León XIV y Rerum novarum: de la revolución industrial a la era digital (V)

Tags :
Share This :

Dentro de la serie que iniciamos en mayo, en la cual hemos estado abordando algunas de las cuestiones de la Doctrina Social de la Iglesia (DSI) -a partir de las encíclicas de León XIII, especialmente Rerum Novarum- y contrastándolas con los postulados liberales, hasta la fecha hemos visto muchas de las aparentes similitudes que existen entre las dos cosmovisiones, la liberal y la católica. A pesar de ello, como ya empezamos a ver en el artículo de septiembre, esas similitudes son superficiales, ya que, como veremos con detalle en el presente artículo, ambas posturas parten de dos concepciones totalmente diferentes de la libertad. Aun así, como se ha visto y justificaremos hoy, siendo distintas las concepciones de libertad de las que parten, desde ambas posturas se llega a resultados similares, aunque no idénticos, en cuanto a los planteamientos políticos que deben aplicarse.

El concepto de libertad para el liberalismo

Tal y como afirma Isaiah Berlin en “Dos conceptos de libertad”, “yo soy libre en la medida en que ningún hombre ni ningún grupo de hombres interfieren en mi actividad”. Y es que, si bien hay pensadores que se han decantado por reconocerle al individuo derechos positivos, el liberalismo, tal y como resume Rallo[1], se ha decantado, decididamente, por la opción que le reconoce al hombre, esencial aunque no exclusivamente, derechos negativos, con lo que “los derechos individuales son esencialmente derechos negativos en virtud e los cuales cada individuo puede reclamarle al resto que se abstengan de ejecutar determinadas acciones en su contra: y, más en particular, cada individuo puede reclamarle al resto que se abstengan de realizar aquellas acciones que interfieren con sus planes de acción”, o, en palabras de Rothbard, “ninguna persona ni grupo de personas puede agredir a otra ni a su propiedad”, debiéndose respetar el espacio moral ajeno sin coaccionar a otros ni siquiera, como afirman Rasmussen y Den Uyl -y recuerda Rallo-, “para que se comporten de un modo que subjetivamente consideramos virtuoso”, ya que “las personas han de ser libres de escoger incluso aquellos cursos de acción que sean moralmente equivocados”, dado el derecho inalienable del individuo a “buscar la felicidad”, de la forma y manera que considere oportuno y sin intromisiones ajenas.

Y es que, como ya apuntábamos en anteriores entregas de esta serie, el sujeto moral del liberalismo, el hombre, es concebido como un agente autónomo que elabora y persigue sus propios proyectos vitales de manera deliberada, es decir, “como un individuo que se define y se desarrolla al ejercer su capacidad de agencia”, explicando Hayek que “la afirmación de que los individuos se guían y deben guiarse por sus intereses y deseos puede malinterpretarse o distorsionarse equiparándolo al falso enunciado de que los individuos actúan y deben actuar únicamente guiados por sus necesidades personales o por sus intereses egoístas: en realidad, lo que queremos decir es que debería permitirse a los individuos esforzarse por conseguir todo aquello que esos individuos consideren deseable”[2].

El concepto de libertad para la Iglesia: una visión más integral

Como ya veíamos en anteriores entregas, la Doctrina Social de la Iglesia no comparte la misma visión, en primer lugar, porque, como se afirmaba ya en el artículo de septiembre, en la cúspide de su planteamiento, y como principio jerárquico superior, está la obediencia debida a la divina y eterna razón, frente a la soberanía de una razón humana vista por los racionalistas como independiente, sumo principio, fuente exclusiva y juez único de la verdad. Así, para el planteamiento católico, la libertad debe ser “dirigida y gobernada por la recta razón”, y, consiguientemente, debe “quedar sometida al derecho natural y a la ley eterna de Dios”, tal y como afirmaba el Papa León XIII en su encíclica “Libertas Praestantissimum”, de 1888, en su punto 13º, de forma que no es lícito, en la vida política, apartarse de los preceptos de Dios y legislar sin tenerlos en cuenta para nada, no pudiendo el Estado “despreocuparse de esas leyes divinas o establecer una legislación positiva que las contradiga”.

Pero, además de lo señalado, y en línea con ello, la postura católica sí tiene una visión clara de que existe un único medio para alcanzar la verdadera felicidad, que ni oculta ni relativiza: el hombre, al actuar, se plantea -o debe plantearse-, el dilema de la elección entre el bien y el mal, y cuando actúa -bien o mal- se hace bueno o malo. Así, el ser moral del sujeto se modifica mediante el ejercicio de esa libertad al actuar -bien o mal-.

Por tanto, para la cosmovisión católica, por tanto, la libertad no puede identificarse, tan sólo, con la capacidad de elegir por ausencia de coacción externa: la persona no es libre sólo cuando hay ausencia de coacción -de hecho, puede ser libre, aunque esté siendo coaccionado[3]– sino cuando es realmente dueña de sí y no está radicalmente a disposición sino de sí misma, de forma que ni el resto de los seres, ni ningún objeto exterior determinen su comportamiento. O, en palabras de Juan Pablo II: “puedo, pero no estoy obligado. Ningún objeto me obliga a actuar”, ya que, si la voluntad dependiera totalmente del objeto, no podría ejercitar el autodominio al que está llamado.

Es por ello por lo que, para alcanzar esa libertad como elemento moral fundamental del comportamiento humano, que preconiza el catolicismo, no basta la ausencia de coacción, sino que se exige un proceso de ascesis que lleve al individuo a superar la dependencia que los objetos (“el mundo, el demonio y la carne”) ejercen sobre el sujeto. La historia de “El Señor de los Anillos” es, precisamente, un elocuente canto a la libertad que preconiza el catolicismo, en el que el anillo cambia y oscurece la identidad personal del sujeto, transformando a Smeagle en Gollum, razón por la que hay que arrojarlo al fuego, tras un largo periplo de lucha -purificación- de uno mismo, en el que nos sobreponemos a las propias pasiones, y nos enfrentamos a todo lo que nos rodea que lucha por conservar eso que fomenta la esclavitud más íntima y profunda del sujeto. Para Frodo y sus amigos, deshacerse del anillo, vendiéndolo, no es una opción.

Así, la libertad no termina con la ausencia de coacción, ya sea externa o interna, o con la ausencia de motivaciones necesariamente determinantes de la acción y o de las pasiones desordenadas. Obtenida esa libertad, la actividad no termina, la vida, para el católico, no se detiene. Tanto para católicos como para liberales, la libertad es libertad de la conducta, del conducirse a sí mismo, pero para poder dirigirse a algún sitio, a “la felicidad”. El problema es la concreción de qué sea esa felicidad, ese hacia dónde, es decir, el problema es la respuesta que demos a la pregunta acerca del bien humano que se debe afirmar y del mal humano que se debe negar. Y en la concreción de cómo se llegue a esa felicidad, el liberalismo y la DSI no están de acuerdo, aunque sólo sea porque el primero opta por no mojarse.

Consecuencias

A pesar de ser distintas las dos concepciones de la libertad, las consecuencias prácticas -políticas y sociales- de ambos planteamientos son muy similares, ya que preconizando, el catolicismo, la necesidad de que el sujeto se autorrealice a través del autodominio, -siendo internamente libre-, difícilmente se podría justificar una situación social en la que desde fuera se le obligue -coaccione- a realizar una serie de acciones y/o comportamientos aparentemente buenos -en el sentido de acordes con la voluntad divina- si los deseos íntimos del sujeto no están en consonancia con los mismos, ya que el valor moral de ese comportamiento, externamente bueno, no lo sería tanto. Salvo, claro está, que con dichos comportamientos se esté perjudicando a otros, no ya en su integridad física o su patrimonio, sino también en su capacidad de mantenerse en una situación de cada vez mayor autodominio. Ahí ya las posibles respuestas de católicos y liberales cambiarían. Aun así recordemos que, para los católicos, Dios -creador y omnipotente- es el primero en respetar la libertad de la creatura.

De hecho, los planteamientos católicos, aplicados a supuestos extremos, llevan normalmente -como también veíamos- a soluciones similares a las que preconizaría el liberalismo en tales supuestos, dado que, en el fondo, tanto el liberalismo como la cosmovisión católica se centran en conservar la “capacidad de agencia del individuo ante situaciones enmendables que la socavan permanentemente”, ya que el liberalismo preconiza la búsqueda de la propia felicidad sin coacción del otro, mientras que el catolicismo preconiza la búsqueda de la felicidad entendida como autorrealización libre y sin dependencias.

Hay, sin embargo, como decíamos más arriba, un aspecto esencial que no conviene olvidar: frente al relativismo moral que se desprende de la postura liberal -ya que no toma partido respecto a la idoneidad de las distintas opciones vitales para alcanzar la ansiada felicidad-, el catolicismo sí toma, como se ha visto, partido. Y eso le lleva a criticar actuaciones o planteamientos que considera contrarios a la consecución de la felicidad tal y como la entiende. Y uno de esos comportamientos es lo que se ha venido a denominar “consumismo[4]”, duramente criticado por la jerarquía de la Iglesia y por muchos católicos, y que muchos consideran como la consecuencia natural de un sistema económico -el capitalismo- asentado sobre los postulados liberales -libertad, propiedad y contratos-.

Pero de ese consumismo, de sus causas y de sus implicaciones morales nos ocuparemos en la siguiente entrega.

Notas


[1] El contenido de este epígrafe está basado, fundamentalmente, en el capítulo 3º (“Libertad personal”), de la primera parte del libro de Juan Ramón Rallo “Liberalismo. Los diez principios básicos del orden político liberal”, Editorial Planeta, Barcelona, 2019.

[2] Por ello es por lo que, respecto de las obligaciones positivas, los liberales vienen a entender, con Rallo, que “las obligaciones positivas limitan la capacidad de agencia de los individuos que las soportan. De ahí que el liberalismo, como filosofía individualista que es, rechace la “proliferación de derechos positivos contrarios a la capacidad de agencia de las personas”.

[3] La tortura, por ejemplo, consiste precisamente en el intento de romper el autodominio del sujeto y su autoposesión para someter al hombre a otra voluntad, la del toturador, “pero esa autoposesión es tan radical que, estrictamente hablando, nunca puede romperse”, “aunque sea posible someter a la persona a tal grado de violencia que o bien no sea capaz de resistirla y ceda a los deseos del torturador, o quebrante de tal modo  su estructura psicológica que pierda, desde el punto de vista ejecutivo, el autodominio y la responsabilidad. Lo que se rompe entonces no es la estructura constitutiva por la cual la persona se autoposee, sino los niveles físicos o psicológicos mediante los cuales esa estructura se manifiesta y expresa” (Burgos, Juan Manuel, “Antropología breve”, Ediciones Palabra, Madrid 2016.

[4] Entendemos aquí por “consumismo”, en una primera aproximación, la tendencia a adquirir bienes y servicios de forma excesiva, más allá de las necesidades reales, influida por la publicidad y las costumbres sociales.

Serie ‘León XIV y Rerum novarum: de la revolución industrial a la era digital’

(I)(II), (III), (IV).

Deja una respuesta