aciertan en sus inversiones.
Pero, se pregunta Tony de Jasay, si eliminamos el éxito porque genera inequidad en la felicidad de la sociedad ¿la infelicidad causada por el éxito de uno en los demás es mayor o menor que la infelicidad causada por la eliminación del éxito en la sociedad? Parece claro el despropósito. Es el resultado de delegar en una instancia superior la compensación de las consecuencias positivas o negativas de las acciones. La solución liberal es asumir cada cual su responsabilidad individual: tanto la persona exitosa, como quien se estresa porque el otro lo hace mejor y no sabe gestionar su frustración.
Nada de lo que dice Anthony de Jasay se percibe en los partidos políticos que nos ofrecen un mesías del siglo XXI. No escucho a nuestros candidatos explicar que se van a retirar discretamente a un puesto subsidiario; oigo hablar de lo que van a hacer, lo que “hay que” defender por encima de los demás. Tampoco la sociedad española querría un Estado a la Jasay, como el novio de la madre divorciada. Más bien reclama sobreprotección, como hacen los niños mimados, asumiendo su creciente incapacidad para gestionar la frustración y hacerse responsable de su futuro. Un tremendo error y un malísimo ejemplo para las futuras generaciones que pagarán nuestras equivocaciones. Las elecciones las ganarán los políticos y las perderá la libertad.