Pablo Hasel va a ir a la cárcel. Él es orgulloso poseedor de un expediente de comportamientos que vienen recogidos en el Código Penal, y que él tiene por méritos de guerra. Es la guerra de un hombre solo, la de quien va por la calle, hablándole al aire, soltando improperios a las sombras ante la mirada extrañada de los transeúntes. Una guerra sin otro contendiente; una batalla contra nadie, y contra todos.
El soldado Hasel hace lo que puede. En enero de 2020 fue condenado por agredir a un periodista, provocarle lesiones y amenazarle. En junio del mismo año, 2020, Hasel fue condenado a dos años y medio de cárcel por agredir a un hombre que era testigo en un juicio, y cuyo testimonio sería desfavorable para un amigo suyo. Agredir a un periodista por hacer su trabajo no le da títulos para encarnar la defensa de la libertad de expresión. Y atacar a un testigo para mediar con violencia en el desarrollo de un juicio no le convierte en un adalid de la justicia. Estos delitos debieran ser suficientes para enviar a nuestro trovador a la trena. No tengo curiosidad por saber cómo libra su guerra imaginaria en las galerías de la prisión.
Pero no son sus únicos delitos, mirados desde el Código Penal y contrastados en varios juicios contradictorios. En 2015 fue condenado a una pena de dos años por enaltecimiento del terrorismo, y otras manifestaciones suyas han motivado una condena en la Audiencia Nacional (2018) por el mismo delito y por injurias a la Corona y a las Fuerzas de Seguridad del Estado, que fue luego rebajada por el Tribunal Supremo.
Hasta donde le concede su ingenio, Pablo Hasel justifica el terrorismo de ETA, como si fuera un votante nacionalista. Algunas de las afirmaciones que han motivado la sentencia no parecen precisamente extremistas. Si acaso denotan una cierta parquedad: “La familia real son unos parásitos”, además de lo mal escrita que está, se queda corta. Si vivir del dinero público te convierte en un parásito, ¿por qué quedarse en la corta Familia Real? “La Guardia Civil, como hasta el tribunal europeo ha dicho, ha torturado” es una afirmación de hecho que, como mucho, podría ser falsa. Y, además, no lo es.
De otro costal con algunas rimas del vate Hasel, como esta: “¡Merece que explote / el coche de Patxi López!”. O “Es un error no escuchar lo que canto, / como Terra Lliure dejando vivo a Losantos”. Esto último es un lamento por la oportunidad perdida de haber matado a alguien, pero lo primero es un plan de acción terrorista sin copyright. Hasel está llamando al atentado personal contra una persona, como si fuera Pablo Iglesias (Posse).
Y nada de ello merece la cárcel. No lo digo porque él llame arte a sus soliloquios de ritmos atávicos y rimas esforzadas y escalenas. Otros llaman humor a mostrar un arma disparando contra un periodista, y nada de ello afecta a su carácter legítimo. Para el pensamiento mágico, colgar un cartel, como el de “humor”, lo justifica todo, y lo mismo pasa con “arte”. Pero si una expresión es legítima o no lo es no depende de que le apliquemos un cartel como si fuera un ensalmo; algo, además, totalmente arbitrario.
La política es un ámbito violento. Sin coacción, no hay política. Por eso es lógico que ciertas ideologías se expresen con planes de dominación y exterminio, como los socialismos y los nacionalismos. Uno de los problemas que tiene criminalizar la expresión de ideas políticas es que no hay una conversión inmediata en actos delictivos. Lo mismo pasa con la expresión de planes terroristas contra objetivos concretos, como la rima de Hasel sobre Patxi López; su efecto no es inmediato. O, visto de otro modo, quien quiera llevarlo a cabo siempre tiene la opción de retractarse, por lo que la responsabilidad de su acto es enteramente suya.
Si esto es cierto con las llamadas a la acción, no digamos con las manifestaciones de odio. Expresar opiniones negativas o degradantes sobre un grupo de personas no supone incitar a nadie a actuar contra ellas. Es posible odiar en paz.
El crimen es el uso o la amenaza del uso de la violencia para torcer las acciones concretas de una persona. Y no hay ninguna expresión que conduzca automáticamente, y por sí sola, a la comisión de un crimen. Las expresiones no traspasan el ámbito moral para entrar en el delictivo. Y, por tanto, la respuesta a las mismas debe ser también dentro del ámbito moral.
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