Si una sociedad no se revuelve ante lo más básico no puede sorprendernos luego la aquiescencia generalizada ante los atropellos menores llevados a cabo por el Leviatán.
Transcurridos 13 años de los atentados de Madrid, la oscuridad más absoluta en torno a lo que sucedió aquel 11 de marzo de 2004 lo envuelve todo. La verdad judicial es indefendible frente a la realidad de los hechos, que son testarudos.
Pero a esta situación difícilmente se habría podido llegar sin la exasperante indiferencia de la sociedad española, que ha comulgado, ya sea por prejuicios ideológicos o por pura pereza, con todas las ruedas de molino posibles de una versión oficial insostenible: una completa farsa.
Un clamor social por conocer quién asesinó a aquellas 193 personas y dejó heridas a 1.500 quizá no habría logrado desenmascarar la conspiración de funcionarios del Estado que introdujo pruebas falsas y destruyó la casi totalidad de vestigios del crimen, pero al menos no nos encontraríamos en una situación tan lamentable como la actual, en la que no sabemos quiénes fueron los responsables del 11-M, pero sí que la investigación, la instrucción y la condena están plagadas de mentiras.
Es un escándalo que en una sociedad de 46 millones de personas apenas un puñado de periodistas haya denunciado que en el juicio del 11-M no se pudieron evaluar los trenes y los objetos que allí había porque fueron eliminados a las pocas horas del atentado y, en cambio, todo se centró en elementos ajenos a las explosiones: la furgoneta en Alcalá, la mochila en una comisaría de Vallecas, el piso en Leganés, la mina en Asturias…
Clama al cielo que apenas nadie se haya interesado por el testimonio de Carmen Baladía, la forense que dirigió las autopsias de los 191 cadáveres: «En ninguno de los cuerpos se encontraron restos de metralla». Es decir, en ningún cuerpo había lo que sí había en la mochila-bomba (preparada para no explotar) aparecida en la comisaría de Vallecas 18 horas después de la masacre, que fue la clave de la versión oficial y la prueba que llevó hasta el único condenado como autor material del atentado, el inocente Jamal Zougam.
Si una sociedad no se revuelve ante lo más básico (y pocas cosas más perentorias debería haber que presionar sin descanso a las instituciones estatales hasta que esclarezcan por qué fabricaron una versión oficial que es únicamente una cortina de humo), no puede sorprendernos luego la aquiescencia generalizada ante los atropellos (menores, comparados con un atentado de esa magnitud) llevados a cabo día a a día por el Leviatán.