Adam Smith escribió que «el interés de la inmensa mayoría de la población es y debe ser siempre comprar lo que necesita a quien vende más barato. […] Es tan evidente, que esforzarnos en demostrarlo podría parecer ridículo; nunca habría sido puesto en duda si las interesadas falacias de mercaderes y fabricantes no hubieran perturbado el sentido común de la humanidad».
Lamentablemente, el libre comercio nunca ha tenido tanto predicamento entre políticos como entre economistas. Para el político, es más fácil vender remedios proteccionistas que esperar a que las impersonales bondades del libre comercio le generen réditos políticos. Los gobernantes tienden a anteponer su propia popularidad al bienestar de la población, y si para ello tienen que predicar ideas erróneas e implementar medidas empobrecedoras, no dudan en hacerlo.
Donald Trump, recién reinstalado en la Casa Blanca, ha anunciado una extensa batería de aranceles: 25% para Canadá y México, 20% para China, 25% para el acero y aluminio, y diversos aranceles a productos agrícolas. Estas medidas se justifican en nombre del interés de la nación, pero siempre terminan empobreciéndola.
Los aranceles son un impuesto especial sobre los bienes importados cuyas consecuencias no entrañan ningún misterio a quien haya pasado por un curso de economía básica.
El efecto más visible es la transferencia de recursos de los consumidores nacionales y los productores extranjeros hacia los productores nacionales (en forma de menor competencia y mayores precios) y al Estado (en forma de recaudación arancelaria). Esta suele ser la motivación de fondo del proteccionismo: concentrar beneficios en unos grupos de presión nacionales bien organizados, a costa de los desorganizados consumidores. Y los gobernantes, como es habitual, también sacan tajada por los servicios prestados.
Pero aún más importante que esta redistribución de riqueza son las consecuencias que no se ven a simple vista. En primer lugar, los aranceles provocan una destrucción de riqueza neta al impedir que se realicen intercambios que habrían sido mutuamente beneficiosos en ausencia de aranceles. Al subir el precio de los bienes sujetos al arancel, se reduce artificialmente el consumo de dichos bienes: muchas transacciones dejan de tener lugar y, en consecuencia, se produce una pérdida neta de producción.
Y en segundo lugar, también se destruye riqueza neta por la sustitución de formas de producción más eficientes por otras más ineficientes. El uso de procesos productivos que necesitan un mayor uso de recursos provoca el despilfarro de estos recursos, que podrían haberse utilizado en la producción de otros bienes y servicios.
Henry Hazlitt explicaba que esta destrucción de riqueza no sólo perjudica a los consumidores, sino también a todos los demás productores nacionales. Los consumidores, al verse obligados a gastar una mayor parte de su renta en bienes artificialmente encarecidos, pasan a tener menor renta disponible para adquirir otros productos o para realizar inversiones. Por ejemplo, si un arancel encarece los coches importados, las familias tendrán que destinar más dinero a comprar cada vehículo, y tendrán que recortar su consumo en teléfonos móviles, ropa o alimentos, perjudicando a los productores de estos bienes.
Estas serían las consecuencias si los aranceles solo se aplicaran sobre bienes de consumo. Pero cuando se aplican a factores productivos, el impacto negativo se extiende en oleadas que alcanzan la totalidad de la economía. Por ejemplo, un arancel al acero hace más ineficiente la fabricación de automóviles, la construcción de viviendas o la producción de un sinfín de productos que emplean acero como factor productivo. Estos bienes tenderán a encarecerse, a producirse en menor medida y a afectar la producción de otros productos, desatando una espiral empobrecedora generalizada.
Pero hay algo aún peor: las medidas proteccionistas nunca vienen solas, sino que siempre generan represalias y desembocan en una absurda guerra comercial. Si EE.UU. impone aranceles a China, México, Canadá o Europa, es esperable que sus gobiernos respondan con sus propias medidas proteccionistas contra productos estadounidenses. Esto multiplica el daño económico para todas las partes y garantiza que nadie quede libre de la catástrofe del proteccionismo. En un mundo tan interconectado como el actual, en el que las cadenas de valor se distribuyen entre múltiples países en función de su ventaja comparativa y tienden a maximizar la eficiencia productiva, los aranceles tiene el demoledor efecto de desintegrar esta enriquecedora división internacional del trabajo. El resultado es un mundo más pobre.
Es evidente que, en parte, los aranceles anunciados por Trump son una herramienta de negociación. Trump busca presionar a otros países para obtener de ellos medidas de control de fronteras, reducciones de sus propios aranceles o de otras barreras comerciales encubiertas. Si el resultado final fuera una mayor libertad comercial, bienvenida sea. Pero la experiencia de su primera legislatura nos dice que no tiene por qué acabar así: incluso planteados como estrategia negociadora, buena parte de estos aranceles terminan quedándose.
Pero incluso si la estrategia de Trump lograra reducir aranceles a largo plazo, aún tendría un efecto perverso: estaría librando la batalla de las ideas a la inversa; estaría evangelizando sobre las bondades del proteccionismo y, por tanto, socavando la esencial batalla de las ideas en favor del libre comercio y el mercado libre. En la primera legislatura de Trump, las ideas proteccionistas calaron en la población lo suficiente para que su sucesor, Joe Biden, terminara por consolidar, y en algunos casos incrementar, medidas contrarias al libre comercio.
En conclusión, subir aranceles es siempre una política económica desastrosa. El proteccionismo solo sirve para alimentar el ego de gobernantes que pretenden venderse como mesiánicos defensores de los intereses nacionales. Pero el precio a pagar es el empobrecimiento de la nación.