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Emilio Castelar y Ripoll: el tribuno de la democracia

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No es posible comprender el siglo XIX español sin entender lo que de puro, sincero y sublime posee la oratoria, pese al desdén con que a menudo se la trata. En casi ninguna de las demás artes, salvo quizá en las escénicas, se incurre en esa reserva. El músico, el pintor, el arquitecto y hasta el acróbata reciben la admiración y el aplauso que el público suele cuestionar al actor y muy pocas veces concede al orador. Ese recelo que muchos sienten hacia los grandes oradores, quizá se encuentre en la prevención socrática contra el sofista.

El valor de la retórica

Quizá en el temor a la capacidad de persuasión, cuando quien la tiene no coincide con nuestras opiniones, y en la inquietud que produce quien es capaz arrebatar a la multitud con la sola fuerza de su palabra. Antes de criticar a cualquiera de los hombres de gran elocuencia que llenaron la historia hispana del siglo XIX, es preciso reconocer su perfecta, profunda e intensa sinceridad artística.

Las Cortes del siglo XIX tendrían muchos defectos, pero lograron ser brillantemente retóricas. En ocasiones pudieron ser tan corruptas como hoy, pero entonces los ejemplos de corrupción eran auténticos ejemplos que servían de advertencia y no simples modelos a seguir, como ahora. Las Cortes se mostraban tan indiferentes a los electores como hoy día, pero los electores no se mostraron casi nunca indiferentes hacia ellas. Y hasta podían ser tan frívolas como ahora, pero respetaban más la dignidad del mérito y menos la riqueza.

Cuando en el Parlamento se parlamentaba

Las Cortes fueron un auténtico parlamento que cumplía con su obligación de parlamentar, pero tratando de hablar bien. No se limitaban a votar con disciplina por su incapacidad de discutir, como sucede en nuestros días, sino que fueron, para gloria eterna de nuestra patria, un museo de la palabra, y no una almoneda donde comprar y vender consejos de administración, secretos financieros y cargos oficiales, como en la actualidad. Los políticos españoles del siglo XIX demostraron su sinceridad con su alta oratoria.

Nadie que haya reparado en esto, se atreverá a dudar del entusiasmo por la libertad que embargó a la mayor parte de nuestros políticos de entonces. Cualesquiera que fueran sus intenciones, fueron sinceros cuando hablaron de Don Pelayo, o del Cid en Santa Gadea, o de las Cortes Leonesas de 1188, las primeras de Europa, o de los Reyes Católicos, de las Leyes de Indias, o del 2 de mayo de 1808, etc. Aquel siglo estuvo lleno de grandes frases, pronunciadas con motivo de alguna destacada ocasión, que llevan el eco del canto poético.

Si caigo…

Las palabras de Juan Álvarez de Mendizábal en el debate del voto de confianza, en diciembre de 1835, hicimos cuanto supimos, cuanto debimos y cuanto pudimos por nuestra patria, tienen más ritmo que muchos de esos que llaman versos libres. La frase de Prim, a España se la vence, pero no se la deshonra, o el dicho de Sagasta, Si caigo, caeré del lado de la libertad, podrían ser versos de Quintana, de Espronceda, de Bernardo López García o de Núñez de Arce. Y qué decir de Olózaga, de Cristino Martos, de Rivero, de Cánovas, o de tantos otros, sin olvidar a Donoso Cortés.

Entre los políticos de aquella época que se denominaron liberales, hubo muchos que fueron verdaderos patriotas. Mejor aún, que fueron verdaderos liberales. O, por decirlo de otro modo, entre los políticos liberales hubo muchos que lo fueron de verdad, en el sentido ideal que identifica a los liberales con la defensa de la ley frente a tiranos y cortesanos. Podrían tener serios defectos, pero entre esos no se contaban la falta de pasión por la libertad o la igualdad, ni el patriotismo. De entre todos ellos, sobresale la figura de Emilio Castelar (1832-1899), uno de los más destacados políticos demócratas de la segunda mitad del siglo XIX y, sin duda, uno de los más grandes oradores de nuestra historia. 

La formación de un demócrata

Emilio Castelar nació en Cádiz, el 7 de septiembre de 1832. Sus padres, Manuel Castelar y María Antonia Ripoll, oriundos de Alicante, habían contraído matrimonio poco antes de la Revolución de Riego, de 1820, y eran partidarios de la Constitución de 1812, “la Pepa”. Manuel Castelar formó en la Milicia Nacional de Cádiz, junto con Mendizábal, en 1823. Pero al restablecerse el poder absoluto de Fernando VII, Manuel Castelar fue condenado a muerte y hubo de exiliarse siete años. En 1831, el matrimonio volvió a reunirse y al año siguiente nació su hijo Emilio. Tras el fallecimiento en 1839 de Manuel Castelar, la familia se trasladó a Elda (Alicante), donde les acogió una tía de la madre.

En 1848 se trasladó a Madrid, la ciudad en la que conoció sus mejores éxitos y en la que se consagró, para cursar la licenciatura de Derecho. En ese mismo año participó en la fundación del Partido Demócrata, junto con otros que se harían también célebres, como Pi y Margall o Salmerón. También en sus años universitarios se inició en el periodismo, con la ayuda de un familiar, un famoso orador liberal-moderado, Antonio Aparisi y Guijarro. Entre sus condiscípulos hubo también eminentes políticos, como Antonio Cánovas del Castillo, o como Francisco de Paula Canalejas, insigne ateneísta y tío del famoso político liberal, José Canalejas, asesinado en 1912. Con ambos mantuvo la amistad siempre. Pero su vocación era genuinamente política.

El Manifiesto Demócrata

Tras el triunfo de la Vicalvarada (1854), que llevó al gobierno por última vez al general Espartero, y para replicar al Manifiesto de la Unión Liberal, el Partido Demócrata organizó una reunión en el madrileño Teatro de Oriente, el 25 de septiembre de 1854, en el que se daría a conocer el Manifiesto Demócrata. Las propuestas se discutían apasionadamente, cuando un desconocido joven de veintidós años pidió la palabra y, tras presentarse como Emilio Castelar, dijo al iniciar su intervención:

Voy a defender las ideas democráticas si deseáis oírlas. Estas ideas no pertenecen ni a los partidos ni a los individuos singulares: pertenecen a la humanidad. Basadas en la razón, son como la verdad, absoluta, y como las leyes de Dios, universales.

Su discurso fue interrumpido incesantemente con aplausos y aclamaciones y, al día siguiente, toda la prensa reprodujo sus palabras y se deshizo en elogios hacia el desconocido. En 1855 apareció su primera novela, Ernesto, de carácter autobiográfico, y al año siguiente, publicó otra más, de carácter histórico, Alfonso el Sabio.

La cátedra y el Ateneo

En 1857 ganó la Cátedra de Historia Crítica y Filosófica de España, en la Universidad Central de Madrid, por unanimidad. Su docencia se extendió al Ateneo, donde desarrolló, entre 1857 y 1861, un ciclo de conferencias bajo el título de Historia de la Civilización en los primeros cinco siglos del cristianismo, con sus amigos, Cánovas y Canalejas.

En el Ateneo colaboró en la Sección de Ciencias Morales y Políticas (actualmente de Ciencias Jurídicas y Políticas), que presidió en 1861 y 1862. Y también en 1857 publicó su ensayo La Fórmula del Progreso, donde expuso su ideal de la democracia y que suscitó fuertes polémicas, entre otros, con Juan Valera. Educado en el primer krausismo, no fue él mismo krausista en ningún momento, ni los krausistas lo reconocen como uno de los suyos, aunque sí fue un hegeliano peculiar. No fue metafísico, ni hombre adscribible a alguna escuela determinada. Fue hombre de vastísima cultura, de sólida formación académica y, sobre todo, un brillante retórico, poeta en prosa.

La Noche de San Daniel

En 1865, tras la publicación en el diario La Democracia de su artículo El Rasgo, en el que censuraba la aparentemente generosa donación de bienes de Isabel II al Patrimonio Nacional, lucrándose a la vez con ello, el Gobierno de Narváez destituyó a Castelar de su Cátedra. El apoyo de sus alumnos y de sus propios colegas culminó con manifestaciones estudiantiles que fueron duramente reprimidas, produciéndose varios muertos y numerosos heridos. Fue la trágicamente célebre «Noche de San Daniel» (10 de abril de 1865).

Como resultado, los catedráticos de la Universidad Central dimitieron para no tener que sustituir a Castelar y Narváez abandonó el gobierno para siempre. O’ Donnell, su sucesor, repuso a Castelar en su Cátedra. Castelar se mostró cada vez más combativo y participó en los pronunciamientos progresistas de enero y junio de 1866. Salvó su vida gracias al apoyo de Carolina Coronado y -paradójicamente- de la misma Reina Isabel II. Pero fue condenado a muerte, por lo que tuvo que huir de España.

La revolución de 1968

El triunfo de la Revolución de 1868 («La Gloriosa»), le permitió regresar del exilio. El 15 de enero de 1869 se eligieron Cortes Constituyentes, que promulgaron una nueva Constitución el 6 de junio de 1869, primera de carácter democrático de nuestra historia constitucional. Pero el debate constituyente fue tensando las relaciones entre los partícipes de la revolución, hasta la división. A la división siguió la discordia entre unionistas, progresistas y demócratas, y aún entre estos mismos, ya que unos se decantaron por la monarquía y otros por la república. En ese momento se formó el Partido Republicano Federal, entre cuyos primeros animadores figuró Castelar.

Pero también los republicanos se dividieron pronto: unitarios frente a federales, socialistas frente a liberal-demócratas, y benevolentes frente a intransigentes. Castelar lideraría en el partido republicano una opción federalista inspirada en el sistema norteamericano, frente a los cantonalistas, y se decantaría a favor de las tendencias liberal-demócratas frente a los socialistas. No obstante, en el ámbito de la política partidaria, dentro del republicanismo, como en general en toda su trayectoria política, intentó buscar la concordia y tender puentes, consiguiendo mantener el partido unido hasta 1873, en que la proclamación republicana lo hizo estallar.

«¡Alzaos, esclavos, porque tenéis Patria!»

Castelar fue diputado en todas las Cortes del Sexenio y, en ese periodo, se consagró como el gran orador que era, con intervenciones memorables que aún se recuerdan. Quizá la más famosa fue en el debate sobre la separación de la Iglesia y del Estado, en duelo dialéctico con el Canónigo Manterola (carlista), en abril de 1869. El Discurso de Castelar en las Cortes fue memorable: “Grande es Dios en el Sinaí… pero más grande aún lo fue en El Calvario”, comenzaba. El propio Manterola, y su grupo, pasaban de la indignación al arrobamiento, y del arrobamiento a la indignación: Castelar era un hombre realmente temible, pues el discurso del republicano había conmovido hasta a los carlistas.

No menos famoso fue su discurso en esas mismas Cortes, reclamando la emancipación de los esclavos negros y el fin de la esclavitud, que concluyó diciendo:

¡Levantaos, legisladores españoles, y haced del siglo XIX, vosotros que podéis poner su cúspide, el siglo de la redención definitiva y total de todos los esclavos! y ¡Alzaos esclavos, porque tenéis Patria!

Tras la elección de Amadeo de Saboya como rey, el 16 de noviembre de 1870, se abrió un incierto periodo, pues el atentado contra Prim del 27 de diciembre de ese mismo año, del que falleció tres días después, le privaron del más destacado estratega político con que contaba España para adentrarse en la experiencia de la nueva monarquía. Y la incertidumbre se resolvió en motín, revuelta y guerra civil. El motín republicano que siguió a la elección de Amadeo de Saboya, se vio acompañado del resurgir de las partidas carlistas.

Colaboración entre republicanos y carlistas

Sucedió entonces algo que no gusta de ser recordado, ni por carlistas, ni por republicanos. Ambos partidos llegaron a la colaboración más indisimulada, en las Cortes, en la calle y en las partidas guerrilleras, en la común convicción de que cualquier cosa era “mejor que eso”, como despectivamente se referían a la monarquía importada de Italia. Y el 10 de octubre de 1868, estalló la primera insurrección en Cuba, tras el Grito de Yara, que derivaría en una larga guerra, llamada de los 10 años (1868-1878). Además, Amadeo de Saboya temía encontrar en España un final similar al sufrido por Maximiliano de Austria, en 1867, en México.

Los seis gobiernos de Amadeo de Saboya, en los dos años de su reinado, no lograron asentar la nueva monarquía, ni acallar las armas, y la crisis política y social fue en aumento entre 1871 y 1872. Ante ese panorama, el cada vez más agobiado Amadeo I, presentó finalmente su renuncia a la Corona española, el 11 de febrero de 1873. En la tarde de ese mismo día las Cortes, reunidas en sesión conjunta del Congreso y el Senado, proclamaron la República Española. La habilidad de Estanislao Figueras, no sólo precipitó la proclamación de la república, sino que consiguió presidir el nuevo gobierno republicano, en el que Castelar figuró como Ministro de Estado (asuntos exteriores).

La Primera República

La triste historia de la I República Española, desde el 11 de febrero de 1873, hasta el 18 de julio de ese año, fue la historia de la desintegración del republicanismo. El conflicto con los radicales de Cristino Martos, verdadero artífice de la instauración del nuevo régimen, excluido en marzo, no fue sino el primero de una serie de desenganches del régimen, que culminó el 18 de julio de 1873, con la dimisión de Pi y Margall, ante la Revuelta Cantonal que asoló el país durante el verano y el otoño de ese año.

El retraimiento de todos los sectores, de los conservadores, de los liberales, de los progresistas, de los demócratas y de los radicales, unido a las revueltas revolucionarias de cantonalistas y carlistas, fue aislando a la naciente república, que fue dando tumbos hasta su caída final. Y, en el exterior, la República sólo obtuvo el reconocimiento diplomático de Suiza y de los Estados Unidos.   

Contra las barricadas y los tumultos

A Pi y Margall le sucedió el efímero gabinete Salmerón y, en los primeros días de septiembre de 1873, Castelar, fue elegido Presidente del poder ejecutivo de la República. Actuó con energía, incluso se le acusó de comportarse como dictador cuando hizo frente a los numerosos problemas que padecía España (guerra civil, carlista y cantonal, crisis económica, conflictos internacionales, insurrección de Cuba…). Pero en el momento culminante, cuando la revuelta cantonal estaba de facto vencida, y la guerra carlista se empezaba a ganar, la mayoría federalista de las Cortes, descontenta con la derrota de los cantonalistas, le forzó a dimitir el 2 de enero de 1874.

Unas horas más tarde, el general Pavía disolvió las Cortes Constituyentes de la Iª República. Castelar señaló en esa sesión las causas de la debacle republicana:

Es necesario cerrar para siempre, definitivamente, así la era de los motines populares, como la era de los pronunciamientos militares. Es necesario que el pueblo sepa que todo cuanto en justicia le corresponde puede esperarlo del sufragio universal, y que de las barricadas y de los tumultos solo puede esperar su ruina y su deshonra.

Años finales

Tras el pronunciamiento de Martínez Campos y la Restauración de la Monarquía, en diciembre de 1874, Castelar se marchó de España, residiendo en París y viajando por otros países europeos. Publicó con asiduidad, tanto obras de ficción como históricas y de ensayo político. Varias novelas, como Historia de un corazón (1874), Fra Filippo Lippi y Ricardo (ambas de 1878), así como numerosos ensayos y discursos se dieron a la imprenta en esos años.

El 2 de octubre de 1880, formuló en Alcira (Valencia) el programa de un nuevo partido político, el «Posibilista», de signo democrático. Y continuó escribiendo y viajando: en 1888 esbozó un proyecto de Historia de España, que no llegaría a completar, y en 1895, una Historia de Europa en el siglo XIX, también inconclusa. Viajó a París en dos ocasiones (1889 y 1893), y a Roma (1894), donde visitó al Papa León XIII. En 1890 ingresó con sus partidarios en el Partido Liberal de Sagasta, dando así su apoyo expreso a la Restauración de Alfonso XII.

En su calidad de autor de una ingente obra histórica y novelística, fue elegido académico de la Española, en 1880 y, al año siguiente, de la Real Academia de la Historia. Y continuó asistiendo regularmente a las sesiones del Ateneo. Allí estuvo presente en la inauguración de la sede ateneista definitiva y actual, en el caserón del número 21 de la madrileña Calle del Prado, construida en 1884.

La santa, integérrima, sagrada, unidad nacional

En la Galería de Retratos del Ateneo de Madrid, figura en la larga colección de ateneístas ilustres que la decoran, y en la que acompaña a tan notable grupo de personajes, al igual que lo hacen muchos de los hombres con los que compartió anhelos, afanes, polémicas o rivalidad, como Pi y Margall, Salmerón, Menéndez Pelayo, Vázquez de Mella, Pérez Galdós, Juan Valera, Castelar y muchos otros socios ilustres de esa Docta Casa.

Cansado y enfermo, Castelar abandonó la política activa, aunque intentó volver a ella tras el asesinato de Cánovas (1897). Ese mismo año regresó por última vez a Cádiz, donde pronunció en el Casino gaditano un emotivo Discurso de acción de gracias a Cádiz, dedicado a la magna obra política y legislativa de la insigne asamblea gaditana, entre 1810 y 1813, y en el que abordó también uno de los asuntos que entonces despuntaba en la política nacional, el nacionalismo regional, diciendo:

Y nunca tan indispensable invocar las Cortes de Cádiz como ahora, porque aquellas Cortes no se contentaron con proclamar el principio de la Soberanía Nacional, partieron de otro principio todavía más alto y más vivificador, partieron del principio sagrado que debemos, repito, invocar y evocar ahora más que nunca, (…), la santa, integérrima, la sagrada unidad nacional.

Muerte de Castelar, y su recuerdo

El último año de su vida transcurrió entre Sax, Mondáriz, Madrid y San Pedro del Pinatar, donde falleció el 25 de mayo de 1899. Seis días después, se realizó su sepelio en Madrid en medio de un hondo pesar general. Su posibilismo democrático le valió muchas críticas en vida y muchos desprecios en su muerte. Pero los mejores hombres del liberalismo guardaron buen recuerdo de él, así como la mayor parte de la política y la sociedad española, incluso entre los conservadores.

Su cadáver fue velado en el vestíbulo del Palacio de las Cortes Generales, en la Carrera de San Jerónimo, e incinerado en la Sacramental de San Justo, el día 29 de mayo. Su funeral, en la Sacramental de San Isidro, constituyó una magna expresión de afecto general y de duelo nacional. Junto a los miles y miles de asistentes, acudieron a las honras fúnebres representaciones de las más altas instituciones del Estado, Reales Academias, Ateneo de Madrid y cuerpo diplomático acreditado en España.

Nadie, ante el féretro de quien fuera el más grande orador de su siglo, fue capaz de pronunciar discurso alguno, pero el pueblo de Madrid lanzó estruendosas aclamaciones al paso del cortejo fúnebre para despedir al gran tribuno por última vez. En 1906, erigido por suscripción publica, se alzó un gran monumento, obra de Mariano Benlliure, que representa al tribuno dirigiendo la palabra desde su escaño. Uno de los más bellos grupos escultóricos que adornan el madrileño Paseo de la Castellana, en la plaza a la que el Ayuntamiento de Madrid puso el nombre de Emilio Castelar.

Españoles eminentes

Juan Álvarez y Méndez (Mendizábal). (Pedro López Arriba)

Liberalismo y romanticismo: Donoso Cortés. (Pedro López Arriba)

José Larraz y el concepto de Escuela de Salamanca. (Pedro López Arriba)

2 Comentarios

  1. De los muchos errores del siglo XIX (y actuales) se puede y debe aprender en
    José Castillejo «Discurso en la BBC» (1943):
    https://www.youtube.com/watch?v=1h_gIAvWBe4

    «Un Parlamento que traquetea imprudentemente el Derecho,
    se asemeja a una casa de juego.» Y peor aún es el «derecho» del día después…

    Castillejo señala la importancia de una justicia independiente. Y de lo que denomina el Derecho de los muertos…
    una justica que no está a la merced ni del dictador, ni del parlamento ni del pueblo.

    En Inglaterra, todo funcionario es responsable de sus actos contra la Ley aunque los realice por mandato superior:
    «En lo que no es justa ley, no hay que obedecer al Rey» (Calderón).
    Ese es el principio inglés, si el jefe del estado manda contra-ley, los jueces no le deben obediencia.

    Que nadie piense que esto es cosa rápida… un organismo de tribunales que no estén al servicio de partido alguno,
    necesita años de prueba antes de ganar prestigio y confianza. No pueden inventar un nuevo derecho, tienen que comenzar
    aplicando el antiguo, es decir, la voluntad de los muertos. Será un poco anticuada, pero no peor que el capricho de algunos vivos.


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