Hoy hace una semana que nos dejó Felipe Schwember Augier. No hacía tanto que le conocía —apenas unos años—, pero fueron más que suficientes para poder llamarlo amigo. Y no un amigo cualquiera: uno de esos que se hacen mil kilómetros y se trajean —con su particular toque descuidado— para estar contigo el día de tu boda. Uno de esos que te acompañan en todas las aventuras, personales y profesionales. Uno de esos que ya no se encuentran.
Felipe fue, a la vez, el mejor compañero intelectual y el mejor amigo que uno puede tener. Sencillo, generoso, sin prejuicios. Un hombre profundamente bueno, profundamente libre.
Nos conocimos gracias a Robert Nozick, el filósofo libertario que él tanto admiraba y cuya obra conocía como nadie en el mundo hispanohablante. Durante la pandemia, le entrevisté para el Instituto Juan de Mariana en el marco de una serie dedicada a grandes pensadores liberales.
Él fue quien me transmitió la inquietud por la obra de Nozick, y lo que empezó como varias conversaciones sobre la utopía libertaria, el derecho natural y los dilemas del libertarismo frente a los derechos de los menores y los animales terminó desembocando en mi tesis de máster. Él me animó a lanzarme a esa investigación, la revisó y me apoyó durante todo el proceso. De hecho, una adaptación del trabajo era lo que íbamos a publicar en el libro coral que estaba editando, y la base de algunos proyectos que habíamos empezado a maquinar juntos.
Poco después de conocerle, fue él quien me llevó a la Universidad del Desarrollo, y así, finalmente, a Chile. Fue allí donde terminamos de conectar. En lo personal y en lo intelectual. Charlas interminables con un alfajor o cualquier cosa dulce que llevase manjar, que a él le encantaba. No solo intelectuales, también personales. Felipe era alguien tremendamente libre y empático.
Felipe fue académico, divulgador, profesor y pensador. Estudió Derecho y Filosofía en la Pontificia Universidad Católica de Chile, y más tarde completó su doctorado en Filosofía en la Universidad de Navarra. Por eso tenía un gran cariño por España, donde hizo buenos amigos y trataba de venir siempre que podía. De hecho, en Chile algunos decían que tenía acento español. Él se reía mucho diciendo “joder”.
Dedicó su vida a lo que amaba: enseñar, pensar, debatir, escribir. Ejerció la docencia en diversas universidades chilenas hasta recalar feliz en Faro, donde encontró un espacio para desplegar plenamente su vocación. Tanto los compañeros como los estudiantes le tenían un gran aprecio. En realidad, cualquiera que tuviese la oportunidad de conocerle le cogía un cariño inmenso.
En lo intelectual, Felipe era un maestro. Sus trabajos abarcan temas tan diversos como el derecho natural, la propiedad, la justicia, las utopías y sus límites. Pero, sobre todo, Felipe fue un filósofo político en el sentido más noble del término: alguien que pensaba en serio sobre cómo debe organizarse una sociedad libre y justa. Y lo hacía desde una mirada profundamente comprometida con la libertad individual.
Esa misma pasión lo llevó a involucrarse en el debate público, especialmente durante el estallido social de 2019 en Chile, donde defendió con claridad y valentía el Estado de Derecho y la democracia liberal. Como fruto de ese compromiso, coordinó el libro El octubre chileno: Reflexiones sobre democracia y libertad (2020), donde reunió distintas voces en defensa de una sociedad abierta. Su capacidad para argumentar sin perder la calma, con lucidez y sin concesiones, le valió una columna mensual en El Mercurio, uno de los principales diarios del país.
Pero detrás del rigor intelectual había también un gran sentido del humor. Felipe era brillante, sí, pero también divertidísimo. Recuerdo que, en mi viaje a Chile, él y Pablo organizaron lo que bautizamos como el “tour del estallido”: un paseo a pie por el centro de Santiago para visitar todos los lugares emblemáticos de las protestas de 2019. Íbamos señalando fachadas quemadas, grafitis y monumentos vandalizados como si fueran paradas de una ruta histórica, entre chistes, análisis y risas.
Felipe ha seguido todos estos años al pie del cañón de la actualidad pública. Era una persona muy crítica, no solo con los ajenos, sino sobre todo con los propios. Eso hacía que muchos como yo —también aquellos ideológicamente más alejados— le tuvieran un gran respeto.
Para quienes no lo conocieron, era de esas personas capaces de abrirte las puertas de su casa sin apenas conocerte, de compartir contigo su tiempo, sus ideas, su generosidad sin medida. Un hombre brillante, inquieto, creativo, que contagiaba a todos el hambre por saber más. Que tenía criterio, humor, humanidad. Que era divertido, sí, y mucho. Que no solo pensaba lo que decía, sino que hacía lo que pensaba.
Felipe fue, en definitiva, un liberal comprometido. Un intelectual riguroso. Una persona luminosa. Y un amigo leal. Nos deja un vacío inmenso. Pero también una huella honda, inspiradora, imborrable. Hasta siempre, Felipe. Estarás siempre en nuestra memoria.