El islam en Francia

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Por Pierre Manent. El artículo El islam en Francia fue publicado originalmente en Law & Liberty.

Las preguntas relacionadas con el lugar del islam en Francia no solo son difíciles de resolver, sino que son difíciles de formular. El islam es el caso más revelador de nuestra incapacidad para ponernos de acuerdo sobre los principios de nuestra vida común. Si no sabemos qué hacer con el islam, esto tiene ciertamente que ver con las características particulares de esta asociación humana, pero también porque, en general, en cuanto se trata de acción común, simplemente no sabemos qué hacer. Los mismos problemas se enquistan y empeoran, los mismos debates se repiten y se arrastran durante décadas en un marasmo desmoralizador, ya sea el tema Europa, la educación o el lugar del islam.

La parálisis que nos afecta se debe a que abordamos estas cuestiones con la mente y el corazón divididos. Instintiva o espontáneamente, deseamos continuar la trayectoria de la antigua nación llamada «Francia» y, por tanto, vivificar y consolidar la forma de vida que podemos llamar nuestra. Sin embargo, la opinión cada vez más imperiosa que orienta nuestras palabras y nuestra acción nos empuja a ir en una dirección completamente distinta, a rechazar la propia idea de una forma de vida común que nos sea propia y a conseguir que nuestro país se abra imparcialmente a todas las formas de vida. La única educación común sería una educación en la diversidad.

Tomar el islam en serio

Ahora bien, el islam se nos presenta como una forma de vida, a la vez individual y colectiva, con rasgos fuertemente marcados —ciertamente con su propia diversidad interna—, pero que, al abarcar en principio todos los aspectos de la vida y la totalidad del cuerpo social, ignora en gran medida las separaciones que tanto nos son queridas entre lo público y lo privado, lo religioso y lo político.[1] Mientras nosotros nos obligamos a relativizar y a presentar nuestras «identidades» (en plural) con ironía, el islam se distingue entre nosotros por una identidad compacta que excluye la ironía y rechaza toda crítica. Ante esto, hemos decidido que seremos irónicos y relativistas en su nombre.

Al introducir audazmente el islam en el dispositivo liberal laico, induciremos suave pero irresistiblemente a los musulmanes a adoptar hacia su forma de vida y su creencia la distancia de la que nosotros nos felicitamos desde hace tanto tiempo por haberla tomado respecto a la nuestra. Al hacerlo, sin embargo, al mismo tiempo que exaltamos la igualdad y la semejanza humanas, miramos al islam desde arriba, no como una religión falsa o una civilización menos lograda, desde luego, sino como una forma de vida común cuyo absolutismo ingenuo pronto será decisivamente moderado bajo los efectos emancipadores de nuestra libertad y de nuestro laicismo (la tan alabada laïcité en el caso de Francia). Este es el postulado que guía todas nuestras relaciones con el islam.

Por consiguiente, al desear un islam compatible con nuestro laicismo, nos negamos a considerar seriamente el islam mismo, a tomar la medida de la amplitud, profundidad, vitalidad y perseverancia de este gran hecho religioso, social y político.

Suponemos así que los dispositivos liberales y laicos a los que adherimos son a la vez universales e irresistibles. Lo que creemos que debemos y podemos hacer determina lo que creemos ver o poder ver. Por eso, al desear un islam compatible con nuestro laicismo, nos negamos a considerar seriamente el islam mismo, a tomar la medida de la amplitud, profundidad, vitalidad y perseverancia de este gran hecho religioso, social y político. Analizándolo bajo los doble criterio de lo arcaico y lo moderno —criterios que los europeos presentan como el único criterio de lo verdadero, lo bueno y lo bello—, desde el principio privamos al gran hecho musulmán de su fuerza y potencia específicas. Preferimos postular que el laicismo, al separar radicalmente religión y política, garantizará que la presencia de musulmanes entre nosotros no cambie nada sustancial en nuestra vida común. En resumen, mientras sostenemos que los musulmanes son nuestros conciudadanos e iguales, no existen verdaderamente como seres sociales y como factor político en nuestra vida nacional.

Ahora bien, una observación tan elemental que no requiere ni telescopio ni microscopio permite ver que el islam, en la diversidad de sus versiones y expresiones, ha estado animado durante los últimos cincuenta años por poderosos movimientos que han transformado el mundo musulmán y ejercen una presión bastante fuerte sobre ciertas partes del mundo no musulmán. Ya sea que tomemos nota de la revolución iraní, las ambiciones de Turquía, la capacidad de los países del Golfo para influir en los asuntos o las oleadas migratorias hacia Europa, todo indica que el islam se encuentra en un período de expansión. Se me reprochará una ingenuidad imperdonable por reunir estos diferentes fenómenos y colocarlos bajo el denominador común de «islam». Sin embargo, la perspectiva política es efectivamente «ingenua», porque cree lo que ve, y lo que ve es ante todo la fuerza y la dirección de las asociaciones humanas. Para quien tiene los ojos abiertos, es imposible no ver que el mundo musulmán ejerce una presión cada vez mayor sobre una Europa que, por su parte, es tan débil que hace un punto de honor definirse por una apertura indefinida a lo que está fuera de sí misma.

El carácter específico de la cuestión musulmana para el pueblo francés —incluyendo, por supuesto, a nuestros conciudadanos musulmanes— se debe ante todo al estrecho entrelazamiento y la dependencia recíproca entre lo interior y lo exterior, entre lo que está dentro y fuera de Francia. Las dificultades de lo que tan complacientemente se llama «convivencia» serían evidentemente mucho más fáciles y suscitarían menos pasiones y angustias si los musulmanes de Francia no participaran también, y al mismo tiempo, por sus lealtades y múltiples vínculos, en ese mundo musulmán mucho más amplio cuyo número, juventud e inquietud constituyen un factor mayor del mundo contemporáneo.

Establecidos en Europa, o en vías de establecerse aquí, los musulmanes no son «seres humanos en general», no simplemente «semejantes» tocquevillianos, sino seres humanos reales y concretos que han recibido una cierta educación y que, con mayor o menor convicción, quieren preservar su forma de vida en la sociedad que los acoge. Todo el mundo sabe que el presidente turco Erdogan tiene la costumbre de exhortar a los ciudadanos de origen turco en Europa a no asimilarse a la vida europea.

Los efectos de esta presión y dependencia exteriores pueden medirse, entre otras cosas, por la dificultad que tienen los musulmanes de Francia para organizarse, divididos como están por sus lealtades a diferentes países de origen o de referencia. Estos efectos también se ven en la constante extensión de las partes de nuestro país donde las costumbres musulmanas se imponen sobre la totalidad, por así decirlo, del espacio público, ya que las mujeres quedan visiblemente excluidas de él.

Laicismo y separación

¿Qué consecuencias prácticas pueden derivarse de estas observaciones tan elementales? La primera y principal es no encomendar al laicismo una misión imposible. No comparto la confianza que un segmento muy activo de la opinión deposita en una aplicación estricta o un reforzamiento del laicismo. A mis ojos, esta confianza reposa en un doble error. Por un lado, siguiendo la tendencia de lo que podría llamarse la «gobernanza» contemporánea, se supone que ordenar la vida común consiste en imponer la regla adecuada, es decir, un principio general aplicable a toda materia social, ya sea la «competencia libre y no falseada» o el propio laicismo.

Por otro lado, y en consecuencia, se añade el argumento destinado a cerrar el debate: que el laicismo puede y podrá hacer con el islam lo que hizo con la Iglesia católica la ley de 1905.[2] Es un argumento cuya aceptación generalizada me asombra, dado lo mucho que desconoce las diferencias no solo de las religiones en cuestión (sobre las que aquí no diré nada), sino, ante todo, sus contextos sociales y políticos completamente distintos. En el contexto original del laicismo francés, se trataba de separar lo más rigurosamente posible dos autoridades, la política y la religiosa, que habían estado entrelazadas de mil maneras a lo largo de los siglos, y de marginar o circunscribir una influencia religiosa que pertenecía al núcleo más íntimo de la vida francesa.

Hoy, por el contrario, la urgencia consiste en asociar a la vida francesa una asociación humana, el islam, que permaneció externa y extranjera a ella durante siglos y cuyas relaciones con nuestro país han estado a menudo marcadas por una hostilidad mutua cuyas huellas están lejos de haberse borrado. En el pasado, se trataba de reformar la organización de una vida común estrechamente entrelazada mediante una separación sin precedentes; hoy se trataría de producir una vida común superando una separación muy antigua que sigue siendo particularmente fuerte —al menos si se miran las cosas con una dosis de candor y sinceridad.

Al comienzo de esta charla señalé que partimos de la hipótesis o postulado de que, para acoger lo mejor posible a nuestros nuevos ciudadanos, musulmanes o de otra procedencia, debemos aligerar cuanto sea posible el peso y el espesor de la cosa común o pública (la chose commune), debemos evitar todo lo que implicara un apego particular a lo que nos es propio, abjurar de toda preferencia por nuestra forma de vida. En el nuevo ciudadano solo hemos querido ver al «hombre en general», «al semejante», y por tanto hemos creído mostrar una indiferencia acogedora hacia su forma de vida, una forma de vida a la que, después de todo, tenía derecho.

El resultado era inevitable: en la medida en que vaciamos nuestra sustancia común, la dejamos convertirse en un «desierto», se llenó con la forma de vida a la que los nuevos ciudadanos estaban naturalmente apegados. En nombre del laicismo, de la laïcité interpretada de forma bastante estricta, los tribunales retiraron o prohibieron cruces, belenes y otros signos o expresiones de la religión cristiana en nuestro país mientras, como acabo de recordar, amplias franjas de la vida nacional tomaban una forma musulmana de la manera más visible. Lejos de acercarnos, cada día nos alejábamos más de la vida común compartida en la igualdad que pretendíamos alcanzar.

Es cierto que muchos de nuestros conciudadanos musulmanes participan sin reticencia alguna en la vida nacional y aportan una contribución que sin duda puede compararse con la de los no musulmanes. Este hecho, que nunca debe olvidarse, no cambia desgraciadamente nada en el otro hecho: que una parte importante de los musulmanes de Francia se establece en separación de la vida común y no desea seriamente ponerle fin. Si quisieran ponerle fin, no verían en la menor crítica —en la menor petición, por razonable que sea— un signo de «islamofobia».

Es triste decirlo, pero no daremos el menor paso en dirección a la amistad cívica si la opinión musulmana, al menos la que se expresa en nombre de los musulmanes, pone su energía en denunciar lo que llama «islamofobia» en lugar de combatir efectivamente los excesos o patologías del islam que deberían repugnar a los propios musulmanes.[3] Ni siquiera los atentados más mortíferos y brutales han sacado a la opinión musulmana francesa de su pasividad o inercia.

Una vida nacional común

Estamos empantanados en una situación que ofrece poco margen de acción y que tiende a empeorar. La «opinión liberal laica», la opción por la laïcité, reposa en una interpretación errónea de nuestra historia, un análisis inadecuado de la situación presente y una evidente sobrevaloración de los poderes de la interdicción legal en un régimen comprometido con la extensión continua de autorizaciones y libertades, incluidas las más aberrantes. Hay que tomar acta de que una parte importante de nuestros conciudadanos sigue la forma de vida musulmana y de que la ley tiene poco poder directo sobre esta realidad. Lo dije en 2015, lo repito hoy.[4] Esto no significa que podamos dejar crecer indefinidamente esta parte musulmana. Eso no es posible.

En primer lugar, sería alentar muy imprudentemente a quienes ya nos consideran débiles y cobardes, que piensan que solo sabemos retroceder cuando hay que luchar. En segundo lugar, sería la peor señal que podríamos enviar a los musulmanes de Francia que no albergan hostilidad hacia la vida europea o que incluso encuentran su florecimiento en nuestro país y que, no lo dudo, son muy numerosos. Sería la peor señal permitir que se extiendan esas zonas donde reina sola y suprema la forma de vida musulmana. Sería decirles que el país donde, a pesar de todo, han elegido vivir carece de fuerza para darse una forma de vida común y que el futuro que les espera corre el grave riesgo de devolverlos a la vida que dejaron atrás.

Si, para preservar la posibilidad de una vida pacífica y amistosa, se quiere impedir la extensión del islam, también es indispensable limitar estrictamente la cantidad de inmigración que se permite. Los ciudadanos musulmanes y los no musulmanes no podrán vivir en confianza mutua si ambos no tienen la seguridad de que nuestro país, al hacer un lugar justo y honorable a sus ciudadanos musulmanes, no se convierte en un país musulmán.

Las decisiones que hay que tomar al respecto son tanto más urgentes cuanto que la cuestión migratoria ha visto la aplicación más consecuente de la filosofía social que esbocé al principio. Esta filosofía dice que la justicia política consiste en abrir imparcialmente, o indiferentemente, el espacio público a todas las formas de vida, sin límite alguno. Son las decisiones políticas, más que las «reglas generales», las que dan forma a la vida común. Las decisiones políticas que tengo en mente, muy importantes en sí mismas, lo serán aún más por ser las primeras decisiones tomadas desde hace mucho tiempo teniendo en cuenta, y por preocupación por, nuestra vida común como pueblo y como nación.

Al fijar la porción y el lugar del islam francés en los límites que ha alcanzado hoy, podemos alcanzar dos objetivos igualmente importantes y urgentes. Respecto al exterior, podemos poner fin a la presión que, procedente de Estados o de movimientos de poblaciones, obliga a Europa a tomar decisiones que no son suyas; respecto al interior, a nuestra vida común, recuperamos la conciencia decisiva de que los componentes de la república no son solo individuos portadores de derechos, sino grupos o asociaciones, temporales y espirituales, con costumbres y formas de vida distintas, cuyo equilibrio estamos obligados a preservar. Solo así podremos ofrecer una forma de vida común en la que todos, incluidos nuestros conciudadanos musulmanes, puedan reconocerse.

Notas

[1] Para una discusión luminosa sobre el lugar crucial de las «separaciones» en el orden liberal, véase Pierre Manent, A World beyond Politics?: A Defense of the Nation-State, trad. Marc LePain, Princeton, NJ, Princeton University Press, 2006, pp. 10-20.

[2] Para una discusión más completa sobre los límites de hacer al islam lo que la draconiana separación francesa entre Iglesia y Estado hizo al catolicismo en 1905, véase Manent, Beyond Radical Secularism: How France and the Christian West Should Respond to the Islamic Challenge, trad. Ralph C. Hancock, introducción de Daniel J. Mahoney, South Bend, IN, St. Augustine’s Press, 2016, pp. 18, 60-62, 101. El libro apareció originalmente en francés en 2015 como Situation de la France.

[3] Para más información sobre el papel pernicioso de la categoría de «islamofobia», véase Manent, Beyond Radical Secularism, pp. 51, 74-75.

[4] Este es un tema central de Beyond Radical Secularism.

Law & Liberty
Author: Law & Liberty

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