León XIV y Rerum novarum: de la revolución industrial a la era digital (IV)

Tags :
Share This :

Si bien en los artículos de mayo, junio y agosto veíamos muchas compatibilidades entre los planteamientos liberales y las cuestiones fundamentales de la Doctrina social de la Iglesia de las que se ocupaba el papa León XIII, en el artículo de hoy y en el siguiente vamos a tratar de poner de manifiesto las diferencias, aunque no falten autores que traten de afirmar la completa compatibilidad de unos planteamientos y de otros.

 Y es que, si los planteamientos de la Iglesia respecto del capitalismo, como forma económica basada en la filosofía liberal, no son muy severos, y, como veíamos en las otras entregas, se centran fundamentalmente en criticar exclusivamente lo que considera sus “excesos”,  dichos “abusos”, como veíamos, también son tenidos en cuenta por muchos de los liberales, quienes, dentro de la corriente general, admiten que pueden existir excepciones a los tres principios esenciales del liberalismo que señalábamos[1], principalmente en aquellas circunstancias que impidan a los individuos la capacidad de ejecutar los propios fines, ya que, como veíamos, el objetivo de los tres principios citados era crear las condiciones para que, persiguiendo cada individuo sus propios fines, se pueda conseguir una coordinación mutuamente beneficiosa. Así, existían muchas similitudes entre las “recomendaciones” de un planteamiento y otro.

Así, el capitalismo, como sistema económico, tiene una serie de instituciones propias y características (propiedad privada de los medios de producción, libre empresa, mercado, salarios, etc…) que no son rechazados por el Magisterio de la Iglesia por sí mismas, sino sólo en la forma y excesos que han podido asumir en determinados momentos históricos, pero sin que por ello dejen de ser rescatables en orden a la configuración de un orden económico moralmente correcto[2].

Planteamiento del problema

La Doctrina de la Iglesia, sin embargo, no ha sido tan transigente con el liberalismo, como planteamiento intelectual que subyace y sobre el que se fundamenta el capitalismo, hasta el punto de considerarlo, más que una filosofía política, una ideología[3], en el sentido de sistema de ideas simplificado y que no considera la total integridad del hombre, ni comprende la parte más importante de él. Así, por ejemplo, en la encíclica de León XIII, a la que también nos referíamos en las entregas anteriores, Libertas praestantissimum, el Papa señalaba, respecto de la idea de libertad -esencial para el liberalismo- que:

Obligados por la fuerza de la verdad, muchos liberales reconocen sin rubor e incluso afirman espontáneamente que la libertad, cuando es ejercicio sin reparar en exceso alguno y con desprecio de la verdad y de la justicia, es una libertad pervertida que degenera en abierta licencia; y que, por tanto, la libertad debe ser dirigida y gobernada por la recta razón, y consiguientemente debe quedar sometida al derecho natural y a la ley eterna de Dios. Piensan que esto basta y niegan que el hombre libre deba someterse a las leyes que Dios quiere imponerle por un camino distinto al de la razón natural.” (Libertas praestantissimum, punto 13º, el subrayado es nuestro).

Es aquí, pues, donde está el nudo gordiano, el punto nuclear a partir del cual surgen las divergencias y el enfrentamiento entre ambos planteamientos, ya que, como puede verse, León XIII señala, como error esencial del liberalismo, el que se base tanto en el racionalismo filosófico[4], como en el naturalismo[5], al postular ambos la soberanía de la razón humana no sujeta a ningún orden superior, y convertida, por tanto, en “fuente exclusiva y juez único de la verdad”.

Y es que, continúa la encíclica de León XIII en su punto 13º:

Pero al poner esta limitación no son consecuentes consigo mismos. Porque si, como ellos admiten y nadie puede razonablemente negar, hay que obedecer a la voluntad de Dios legislador, por la total dependencia del hombre respecto de Dios y por la tendencia del hombre hacia Dios, la consecuencia es que nadie puede poner límites o condiciones a este poder legislativo de Dios sin quebrantar al mismo tiempo la obediencia debida a Dios.

Más aún: si la razón del hombre llegara a arrogarse el poder de establecer por sí misma la naturaleza y la extensión de los derechos de Dios y de sus propias obligaciones, el respeto a las leyes divinas sería una apariencia, no una realidad, y el juicio del hombre valdría más que la autoridad y la providencia del mismo Dios. Es necesario, por tanto, que la norma de nuestra vida se ajuste continua y religiosamente no sólo a la ley eterna, sino también a todas y cada una de las demás leyes que Dios, en su infinita sabiduría, en su infinito poder y por los medios que le ha parecido, nos ha comunicado; leyes que podemos conocer con seguridad por medio de señales claras e indubitables.

Necesidad acentuada por el hecho de que esta clase de leyes, al tener el mismo principio y el mismo autor que la ley eterna, concuerdan enteramente con la razón, perfeccionan el derecho natural e incluyen además el magisterio del mismo Dios, quien, para que nuestro entendimiento y nuestra voluntad no caigan en error, rige a entrambos benignamente con su amorosa dirección. Manténgase, pues, santa e inviolablemente unido lo que no puede ni debe ser separado, y sírvase a Dios en todas las cosas, como lo ordena la misma razón natural, con toda sumisión y obediencia”. (Libertas praestantissimum, punto 13º, el subrayado es nuestro).

Los principios últimos del liberalismo y de la doctrina social de la Iglesia no son los mismos

Es por eso por lo que, años después de la Rerum novarumde León XIII, su encíclica más famosa, y precisamente por el octogésimo aniversario de la misma -de ahí su nombre-, el Papa Pablo VI, publica “Octogesima adveniens”, en la que critica lo que él denomina “ideología liberal”, en su punto 26º, (después de haber criticado también la ideología marxista):

26. El hombre o la mujer cristiana que quieren vivir su fe en una acción política concebida como servicio, no pueden adherirse, sin contradecirse a sí mismos, a sistemas ideológicos que se oponen, radicalmente o en puntos sustanciales, a su fe y a su concepción de la persona humana. No es lícito, por tanto, favorecer a la ideología marxista, a su materialismo ateo, a su dialéctica de violencia y a la manera como ella entiende la libertad individual dentro de la colectividad, negando al mismo tiempo toda trascendencia al ser humano y a su historia personal y colectiva. Tampoco apoya la comunidad cristiana la ideología liberal, que cree exaltar la libertad individual sustrayéndola a toda limitación, estimulándola con la búsqueda exclusiva del interés y del poder, y considerando las solidaridades sociales como consecuencias más o menos automáticas de iniciativas individuales y no ya como fin y motivo primario del valor de la organización social”. (Octogesima adveniens, punto 26º, el subrayado es nuestro).

Para destacar, en el punto siguiente, a la fe cristiana como muy superior a estas “ideologías”, poniendo de manifiesto la contradicción entre la fe de la Iglesia y estas:

27. ¿Es necesario subrayar las posibles ambigüedades de toda ideología social? Unas veces reduce la acción política o social a ser simplemente la aplicación de una idea abstracta, puramente teórica; otras, es el pensamiento el que se convierte en puro instrumento al servicio de la acción, como simple medio para una estrategia. En ambos casos, ¿no es el ser humano quien corre el riesgo de verse enajenado? La fe cristiana es muy superior a estas ideologías y queda situada a veces en posición totalmente contraria a ella, en la medida en que reconoce a Dios, trascendente y creador, que interpela, a través de todos los niveles de lo creado, a la humanidad como libertad responsable”. (Octogesima adveniens, punto 27º).

Y aunque estas distinciones puedan parecer exclusivamente teóricas, pero poco prácticas, el distinto fundamento en el que basan sus planteamientos ambas posturas -Magisterio de la Iglesia, liberalismo- tiene importantes consecuencias prácticas a la hora de jerarquizar los principios que deben protegerse y fomentarse. Así, cuarenta años después de Rerum novarum, y cuarenta, también, antes de Octogesima adveniens, el Papa Pío XI publicó Quadragesimo anno, documento en el que con claridad recordaba el carácter moral y social de la economía, al afirmar lo siguiente:

88. Queda por tratar otro punto estrechamente unido con el anterior. Igual que la unidad del cuerpo social no puede basarse en la lucha de “clases”, tampoco el recto orden económico puede dejarse a la libre concurrencia de las fuerzas.

Pues de este principio, como de una fuente envenenada, han manado todos los errores de la economía “individualista”, que, suprimiendo, por olvido o por ignorancia, el carácter social y moral de la economía, estimó que ésta debía ser considerada y tratada como totalmente independiente de la autoridad del Estado, ya que tenía su principio regulador en el mercado o libre concurrencia de los competidores, y por el cual podría regirse mucho mejor que por la intervención de cualquier entendimiento creado.

Mas la libre concurrencia, aun cuando dentro de ciertos límites es justa e indudablemente beneficiosa, no puede en modo alguno regir la economía, como quedó demostrado hasta la saciedad por la experiencia, una vez que entraron en juego los principios del funesto individualismo.

Es de todo punto necesario, por consiguiente, que la economía se atenga y someta de nuevo a un verdadero y eficaz principio rector. Y mucho menos aún pueda desempeñar esta función la dictadura económica, que hace poco ha sustituido a la libre concurrencia, pues tratándose de una fuerza impetuosa y de una enorme potencia, para ser provechosa a los hombres tiene que ser frenada poderosamente y regirse con gran sabiduría, y no puede ni frenarse ni regirse por sí misma.

Por tanto, han de buscarse principios más elevados y más nobles, que regulen severa e íntegramente a dicha dictadura, es decir, la justicia social y la caridad social. Por ello conviene que las instituciones públicas y toda la vida social estén imbuidas de esa justicia, y sobre todo es necesario que sea suficiente, esto es, que constituya un orden social y jurídico, con que quede como informada toda la economía.

Y la caridad social debe ser como el alma de dicho orden, a cuya eficaz tutela y defensa deberá atender solícitamente la autoridad pública, a lo que podrá dedicarse con mucha mayor facilidad si se descarga de esos cometidos que, como antes dijimos, no son de su incumbencia.

De ahí que el principio último y superior de ambas posturas no sea el mismo. En efecto, en el artículo de agosto poníamos de manifiesto los tres principios sobre los que se asentaba el planteamiento liberal, y, cuando se hablaba de las “excepciones” que podían justificar la conculcación de alguno de esos principios, era, precisamente, para garantizar la capacidad del individuo de alcanzar sus propios fines. Así, señalábamos que:

Sin embargo, muchos liberales, entre ellos Lomasky o Nozick, consideran que pueden existir excepciones a los tres principios señalados más arriba, principalmente en aquellas circunstancias que impidan a los individuos la capacidad de ejecutar los propios fines, ya que, como veíamos más arriba, el objetivo de los tres principios citados era crear las condiciones para que, persiguiendo cada individuo sus propios fines, se pueda conseguir una coordinación mutuamente beneficiosa.

Así, vienen a argumentar, si dicha coordinación se hace inviable, al existir circunstancias que impiden la posibilidad de conseguir dichos fines, los principios habrán dejado de tener utilidad y podrían conculcarse (así, no sería ilícito que un sujeto en una barca en medio del océano atente contra la libertad de su compañero obligándole a remar para conseguir llegar a la orilla; como tampoco lo sería que alguien al borde de la inanición atentase contra el derecho de propiedad de otro quitándole la comida que el primero necesita para sobrevivir o que alguien que libremente ha acordado convertirse en esclavo de por vida incumpla el pacto libremente suscrito) Eso sí la violación de tales principios habrían de ser la mínima imprescindible para anular las condiciones que impedían esa interacción coordinada y beneficiosa.

De forma que, como vemos, el planteamiento liberal pone en la base de todo su sistema, la consecución de los fines individuales, fines determinados, o elegidos, por el propio sujeto, mientras que el fundamento en el que se basa toda la Doctrina social de la Iglesia, es otro, la voluntad del Creador.

¿Sirve la razón para conocer la ‘Ley eterna’ de que hablan los papas?

Juan Ramón Rallo, en su “Liberalismo. Los 10 principios básicos del orden liberal”, da en el clavo al señalar que “los diversos fundamentalismos religiosos sancionarán el orden político según colisione con su visión de la divinidad y no con los seres humanos”. Y tiene toda la razón. La cuestión es si es posible seguir un credo religioso sin ser “fundamentalista”.

Se entiende, coloquialmente, como fundamentalismo, la postura que consiste en la adhesión estricta e intransigente a principios o doctrinas consideradas fundamentales, rechazando cualquier reinterpretación o cambio. ¿Se puede ser fiel a una religión sin adherirse a la misma en todos sus principios o doctrinas, y sin rechazar la posibilidad de reinterpretación o cambio? ¿Se puede ser un auténtico liberal sin ser fundamentalista?

El desafío que plantea el liberalismo como filosofía para un creyente -yo lo soy- es enorme: si uno parte, como premisa, de la existencia de un Dios creador, resulta absurdo considerar que los intereses de la creatura pueden estar por encima de los de ese creador.

Pero los problemas continúan al tratar de conocer cuáles son las leyes fijadas por ese creador. Y es que, por su propia naturaleza, ese Dios está, de hecho, en otro plano ontológico, distinto del nuestro y entre los cuales hay una diferencia esencial insalvable -la que existe entre el creador y su creatura-, con lo que nuestra capacidad de conocerlo en su inmensidad es, por definición, muy limitada[6], y el fin del hombre y el sentido de la creación entronca, precisamente, con lo más esencial de ese Dios creador: su voluntad -el porqué- de esa creación

Así, para el creyente católico, aunque la razón puede conocer a Dios a través de sus criaturas, necesita de una luz sobrenatural y un don gratuito de la fe para comprender las verdades divinas más profundas, las cuales se revelan a través de la historia, comenzando con Jesucristo, para asegurar la salvación del hombre. Así, desde el inicio de su Suma de Teología (Parte I, Cuestión 1ª, Artículo 1ª), Santo Tomás es claro al señalar que:

Para la salvación humana fue necesario que, además de las materias filosóficas, cuyo campo analiza la razón humana, hubiera alguna ciencia cuyo criterio fuera la revelación divina. Y esto es así porque Dios, como fin al que se dirige el hombre, excede la comprensión a la que puede llegar sólo la razón. Dice Is 64,4: ¡Dios! Nadie ha visto lo que tienes preparado para los que te aman. Sólo Tú.

El fin tiene que ser conocido por el hombre para que hacia El pueda dirigir su pensar y su obrar. Por eso fue necesario que el hombre, para su salvación, conociera por revelación divina lo que no podía alcanzar por su exclusiva razón humana.

Más aún. Lo que de Dios puede comprender la sola razón humana, también precisa la revelación divina, ya que, con sola la razón humana, la verdad de Dios sería conocida por pocos, después de muchos análisis y con resultados plaga- dos de errores. Y, sin embargo, del exacto conocimiento de la verdad de Dios depende la total salvación del hombre, pues en Dios está la salvación.

Así, pues, para que la salvación llegara a los hombres de forma más fácil y segura, fue necesario que los hombres fueran instruidos, acerca de lo divino, por revelación divina. Por todo ello se deduce la necesidad de que, además de las materias filosóficas, resultado de la razón, hubiera una doctrina sagrada, resultado de la revelación. (Suma de Teología, Parte I, Cuestión 1ª, Artículo 1º).

Conclusión

Por tanto, para un católico, para quien su salvación, conformándose[7] con Cristo, o es lo esencial o no es católico (hablar de  “fundamentalismo” creo que es innecesario), la ley eterna -el interés de su Creador- está por encima de los intereses del hombre, y para conocer esa ley superior, la razón no es suficiente dada la naturaleza del Creador, ergo los fundamentos epistemológicos últimos del liberalismo -racionalismo y naturalismo- no pueden ser abrazados por el católico. Y no sólo eso, sino que el concepto de libertad tampoco puede ser el mismo, como no lo puede ser el planteamiento individualista… pero en eso profundizaremos en el artículo siguiente.

Notas

[1] Esos tres principios eran: libertad de acción del individuo para actuar como considere sin que se lo impidan -salvo que con ello afecte a la libertad de otros-; su derecho de propiedad (entendido como el principio que regula la relación entre el sujeto y el entorno material que le rodea y que necesita para alcanzar sus fines) y su capacidad para celebrar pactos con otros individuos y que debe cumplir.

[2] Tal y como resume, por ejemplo, Ibáñez Langlois en su “Doctrina social de la Iglesia”, Ediciones Universidad de Navarra, Pamplona, 1987, pág. 255.

[3] Como veremos después al comentar dos de los puntos de la Carta apostólica Octogesima Adveniens, de Pablo VI.

[4] Señala León XIII, en el punto 12º de Libertas praestantissimum, que: “el principio fundamental de todo el racionalismo es la soberanía de la razón humana, que, negando la obediencia debida a la divina y eterna razón y declarándose a sí misma independiente, se convierte en sumo principio, fuente exclusiva y juez único de la verdad”.

[5] Entendido como doctrina que afirma que la naturaleza es la única realidad y el único referente para explicar el universo y los eventos que ocurren en él, rechazando cualquier explicación sobrenatural o trascendente.

[6] De ahí las posiciones apofáticas, o de teología negativa, las cuales, en lugar de afirmar lo que Dios es, se centran en lo que Dios no es, eliminando gradualmente los atributos derivados del mundo sensible e inteligible para llegar a un “no-conocimiento” que abra la puerta a la contemplación y la adoración del misterio divino,

[7] En el sentido de ajustarse, darse forma para concordar con, y no en el de resignarse.

Serie ‘León XIV y Rerum novarum: de la revolución industrial a la era digital’

(I)(II), (III).

Deja una respuesta