Los debates sobre el cambio climático y las medidas que se puedan adoptar para mitigarlo o adaptarse a sus consecuencias, aún no bien definidas por completo, son un magnífico campo de estudio para abordar el fenómeno de la intervención estatal, en este caso no solo en la economía, sino también en la vida cotidiana de las personas.
Si antes se justificaba la intervención en aspectos meramente económicos, como los fallos de mercado, los bienes públicos o las externalidades, ahora se incide más en aspectos éticos como la justicia climática (sea lo que sea esta), el futuro de la humanidad o la preservación de la biosfera.
El problema de estas justificaciones de corte ético, que no excluyen las económicas (especialmente la de los costes externos), es que requieren de una definición previa de lo que consideramos justo o de cuál debería ser la situación ideal de la humanidad o de la biosfera a la que queremos acercarnos, y estas definiciones bien son poco concretas o bien no existen. Para preservar una determinada biosfera hay que explicar en primer lugar las razones por las que entendemos que la actual es la buena y que la que vendría en el futuro, de seguir con las emisiones de gases, sería necesariamente peor.
Hasta hace unos años, antes de que el discurso climático alcanzase el nivel de influencia que hoy tiene, todo eran lamentos sobre el estado de la naturaleza y de la contaminación excesiva por gases, no necesariamente los que causan efectos de invernadero, sino los que pueden perjudicar a la salud humana. Una vez que el cambio climático se conformó como el principal problema ecológico de nuestro tiempo, todos los demás problemas ambientales pasan a un segundo lugar, hasta el punto de que el objetivo de las políticas de reducción de emisiones parece que es dejar la biosfera tal cual estaba en los años 80 del siglo pasado. Pero en esos años había otro tipo de contaminaciones, desde el plomo de los combustibles y la lluvia ácida de las centrales energéticas de los países socialistas, hasta el smog de muchas ciudades industriales, que eran potencialmente mucho peores para la salud humana y de los ecosistemas.
No se nos dice en ningún momento cuál es la época de la historia en la que la atmósfera estaba bien, ni tampoco las razones por las que deberíamos volver a esa supuesta edad de oro del clima. Tampoco se nos dice qué medidas habría que adoptar para volver allí, ni los costes en que habría que incurrir para hacerlo. Lo único que está mal es el clima o la situación atmosférica actual, y además parece que los daños están repartidos de forma homogénea por todo el mundo.
Cuando hablo de daños me refiero, como no puede ser menos, a los daños actuales o potenciales sobre el bienestar humano que tal situación atmosférica pueda tener. Obviamente, el concepto de bienestar humano se entiende de forma ampliada a la valoración que los humanos hacen de su entorno natural, no solo de su bienestar en términos económicos. Pero la valoración del entorno es siempre subjetiva y no existe una forma de medirla con precisión. De esta forma siempre acabará por imponerse políticamente la valoración subjetiva de los actores políticamente más relevantes que han acabado imponiendo su valoración, sea la que ellos tienen o la que entiendan conveniente tener, a las demás personas.
Se ha celebrado este mes de noviembre en Belém, en la Amazonía brasileña, la cumbre del clima de la ONU en la que se discutieron por enésima vez medidas para intentar mitigar la emisión de gases que afectan al clima. Como siempre, no se ha hablado de adaptación al mismo, no vaya a ser que se les estropee el relato.
Este año se ha escogido en concreto la Amazonía para llamar la atención sobre los efectos que los cambios en el clima tienen sobre selvas y bosques, aunque no sea en estos donde peor se puedan manifestar estos efectos, pues son precisamente los bosques los grandes beneficiados de las emisiones de CO2. Este foro en vez de debatir las distintas soluciones a los problemas climáticos se ha convertido en un escenario en el que los líderes de los estados aprovechan para realizar declaraciones retóricas y buenistas sobre los males climáticos del mundo, culpando de ello a sus particulares enemigos políticos, casi siempre encarnados en la derecha y la ultraderecha y, cómo no, reclamando nuevos impuestos e intervenciones para poder atajarlos.
Estos nuevos impuestos verdes serían recaudados por los gobiernos, pero dado que es muy difícil establecer impuestos finalistas, lo más probable es que lo recaudado muy probablemente acabará financiando el gasto público convencional, incluidas partidas que no tienen que ver con la causa climática, e incluso que la contradicen, como subvenciones a sectores caracterizados por sus altas emisiones.
Cada una de las reuniones es siempre desde hace años la última oportunidad de actuar antes de que el mal sea irreversible, y se invita a actuar con urgencia, algo que, por supuesto, se repetirá en la próxima reunión que también será la última ocasión. Si consultamos los periódicos de hace veinticinco años podemos constatarlo, y de paso contrastar si se cumplieron o no las previsiones que entonces se hacían para el año en curso. Así se puede comprobar el rigor científico de las previsiones que entonces se hacían, más o menos el mismo que el de la economía mainstream en relación con los ciclos o a las perspectivas de desarrollo económico.
Muy pocos logros prácticos pueden exhibir estas cumbres porque, por ejemplo, las emisiones de CO2 a nivel mundial, que es lo que cuenta a estos efectos, no ha dejado de incrementarse desde que se establecieron hace más de veinte años. Se ha reducido en algunas regiones como la europea, pero se han incrementado sustancialmente en las regiones en desarrollo del mundo, como India o China, que no dejan de abrir a gran velocidad centrales de carbón o gas.
El problema no es solo de inacción sino también de incapacidad, esto es, los líderes mundiales no han definido bien el problema y por tanto, por mucho que se reúnan y reclamen actuaciones inmediatas, no van a poder conseguir nada. Siempre, claro está, que realmente quieran hacerlo y asumir las consecuencias, algo de lo que comienzo a dudar, pues parece que todo el mundo sobreentiende que no se va a cumplir con nada de lo que allí se firme. Como el presidente del gobierno español cuando firma delante de los demás líderes incrementos en los gastos de defensa, que sabe que va a incumplir. Forma parte del teatro diplomático internacional.
Como ya soy viejo, recuerdo las cumbres de los años 80 y 90 contra el hambre en el mundo, en la que los líderes manifestaban su inquebrantable voluntad de remediar el problema y luego nunca hacían nada. Menos mal que la apertura al capitalismo en países como China o la India les resolvió buena parte del problema, como les resolverá este, en el caso de que sea un problema tan serio como afirman. Pero no lo resolverá intentando cambiar el clima sino buscando adaptaciones locales al mismo.
El cambio climático se ha definido como una cuestión global, que afecta a todos los territorios de la Tierra, y de la cual todos, especialmente los que vivimos en países más o menos desarrollados, somos culpables. Es una mala definición, pues los problemas, tanto en su origen como en consecuencias, son locales, y mientras no se afronten así no habrá un verdadero incentivo a hacer cambios.
Por un lado, no todos los territorios emiten la misma cantidad de gases de efecto invernadero, y ni siquiera son los países como tales, sino algunas regiones dentro de los mismos y se pueden identificar perfectamente y centrar las medidas en ellos y, dentro de estas, son algunas localidades y empresas las principales responsables de las emisiones.
Pero aquí entra ya la primera contradicción, y es que se argumenta desde las instituciones internacionales que muchos de esos territorios pertenecen a países en desarrollo y que sería injusto frenarlos con medidas que limiten el uso de energías baratas, pero contaminantes. No les falta razón, pues los países ahora ricos las aprovecharon y ahora impiden a otros imitarlos. Las estrategias de reducción de gases deberían, según este argumento, centrarse en los países ya industrializados, con independencia de quién contamine más a día de hoy.
Puede ser muy justo hacerlo de esta forma, pero esto contradice el argumento de que el primer problema del mundo, para el cual ya casi no queda tiempo, es el del cambio climático. Lo que se manifiesta es que es más importante el crecimiento económico que el clima, lo que debilita mucho no solo la fuerza del argumento de la necesidad de acelerar la transición, pues las emisiones que se reducen por un lado son compensadas e incluso ultrapasadas por las nuevas emisiones de los países en desarrollo, con lo que el saldo final acaba siendo siempre un incremento neto de las mismas.
Tampoco las consecuencias del cambio climático son globales, sino locales, esto es, se manifestarán de forma distinta en cada sitio, pudiendo ser muy perniciosas en algunos de ellos, neutras en otros y claramente beneficiosas para los habitantes del resto. No he encontrado nunca en los análisis del cambio climático una justificación de las razones por las cuales el clima actual es bueno y debe ser preservado sin tener en cuenta a los que se beneficiarían de cambios en el mismo. Tampoco es habitual escuchar en esos foros cuál es la época dorada del clima a la que se quiere volver.
Una correcta definición del problema incidiría en ver cómo se puede actuar sobre los perjudicados sin al mismo tiempo impedir alguna mejora a los que podrían aprovecharse de ella. Nunca en estas cumbres se abordan los posibles beneficios que podría tener un clima menos frío en algunos territorios, reduciendo el frío en el invierno, por ejemplo. Los modelos de cambio climático predicen incrementos en las temperaturas, pero no cómo se van a concretar en cada lugar.
Un análisis serio tendría por fuerza que tener estos beneficios en cuenta, y casi nunca lo están, lo que me hace sospechar que son más cumbres políticas con objetivos definidos previamente y con la sentencia ya dictada en contra de los que ellos entienden como culpables, lo que no dice mucho de las mismas.
Serie ‘Sobre el anarcocapitalismo’
- (X) El fracaso de la transición hacia la movilidad eléctrica
- (IX) Sobre la omnipotencia del Estado
- (VIII) ¿Mejor sin gobierno?
- (VII) Lecturas para el verano de 2025
- (VI) ¿Para qué sirve el anarcocapitalismo?
- (V) Anarquía en la Iglesia Católica
- (IV) Sobre la defensa europea centralizada
- (III) ¿Más o menos Europa?
- (II) Tamaño y grupos de presión
- (I) Rothbard como historiador de la derecha americana
