Baltasar Gracián, el final de la escuela española

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Si con Maquiavelo (1469-1527), a comienzos del siglo XVI, el pensamiento político renacentista alcanzó su primer gran hito, Baltasar Gracián (1601-1658) significó, en el Barroco, el final del renacentismo político. Ambos tuvieron mucho en común, como su común admiración por el genuino Gran Príncipe renacentista y modelo de gobernantes, Fernando el Católico. Sin embargo, sus planteamientos son, más que antagónicos o antitéticos, dispares. Maquiavelo se dirige al Príncipe, le orienta en el conocimiento de los arcanos del poder y del Estado y le muestra cómo usarlos en su provecho. Por contra, Gracián se dirige al súbdito y le orienta para protegerse del poder y del Estado, y le muestra los modos de librarse de sus abusos. Principio y final de un tiempo esencial para el mundo actual, pues fue el paso efectivo desde el medievo, centrado en Dios, a un mundo centrado en el hombre, como lo es el mundo moderno.

No es Gracián un autor “olvidado”, al menos fuera de España. En Alemania hay hasta páginas web dedicadas a él. Escritor de gran talento, protagonizó el póster esplendor de gran la cultura española renacentista. Fue el último destello fulgurante de la gran tradición cultural española de los siglos anteriores, justo cuando esa tradición cultural se acercaba a su extinción, en el siglo XVII. Gracián fue el último clásico español que volvió a alcanzar gran influencia, como los autores de la Escuela Española desde principios del siglo XVI. Una tradición que deslumbró en el Renacimiento y que pereció consunta, hechizada, a finales del siglo XVII y comienzos del XVIII, sin dejar sucesión directa, como la dinastía Trastamara-Habsburgo bajo la que floreció.

El Barroco

La voz “Barroco” procede de “baroco”, palabra mnemotécnica de los escolásticos para referirse a un modo silogístico de características peculiares. Se aplicó, a partir del siglo XVIII, para referirse al arte y al espíritu del siglo XVII. No se utiliza en países como Francia, Inglaterra o Alemania, más que para el arte. En España, el gran país del Renacimiento (junto a Italia) y del Barroco, momento cumbre de las letras y las artes hispanas, es inevitable referirse a él. El Barroco, final del Renacimiento, prosiguió la impronta humanista y la preocupación medular por el hombre, pero expresó, sobre todo, la “desazón” y el “miedo” de los hombres del siglo XVII, ante la ausencia de fundamentos sólidos para dar sentido al mundo.

Para Hannah Arendt (1806-1975), el Barroco en filosofía, y especialmente en la filosofía política, significó el momento en que se cerró la brecha entre la tradición medieval (pasado aún muy presente en el Renacimiento), y la efectiva apertura de la modernidad (el futuro). El Barroco significó el final de la vieja mentalidad teocéntrica medieval, anunciada en el Renacimiento, y la supremacía del antropocentrismo propio de la mentalidad moderna.

Pero, a diferencia del Renacimiento, el Barroco tuvo plena conciencia de esa caída definitiva del mundo finito medieval, fundado en la realidad infinita de Dios. Gracias a dicha conciencia –o autoconciencia– fue posible la aparición de la moderna concepción de la vida, de carácter natural e inmanente, bajo el impulso de la revolución antropológica y científica renacentista. Con el Barroco, el hombre europeo se encontró inserto en las guerras de religión que abrieron el mundo infinito de la modernidad. Un mundo que, cerrado sobre sí, expulsó de él toda trascendencia teológica.

Los franceses denominan ese tiempo la “Época Clásica” de su cultura, que coincide con el Siglo de Luis XIV (1638-1715). Pero no usan la palabra “Barroco” fuera de lo estrictamente artístico. En Francia es el siglo de Descartes (1596-1650), Moliere (1622-1673), Pascal (1623-1662) o del Marqués de la Rochefoucauld (1613-1680). En Inglaterra fue la época de Locke (1632-1704), en Holanda el tiempo de Spinoza (1632-1677) y en Alemania fue el de Leibniz (1646-1716). Todos ellos fueron hombres del Barroco, como Gracián, y todos ellos leyeron a Gracián, pues fue éste un autor de éxito que aún se edita y vende hoy, pero no está claro que Gracián llegase a leer a alguno de ellos.

Gracián ante las alternativas del Barroco           

A la obra de Gracián, muy amplia, hay que aproximarse con precaución. Su novela El Criticón, una de sus últimas obras, fue la que le dio mayor fama y proyección. Pero no se puede reducir Gracián a su texto de más éxito, El Criticón, que no es la más representativa ni la más profunda de sus obras. Es la más leída y se sigue leyendo hoy pues, junto a El Quijote de Cervantes, El Buscón de Quevedo y El Lazarillo de Tormes de Hurtado de Mendoza (1504-1575), es una de las grandes novelas españolas clásicas. El Criticón, aunque llena de hondos pensamientos, no es una obra de pensamiento. El pensamiento de Gracián está en otras obras, como El Oráculo, El Discreto o El Héroe, sin olvidar su El Político (Fernando el Católico).

Los autores del Barroco estudiaron con los maestros de la Escuela Española, sobre todo con las Disputationes Metaphisicae de Suárez (1548-1617). Por eso hay un rastro de “erasmismo” en varios de ellos, como Descartes, Spinoza, Leibniz y Locke, recibido de Suárez. Con los autores españoles no sucede igual, pues si bien en Cervantes y Quevedo se puede apreciar ese influjo “erasmista”, no sucede igual con Gracián, o con Calderón. Y eso que, siendo Gracián jesuita y profundamente católico, es imposible que no conociese la obra de Suárez, uno de los grandes teólogos del Concilio de Trento y también jesuita.

Pese a su coincidencia en las bases y en los planteamientos, las trayectorias de todos estos autores fueron muy diversas. Y es que el Barroco fue una época de encrucijadas ante varios interrogantes: ¿Mantenerse en un pensamiento de la finitud?, ¿buscar nuevas certezas? Las ambigüedades del Barroco están incrustadas entre el comienzo de la modernidad que conocemos y la posibilidad de alternativas a esa modernidad. Suárez optó por las segundas al inaugurar con sus Disputationes Metapfisicae una lectura ontológica del ser, que rebasaba la vieja metafísica, a la que integraba, y esbozaba una concepción abierta del mundo, sin renunciar a la filosofía tradicional.

Gracián pensador

Baltasar Gracián fue un pensador muy singular. Nunca se dejó llevar por modas, especialmente las literarias: fue conceptista siempre. Incuestionablemente católico y siempre lejos de los extremos, se situó entre el misticismo arrebatado de los grandes místicos españoles (Santa Teresa, San Juan de la Cruz), y la “picaresca” que triunfaba en la novelística. Si habló de la virtud, lo hizo casi como un filósofo pagano. Su concepción de la virtud, netamente aristotélica, le llevó a aconsejar siempre evitar los extremos. Gracián descifra la vida del hombre, con paciencia y perspicacia en la observación, y con lógica en sus deducciones.

Su negativo concepto del hombre y de la vida es muy realista: la noción fundamental para comprenderlo es el desengaño. Todas las cosas se nos presentan bajo una apariencia, habitualmente engañosa, que esconde una realidad oculta que hay que desentrañar. También por eso la vida es padecimiento y error. Pese a que se atribuye a Gracián haber sido un neo-estoico, su preocupación por los nunca pequeños problemas de la vida cotidiana y su aversión a todo exceso, tiene una base indudablemente epicúrea. En su obra El Oráculo dice que “No hay más dicha ni más desdicha que prudencia e imprudencia” y que “Todo lo demasiado es vicioso”. Expresiones que recuerdan mucho el “nada en demasía” de Epicuro.

Tampoco está exento de socratismo, especialmente del “conócete a ti mismo”, cuando escribe en esa misma obra que nunca debemos apresurarnos, ni apasionarnos, y que hay que saber atemperarse. El pensamiento de Gracián es de orden práctico, orientación para la vida cotidiana, sin pretensiones teológicas, filosóficas o políticas, ante las que siente una profunda decepción. En él, el asunto central no es ganar el cielo, sino sobrevivir del mejor modo posible en este mundo encanallado, intentando evitar desdichas e infortunios. Su finalidad no es espiritual ni religiosa, sino profana: de este mundo y para este mundo.

La alta consideración en que lo tuvo Schopenhauer facilitó que se le atribuyese un pesimismo que, en caso de existir, debe matizarse. Gracián, más que pesimista, es un optimista, pero bien informado, sobre todo, de la naturaleza y la condición humanas. Reflexiones como que “en el mundo se recompensa el vicio y se proscribe la virtud,” o que “la verdad se transforma en mentira”, no son exclusivas de Gracián, pues se encuentran igualmente en Quevedo o Calderón, y responden al espíritu del siglo. Pero no es realista caracterizarlo como autor de lamentos y duelos, al modo de los pesimistas, como Lord Byron (1788- 1824), o Schopenhauer (1788-1860). La melancolía y el desengaño son rasgos del pensamiento de Gracián, que le llevan a situarse en el límite inmanente, en el punto medio virtuoso, entre nihilismo (recessus) y trascendencia (excesus).

¿Nihilismo de Gracián?

No se puede compartir el juicio de Abellán, de que la obra de Gracián está marcada por la amargura y el pesimismo. Por la amargura, sin duda. Gracián padeció desgarramientos personales y vivió la crisis de la Monarquía Española de 1640, y la derrota de España en la Paz de Westfalia (1648), que acabó la Guerra de los Treinta Años (1618-1648). Como toda España, Gracián nunca entendió cómo fue posible la derrota española, en una contienda religiosa en la que los vencidos habían sido los protestantes. La traición de Francia, Austria y el Papado, en la fase final de aquella guerra, sigue sin ser bien conocida, ni bien comprendida, en España, y produjo grandes decepciones y desengaños entre los españoles.

El “héroe” de Gracián, es el hombre “discreto y prudente” que cultiva su intelecto y su virtud para alcanzar una forma de excelencia mundana y, a través de ella, acceder a la trascendencia. Pero el tratamiento dado a Gracián por Abellán, en su Historia del Pensamiento Español, se limita a considerarlo solo en el plano literario, junto a Cervantes, Calderón y Quevedo. Así, limita a Gracián a ser sólo el estilista supremo del conceptismo. Sin embargo, acierta Abellán al apuntar que, en la obra de Gracián, late una permanente tentación, una tendencia al nihilismo, que tan importante sería en el siglo XX europeo. La aniquilación por el Renacimiento del marco intelectual y moral tradicionales, condujo a la formulación del nihilismo entendido, con Popper, como el desprecio y la disolución de todos los valores humanos.

Gracián escapó de esa tentación, pero no por la fe o la moral católica, sino mediante una idea de directa inspiración pagano-renacentista, la de “el hombre que se hace a sí mismo”, inspiración que acredita la continuación del Renacimiento en el Barroco. La tendencia nihilista que subyace a su obra, de modo claro y perceptible, ha hecho de Gracián un precedente del gran pensador del “nihilismo” del siglo XIX, Nietzsche. Y hasta del existencialismo de Heidegger y de Sartre. Y, también permite que se le considere precursor de la llamada “filosofía de la posmodernidad”, teorizada desde finales del siglo XX por autores como el italiano Vattimo (nacido en 1936).

La filosofía de Suárez conformó la respuesta articulada, desde el saber y el conocimiento, al vacío existencial del siglo XVII, y constituyó una respuesta al nihilismo surgido de la quiebra definitiva de los valores medievales. Fue una gran respuesta, pese a que no pudo impedir el desarrollo del nihilismo. Desarrollo fomentado por y desde las nuevas Iglesias Reformadas protestantes. Porque el protestantismo, no se engañe nadie, no fue tanto un intento (fallido) de recuperar la pureza del cristianismo original, sino la plena “secularización” de la religión, puesta al servicio de los príncipes protestantes, en las que el Príncipe era a la vez Rey y Papa. Y así sucede todavía hoy en las luteranas Dinamarca, Suecia y Noruega, en la anglicana Inglaterra o en la calvinista Holanda. Y eso, pese a las loas de Hegel a la Reforma en sus Lecciones de Filosofía de la Historia.

Gracián, en el final de la Escuela Española

En la encrucijada entre mantenerse en un pensamiento de la finitud o bien buscar nuevas certezas, Gracián, igual que Suárez, también exploró esta última vía. Pero, a diferencia de Suárez, Gracián terminó por replegarse a una filosofía moral de la vida cotidiana, nacida del desengaño ante el mundo en que le tocó vivir. Como apunta Foucault, el Barroco fue sobre todo una actitud ante un mundo que devino inmundo por las guerras de religión. Actitud que brotó del desengaño ante los desastres que habían traído a Europa los grandes ideales y las grandes promesas de los Reformadores religiosos y otros visionarios renacentistas. Parte del éxito literario de Gracián está precisamente ahí.

La Escuela Española también se extinguió en ese siglo. A cambio, la renovación renacentista de la filosofía tradicional, anticipada por Luis Vives y efectuada por Suárez, permitió abrir nuevas vías a la Filosofía, tras el punto de plenitud alcanzado por las Disputaciones Metaphisicae. De ese modo, durante el siglo XVII, aparecerían el Racionalismo Cartesiano (francés), el Racionalismo anticartesiano (Spinoza) y el Racionalismo Alemán (Leibniz) que derivaría en idealismo. Y en Inglaterra se consolidó el empirismo (Hobbes y Locke) iniciado por Bacon. Nuevas escuelas filosóficas que, a finales del siglo XVIII, se desvanecerían tras la impugnación de la metafísica hecha por Kant (1724-1804) en su Crítica de la Razón Pura.

El influjo de Gracián en el pensamiento europeo ha sido constante y perceptible ya en su propio tiempo. En el mismo siglo XVII, La Rochefoucauld se inspiró (y bastante más que eso) para componer sus afamados aforismos. Y muchos de los escritores y pensadores que se han expresado mediante aforismos, han sido estudiosos de la obra de Gracián. En el siglo XVIII, Voltaire, gran conocedor de la obra de Gracián, se inspiró (y mucho) en El Criticón para componer su novela Cándido, como antes se indicó. Schopenhauer, entusiasta de la obra de Gracián, lo tradujo al alemán, con gran éxito. Y Nietzsche, que conoció la obra de Gracián a través de Schopenhauer, también se inspiró en el aragonés para la composición de muchos de sus aforismos.

Serie ‘españoles eminentes

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