Skip to content

La Universidad de Cambridge, entre el respeto y la tolerancia

Publicado en Disidentia

Compartir

Compartir en facebook
Compartir en linkedin
Compartir en twitter
Compartir en pinterest
Compartir en email

La revista universitaria The Tab acaba de publicar las fotos de las desnudas espaldas de varios de los universitarios de la Universidad de Cambridge. Todos ellos concursan en la competición por tener “el mejor culo” del año 2020.

Así, Caroline mira con descaro al impertérrito edificio de la Universidad, momento que el fotógrafo capta desde atrás. Jason, probablemente más recatado, lo hace a una considerable distancia. Angus, Matilda y Shannon prefirieron mostrarse subiendo una escalera de caracol metálica, mientras que Peggy emula a Gala frente a la ventana de Dalí, y Theresa lo hace con Mufasa, del Rey León. No he podido evitar acordarme de mi amigo Gonzalo, en nuestros años universitarios. Yo le contaba que en Japón había jóvenes que se pasaban años encerrados en sus cuartos, mirando a una pared. “Pues es como ir a la universidad”, me dijo con media sonrisa.

Para algunos la universidad es como el Hikikomori; para otros, como un concurso de traseros. Y todo ello tiene algo de inevitable. No pocos van a la universidad como ovejitas pastoreadas o porque es lo que toca por edad. También es cierto que la Universidad tiene algo de complemento de un sistema escolar fallido.

Pero también lo es que la producción de riqueza ha pasado de las manos a la cabeza, y la Universidad es la principal institución de gestión del conocimiento que tenemos. La Universidad de Cambridge es la segunda más antigua de Inglaterra, y es uno de los apoyos de la civilización que van quedando, en una época en que no te puedes fiar ni del belén del Vaticano.

La transmisión y creación genuina de conocimiento no sólo exige tener medios que ordenen el saber y contribuyan a su estudio, como son los libros o las instalaciones de una Universidad. La búsqueda del conocimiento es laboriosa e incierta, y sólo prospera si se deja actuar al curioso espíritu del hombre en plena libertad.

Pero la libertad está siendo hoy amenazada en las universidades. Y por ello, y no por el mentado concurso, es hoy noticia la Universidad de Cambridge. La institución ha restituido la libertad de expresión en sus instalaciones. Hoy, esa libertad es una antigualla, y el progreso viene pisando fuerte con nuevas y eficaces formas de censura. Cambridge intenta resistir a ese vendaval dogmático, antiintelectual, progresista.

La Universidad ha considerado el cambio de sus normas sobre libre expresión que proponía que toda exposición pública estuviese marcada por el principio de “respeto” a las opiniones e identidades de la audiencia. El mecanismo del “respeto” desemboca en la cancelación de todo discurso que pudiera interpretarse como lesivo de la visión progresista de determinados grupos. Esa visión es sagrada y no se puede mencionar sino con veneración.

The Regent House, el consejo que gobierna la institución, lo ha rechazado. El principio que imperará no es el de “respeto”, o censura, sino el de “tolerancia”. Herbert Marcuse acuñó el concepto de “tolerancia represiva”, que es la aceptación de la cultura occidental, que por su propia naturaleza es represiva de determinados grupos. Marcuse no tenía ningún problema con la intolerancia represiva de la URSS, eso sí.

En un informe sobre la libertad de expresión en el campus, la institución anuncia que “fomenta un entorno en el que todo su personal y sus estudiantes puedan participar plenamente en la vida universitaria y sentirse capaces de cuestionar y poner a prueba la sabiduría recibida, y de expresar nuevas ideas y opiniones controvertidas o impopulares dentro de la ley”.

A su vez, proclama que “La Universidad no se negará injustificadamente a permitir que los eventos se lleven a cabo en sus instalaciones ni impondrá condiciones especiales sobre la realización de esos eventos. La expresión legal de opiniones controvertidas o impopulares no constituirá en sí misma un motivo razonable para denegar el permiso para una reunión o evento”.

Sí considerará la denegación o imposición de condiciones especiales en algunos casos que menciona expresamente, como la incitación al terrorismo o a cometer actos violentos, o dar lugar a la ruptura del orden público, o plantear un riesgo a la seguridad. Pero la puerta que cierra a la censura tiene grietas, ya que prevé aplicar restricciones a “la expresión de opiniones que son ilegales porque son discriminatorias o acosadoras”. Pero defender la libertad dentro de la ley no es poco, a la oscura luz de las nuevas censuras.

Esta decisión no ha contentado a todos, ni podría hacerlo. Javier Benegas me ha llamado la atención sobre este artículo, escrito por Priyambada Gopal y Gavan Titley para The Guardian. Para ellos, “proteger verdaderamente la libertad de expresión” pasa por censurarla. Pues esa libertad podría “convertirse en un caballo de Troya para ganar espacio y atención para ideas retrógradas que realmente no merecen debate”. Ellos saben qué ideas merecen ser debatidas y cuáles no, lo que explica que quieran cercenar el debate. Pues si ya se sabe qué ideas son correctas, ¿qué sentido tiene permitirlo? Al parecer, que se pueda publicar un artículo en la prensa con un argumento contra la libertad de expresión más antiguo que la propia Universidad de Cambridge entra dentro de lo aceptable.

Sólo hay que recordar, como ha hecho la revista Bloomberg, que hace sólo ocho meses la Universidad de Cambridge censuró una conferencia de Jordan Peterson, por el simple hecho de que su pensamiento cruza todos los lindes de la corrección política.

La tolerancia es un valor liberal de larga tradición. Pierre Bayle distinguió la fe de la aprehensión de la verdad, lo que abrió un boquete en la posición a favor de la intolerancia religiosa. John Locke dijo que es materia del Gobierno velar por los intereses civiles, pero no por “el cuidado del alma”. Este argumento ha sido utilizado por quienes quieren separar Iglesia y Estado, pero despreciado por quienes quieren imponer sus ideas paganas desde el mismo Estado. Y en muchas ocasiones son los mismos. John Stuart Mill, que escribió en una época de cambios más rápidos, volvió a defender la tolerancia alegando que la función del Gobierno es evitar que alguien infrinja un daño grave a otra, no ser paternalista. Y que el encuentro de las ideas verdaderas con las falsas permite el aprendizaje de la sociedad.

La idea liberal del respeto es que el otro tiene un conjunto de derechos, y la actitud tolerante es la de respetar el ejercicio que hace el otro de sus derechos, aunque personalmente condene moral o estéticamente ese uso. La actual concepción de respeto es que cualquiera (aunque quizás no los hombres blancos heterosexuales) puede imponer la censura al otro, porque cualquier opinión que no le guste será un ejercicio irrespetuoso.

Este asunto muestra hasta qué punto el asalto a los valores liberales, como los de la tolerancia y el respeto, han sido desfigurados por una ideología dogmática e intolerante, que no puede aceptar que cada uno piense como quiera porque pretende que cada uno de nosotros sea una copia salida de su molde.

Más artículos

Trump 2.0: la incertidumbre contraataca

A Trump lo han encumbrado a la presidencia una colación de intereses contrapuestos que oscilan entre cripto Bros, ultraconservadores, magnates multimillonarios y aislacionistas globales. Pero, este es su juego, es su mundo, él es el protagonista.