A vueltas con China, EE. UU., y la hegemonía sobre las tierras raras

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Hay modas que duran un fin de semana y hay temas que, de repente, reaparecen con la fuerza de lo inevitable. Las llamadas tierras raras pertenecen a esta segunda categoría. En cuestión de meses han pasado de ser un asunto para especialistas a ocupar titulares a diario, con un relato que mezcla geopolítica, política industrial y seguridad nacional. Conviene, por lo tanto, ordenar los pensamientos, explicar qué está en juego y, sobre todo, asumir una tesis incómoda para Occidente: China domina de forma abrumadora todo la cadena de valor de las tierras raras y no va a ser sencillo, ni rápido (y quizás ni siquiera deseable) deshacer esa ventaja competitiva.

La disputa entre Washington y Pekín se ha convertido en un intercambio de gestos y exabruptos que algunos describen como puro “shadow boxing”, teatro de sombras cuyo guion, sin embargo, tiene efectos reales sobre industrias críticas. China ha restringido exportaciones de multitud de materias primas, ha cercado la cadena de suministros de minerales críticos y ha recordado que quien controla el refinado controla, en la práctica, el pulso de sectores enteros, desde los semiconductores y los vehículos eléctricos hasta los teléfonos móviles y los equipos militares.

La respuesta estadounidense ha oscilado entre la queja diplomática y la intervención directa: inversión pública en mineras, acuerdos de suministro, compras estratégicas y, más recientemente, un esfuerzo explícito por reconstruir capacidades que han decaído durante décadas. El problema, es que los movimientos chinos no son un truco nuevo, sino el resultado de una estrategia sostenida que Occidente ignoró a conveniencia, hasta el punto de parecer sorprendido por un desenlace que estaba, desde hace años, a la vista.

Para comprender por qué la posición de Pekín es tan sólida conviene recordar el origen de esta historia. A principios de los noventa, cuando el mundo daba por hecho que la desregulación del comercio y las cadenas globales de valor eran el horizonte natural, China anunció con franqueza su ambición de convertir los minerales de tierras raras en su “petróleo”. El giro no fue retórico. A mediados de aquella década, y en un contexto de supervisión de inversiones más laxo, se autorizó en Estados Unidos la venta de compañías clave a inversores con vínculos estrechos con Pekín.

Durante ese tiempo, Pekín aplicó un manual que conocemos bien por otros sectores. Producción y extracción a bajo coste, crédito barato, consolidación de empresas estratégicas, límites a la exportación cuando convenía y, sobre todo, un esfuerzo sostenido por dominar la parte del proceso donde se crea más poder de mercado: el refinado y el procesamiento. Cuando llegó el momento de utilizar ese poder como instrumento geoeconómico, lo hizo.

En 2010, tras un conflicto diplomático con Japón, restringió ventas; años después, Estados Unidos, la Unión Europea y Japón ganaron un caso en la Organización Mundial del Comercio contra las cuotas de exportación, pero el veredicto llegó tarde para un ecosistema que ya se había desplazado, en buena medida, a territorio chino. El resultado está hoy en las cifras que resumen la asimetría: alrededor del 70% de la producción minera global de materias primas de tierras raras y cerca 90% de su refinado a escala mundial se concentran en China, mientras que Estados Unidos apenas cuenta con una fracción mínima de las reservas conocidas y depende de terceros países para fases críticas del proceso.

A esta estructura consolidada se ha llegado, además, con una pedagogía práctica sobre el poder del sistema de precios. Cada vez que un país o una empresa amenazaba con levantar capacidad alternativa, Pekín podía inundar el mercado con suministro barato durante un tiempo suficiente para hacer inviables proyectos incipientes con altos costes hundidos y permisos todavía incipientes. Quien haya leído o estudiado sobre materias primas reconoce el patrón. El mensaje implícito es que el desafío a la hegemonía no se paga solo en CAPEX, sino en tiempo, pérdidas asumidas y protección frente a ciclos de precios que un incumbente puede amplificar a conveniencia.

El giro reciente en Estados Unidos, acelerado por una lectura de seguridad nacional que ambos partidos comparten, ha introducido elementos nuevos. El Departamento de Defensa se ha convertido en el accionista individual más relevante de la principal minera de tierras raras del país tras invertir cientos de millones de dólares, ha acordado compras a diez años con precios mínimos garantizados y ha firmado compromisos de demanda de imanes por otra década completa. Son medidas extraordinarias para un país que durante años promulgó la neutralidad industrial, y revelan hasta qué punto Washington ha entendido que reconstruir una cadena de valor no se logra con discursos, sino con contratos que anclen ingresos y reduzcan riesgo para el inversor.

Todo ello ha venido acompañado de decisiones ejecutivas que declaran las tierras raras un asunto de seguridad nacional y de promesas de acelerar la tramitación de proyectos y de aliviar cargas ambientales. La pregunta pertinente no es si Estados Unidos puede producir más, que puede, sino si puede replicar, a costes razonables, un ecosistema que tarda décadas en madurar y que en China se ha tejido con continuidad política, aprendizaje acumulado y una red de proveedores y técnicos que no se improvisa en diez días ni en dos años.

Aquí aparece el segundo gran obstáculo, menos citado pero igual de determinante: la demanda. La tentación de mirar solo a la oferta es comprensible, pero incompleta. Si, como han recordado varios analistas, el equipamiento militar estadounidense representa alrededor del 1% de la demanda global de tierras raras y los semiconductores y la inteligencia artificial suman, en el mejor de los casos, una fracción adicional que no llega al 10% del total, el grueso del consumo presente y futuro está en la transición energética, en los motores y generadores que mueven vehículos eléctricos y aerogeneradores, y en toda la electrónica de potencia del sistema.

Una estrategia que eleva la producción sin asegurar el mercado de destino corre el riesgo de generar islas de capacidad ociosas o de obligar al Estado a convertirse en comprador de último recurso de forma indefinida. La coherencia entre política de oferta y de demanda no es un detalle; es la diferencia entre una estrategia que funciona y otra que se marchita por falta de clientes finales.

Mientras tanto, China ha demostrado una voluntad de instrumentalizar su posición que debería vacunar a cualquiera contra el idealismo. Este año, en paralelo a un clima de tensión creciente con Occidente, Pekín anunció nuevas restricciones a la exportación de materias primas provenientes de tierras raras y de imanes, inquietando a fabricantes de todo el mundo y, aunque después retrasó parte de esos controles tras una cumbre bilateral, dejó claro que tiene el control y que están dispuestos a ejercerlo cuando lo juzguen conveniente. No hay sorpresa posible para quien recuerde que en 2020 ya se hablaba abiertamente, desde círculos cercanos al gobierno, de utilizar las exportaciones de tierras raras como palanca de negociación en un conflicto comercial.

¿Significa todo esto que no hay nada que hacer al respecto? No. Significa que el horizonte no es corto y que la ambición debe acompañarse de una estrategia realista. Muchos analistas han detallado estos días una agenda plausible que permitiría a Estados Unidos y a sus aliados recortar, con el tiempo, la capacidad de coerción que hoy se asocia a la posición china. Esa agenda incluye acuerdos de suministro que aseguren demanda a largo plazo, políticas públicas que actúen como seguros de precio frente a la volatilidad, inversión coordinada para repartir el riesgo de proyectos de capital intensivo y procedimientos de permisos que reduzcan, sin banalizar, los tiempos de tramitación. Incluye, también, una cooperación internacional que reconozca la distribución desigual de capacidades a lo largo de la cadena: países con reservas y minería, países con refinado y procesamiento especializados, hubs tecnológicos con investigación aplicada en reciclaje y en sustitución de componentes, etc., porque hay márgenes de eficiencia y de innovación que pueden aliviar la presión sobre la extracción primaria.

Europa, por su parte, ha empezado a fijar objetivos de producción doméstica y a prometer procedimientos más ágiles, y el G7 ha hablado de mercados basados en estándares que aseguren trazabilidad. Son pasos en la dirección correcta si se entienden como parte de un esfuerzo sostenido, no como una simple declaración. Requieren capital, paciencia y una gobernanza que aguante cambios de ciclo político, justamente lo que China ha practicado durante décadas. También exigen una conversación adulta sobre los costes ambientales y sociales de reabrir minas y de instalar plantas de tratamiento que trabajan con residuos tóxicos no exportables.

Hay, además, un elemento de aprendizaje organizativo del que se habla poco. La ventaja de China no reside solo en su cuota de mercado, sino en el know how de proceso, en la ingeniería de detalle, en la logística de suministros y en una cultura técnica mejorada a través de miles de horas de operación. Replicar eso no es imposible, pero exige atraer y formar a una generación de químicos, metalúrgicos y operadores que hoy no abundan, y requiere construir relaciones con proveedores de equipos que, en muchos casos, están integrados en el propio ecosistema chino. Conviene pensar en plazos de diez y quince años, no de dos o tres, si se quiere algo más que una foto inaugural.

Por otro lado, el cuadro no estaría completo sin la variable de precios. Pekín ha demostrado en el pasado su capacidad para inundar el mercado y hundir márgenes de competidores emergentes. Cualquier arquitectura de reconstrucción deberá contemplar esa posibilidad y responder con redes de seguridad diseñadas ex ante. Si no se hace, se repetirán las historias ya conocidas de proyectos que nacen con un comunicado y mueren en el primer cambio de ciclo. Del mismo modo, sería un error de diseño suponer que todo pasa por replicar la cadena de valor tal cual. Hay espacio, y necesidad, para multiplicar esfuerzos en reciclaje industrial, para sustituir composiciones en motores y generadores que reduzcan la dependencia de elementos críticos, y para estándares que premien la trazabilidad y penalicen el dumping ambiental, ámbitos en los que la cooperación entre democracias puede producir resultados tangibles sin esperar a que la oferta primaria alcance paridad con China.

Aun con todo, la afirmación central permanece. La dominancia china en tierras raras no es un accidente coyuntural, sino la consecuencia de cuatro décadas de acumulación disciplinada de ventaja comparativa en una cadena de valor compleja y costosa, a la que se llegó con claridad de objetivos y una combinación de instrumentos estatales y empresariales que en Occidente tendemos a invocar solo cuando la urgencia nos alcanza. Desandar ese camino es posible, pero vender que en pocos años Estados Unidos tomará el relevo y reposicionará el centro de gravedad de la industria de tierras raras es, a día de hoy, más ilusión retórica que previsión realista.

Si el objetivo es serio, la receta también debe serlo. Coherencia entre oferta y demanda, contratos de largo plazo que sostengan inversiones, estándares compartidos que eviten carreras hacia el mínimo común denominador, inversión paciente en capacidades técnicas y tecnológicas, y una aceptación adulta de los costes internos de la autonomía industrial. A partir de ahí, Pekín seguirá siendo un actor irremplazable, pero su capacidad de emplear las tierras raras como palanca de negociación se reducirá.

Álvaro Martín
Author: Álvaro Martín

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