La estulticia de Trump con la inmigración

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En los últimos años, Estados Unidos ha hecho de la inmigración uno de los puntos más candentes de su agenda política. No es novedad que el país viva en una tensión constante entre su narrativa fundacional como tierra de oportunidades y un creciente repliegue sobre sí mismo, alimentado por pulsiones nacionalistas, temores identitarios y cierta miopía económica. Pero lo realmente llamativo no es el debate en sí, que siempre ha existido de una forma u otra, sino cómo ha virado la praxis migratoria reciente hacia un estrangulamiento progresivo del flujo migratorio legal y una aceleración drástica de las deportaciones. Y todo ello sin evaluar, ni mucho menos, sus implicaciones económicas de fondo.

Porque más allá de los titulares sobre muros, la realidad estructural es que la economía norteamericana depende, más de lo que muchos están dispuestos a admitir, de la mano de obra inmigrante. No se trata de un argumento ideológico, sino de datos, del funcionamiento del mercado laboral y de lógicas demográficas.

En la última década, el grueso del crecimiento de la fuerza laboral ha estado impulsado por la inmigración. La Congressional Budget Office (CBO) lo ha dejado claro: una reducción sostenida de la inmigración neta limitará de forma estructural la capacidad de crecimiento de la economía estadounidense durante los próximos 30 años. No es que falte talento local, es que la pirámide demográfica ya no alcanza. La realidad es que, sin inmigrantes, Estados Unidos simplemente no puede crecer al ritmo al que está acostumbrado.

Este desfase entre oferta y demanda laboral ya se deja notar con especial intensidad en sectores con alta intensidad de trabajo manual: construcción, logística, hostelería, manufactura, agricultura… Todos ellos, en mayor o menor medida, dependen de inmigrantes para mantener su actividad diaria. El resultado inmediato de este estrangulamiento es la escasez de trabajadores, lo que presiona al alza los salarios en los tramos más bajos del mercado. Podría parecer una buena noticia para ciertos trabajadores, pero en un entorno inflacionario, esta presión sobre costes se transmite directamente a los precios finales y merma los márgenes empresariales. Es decir, alimenta la inercia inflacionista y erosiona la competitividad.

Además, menos trabajadores disponibles implica también menos posibilidad de crecimiento para las empresas. Y sin inversión productiva, no hay mejora de productividad ni crecimiento sostenido. Estados Unidos corre así el riesgo de entrar en una etapa de crecimiento estructuralmente más bajo, en parte autoinfligido por políticas migratorias miopes.

Pero hay una dimensión aún más estructural: la demografía. La economía norteamericana envejece, y lo hace rápido. Cada vez hay más jubilados y menos trabajadores en activo para sostener el peso de programas como Medicare o la propia Seguridad Social. Aquello que durante años fue sostenible gracias al dinamismo poblacional hoy ya no lo es. La inmigración, lejos de ser un problema, es uno de los pocos mecanismos que puede revertir o, al menos, amortiguar esta tendencia. Los inmigrantes son, de media, más jóvenes que la población nativa, están en su etapa más productiva y contribuyen con sus cotizaciones sin absorber, al menos de entrada, tantos recursos fiscales.

No se trata solo de cubrir vacantes. La inmigración aporta valor estructural, sobre todo cuando se canaliza a través de estudios y formación que reconocen sus capacidades profesionales. Ingenieros, enfermeros, técnicos de laboratorio, matemáticos, programadores… Muchos de los trabajadores más demandados en la economía estadounidense actual provienen del extranjero. Y sin ellos, el sistema de salud, el ecosistema tecnológico y la industria de innovación perderían parte esencial de su capital humano.

A esto se suma otro elemento menos discutido pero igual de relevante: el papel de los inmigrantes como motores del dinamismo empresarial. Estados Unidos siempre se ha jactado de su espíritu emprendedor, pero ese impulso ha tenido siempre a la inmigración como un componente central. Desde los restaurantes de barrio hasta las startups tecnológicas más punteras, los inmigrantes han sido agentes económicos clave. Según datos recientes, el 60% de las compañías de inteligencia artificial con sede en Estados Unidos cuenta con al menos un fundador nacido en el extranjero. Limitar su entrada o dificultar su estancia es, por tanto, limitar el crecimiento futuro.

El enfoque centrado en deportaciones masivas y restricciones a la inmigración legal cada vez más duras no solo tiene un coste humano y social, sino que provoca un efecto perverso en comunidades inmigrantes ya asentadas. Gente que podría estar consumiendo, invirtiendo o emprendiendo decide retraerse, reducir su huella visible por miedo a la inseguridad legal. Y eso, traducido a la macroeconomía, es menos consumo, menos inversión y menos crecimiento.

Incluso desde una óptica fiscal, la inmigración representa un activo neto. No solo porque los inmigrantes trabajan y pagan impuestos, sino porque su dinámica poblacional rejuvenece al país. En un modelo como el estadounidense, que financia sus grandes programas sociales a través del trabajo activo, una población activa amplia y joven es fundamental para evitar desequilibrios insostenibles.

El verdadero problema, sin embargo, es que el debate migratorio en Estados Unidos está secuestrado por la dinámica electoral. Se habla de identidad, de fronteras, de amenazas, pero muy poco de PIB, de productividad o de sostenibilidad fiscal. Y, esa omisión, en un contexto de tipos de interés altos, deuda desbocada y crecimiento anémico, puede salir muy cara.

Estados Unidos se enfrenta a una disyuntiva estructural. Puede persistir en una política migratoria cortoplacista, dictada por titulares y encuestas, o puede rediseñar su arquitectura migratoria en función de sus verdaderas necesidades económicas y demográficas. Porque si algo queda claro al analizar los datos y no los discursos, es que frenar la inmigración no fortalece al país, lo debilita. Y cada año que pasa sin corregir el rumbo hace que las consecuencias sean más difíciles de revertir.

No se trata de abrir las puertas sin condiciones, ni de negar que existen retos. Pero una política migratoria inteligente y adaptada al contexto actual es, hoy por hoy, una de las pocas palancas que le quedan a Estados Unidos para sostener su prosperidad futura.

Revertir la tendencia anti-migratoria no es simplemente una cuestión de moral. Es una decisión de Estado. Porque si la economía estadounidense quiere seguir liderando en el siglo XXI, necesita mano de obra, necesita ideas, necesita impulso demográfico. Y en todos esos frentes, la inmigración no es una amenaza: es una condición indispensable del éxito económico de un país.

Álvaro Martín
Author: Álvaro Martín

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