Cómo los aranceles trumpistas empobrecerán al mundo

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La política comercial de Estados Unidos ha cruzado una línea que durante décadas se consideró impensable, incluso entre sus críticos. No es que el proteccionismo sea nuevo -la historia económica estadounidense tiene historias de aranceles para regalar-, pero lo que está ocurriendo ahora no es una medida temporal, ni una respuesta puntual a una crisis sectorial. Es, directamente, la reinvención de la guerra comercial como estrategia política permanente, sin matices, sin disimulo y, lo que es peor, sin fundamento.

Donald Trump ha puesto sobre la mesa un nuevo esquema arancelario que no distingue entre aliados, rivales o socios estratégicos. Todo país que tenga superávit comercial con EE. UU. es, por definición, sospechoso. Y todo déficit bilateral es tratado como evidencia de abuso. No hay una investigación técnica, ni análisis de cadena de valor, ni contexto histórico. Solo una ecuación: déficit comercial dividido por importaciones. Resultado en mano, se asigna un porcentaje de castigo.

Así se llega, sin rubor, a tarifas del 104 % para China, 49 % para Camboya, 46 % para Vietnam, 32 % para Indonesia y Taiwán, 26 % para India, 20 % para la Unión Europea y 10 % para el Reino Unido. Un escenario digno de una parodia económica, pero que hoy se considera seria política de Estado.

El trasfondo ideológico de esta fórmula es tan rudimentario como inquietante: en un mundo justo, supuestamente todas las balanzas comerciales bilaterales deberían estar equilibradas. Si un país le vende a EE. UU. más de lo que le compra, entonces lo está explotando. Como si el comercio internacional fuera una suma cero, donde todo excedente ajeno implica una pérdida propia. Esta es la base de la ofensiva arancelaria, repetida en mítines, entrevistas y documentos oficiales, con la naturalidad de quien no sabe -o no quiere saber- que está pisoteando siglos de pensamiento económico.

Porque el comercio no es contabilidad, o no solo eso. El déficit exterior de EE. UU. no es el resultado de acuerdos mal negociados, sino de una economía estructuralmente consumista, con moneda fuerte, poder adquisitivo elevado y una economía cada vez más terciarizada. El superávit de otros países con EE. UU. no es una trampa: es, en buena parte, la consecuencia natural de un país que importa porque puede.

El problema no es solo conceptual. Es práctico. La imposición generalizada de aranceles altos afectará inevitablemente a los precios domésticos, desde la ropa hasta los microchips. Las empresas estadounidenses, muchas de las cuales dependen de insumos extranjeros -o tienen producción deslocalizada-, enfrentarán un dilema: absorber el golpe o trasladarlo al consumidor. Sorpresa: el consumidor siempre paga.

Además, ningún país se queda de brazos cruzados. La historia reciente ya demostró que los aranceles provocan represalias, desequilibrios y roturas en las cadenas de suministro y fricciones diplomáticas innecesarias. Y en un mundo donde las economías están interconectadas por miles de contratos, tratados y flujos financieros, cada decisión unilateral genera ondas de choque. Lo que empieza como una promesa de proteger al trabajador americano termina, en la práctica, socavando las bases del crecimiento global y aumentando la incertidumbre para todos.

Pero… ¿funcionará esta estrategia para reducir el déficit? La respuesta corta es no. La larga, tampoco. La evidencia empírica -y los casos históricos- muestran que los aranceles pueden reducir las importaciones, sí, pero también tienden a reducir las exportaciones. Un país que se cierra pierde competitividad, dinamismo y acceso a mercados. Además, el déficit externo no se resuelve desde la aduana, sino desde el equilibrio macroeconómico interno: gasto público, ahorro privado y política monetaria. Ninguna de esas variables se verá enormemente afectada con un arancel del 46 % a Vietnam.

Lo que sí logrará esta política es distorsionar el comercio, encarecer la vida cotidiana, sembrar tensión diplomática con socios clave y debilitar la credibilidad institucional de Estados Unidos en los foros multilaterales. No es poco daño para una decisión basada en meros sentimientos de opresión comercial inexistente.

Lo más preocupante de esta nueva doctrina arancelaria no es su impacto económico inmediato, sino lo que revela a nivel sistémico. Durante décadas, EE. UU. lideró el diseño de un modelo comercial global basado en reglas claras, reciprocidad negociada, resolución de disputas por vías legales y apertura progresiva. Ese modelo, con todos sus defectos, permitió expandir el comercio, integrar economías emergentes y reducir conflictos.

Hoy, ese andamiaje está siendo dinamitado desde dentro. No por enemigos externos, sino por una administración que ve en el multilateralismo una amenaza y en la autonomía comercial absoluta una virtud. La ironía es que EE. UU. ya no se presenta como víctima de un sistema mal diseñado, sino como mártir de un sistema que ellos mismos impusieron al resto del mundo.

La pregunta que queda es si esta política comercial tiene algún propósito real o si es, simplemente, una extensión de la campaña permanente. Todo apunta a lo segundo. Los aranceles, en este contexto, no son medidas correctivas: son banderas electorales. Sirven para agitar a sus votantes, construir enemigos imaginarios y reforzar una narrativa de declive provocado por terceros. Un eslogan convertido en política de Estado.

Pero incluso los relatos más sólidos chocan tarde o temprano con la realidad. Y cuando el efecto de los aranceles empiece a notarse en el bolsillo del votante medio, cuando los sectores productivos se rebelen y las alianzas internacionales empiecen a erosionarse, quizá alguien en Washington empiece a preguntarse si valía la pena sacrificar el liderazgo global a cambio de unos puntos en las encuestas.

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Álvaro Martín
Author: Álvaro Martín

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